—Como los dioses ordenen —acató Wang-mu.
Y esta vez no hizo ningún esfuerzo por ocultar su amargura ante la mención de los dioses.
Ya había salido de la casa y recorría el camino cuando Mu-pao fue tras ella. Ya que era vieja y gorda, Mu-pao no tenía ninguna esperanza de alcanzarla a pie. Fue a lomos de un burro, y parecía ridícula al acicatear al animal para que se apresurara. Burros, palanquines, todos los residuos de la antigua China…, ¿de verdad creían los agraciados que todas esas afectaciones los hacían más santos? ¿Por qué no viajaban simplemente en voladores y hovercoches, como hacía gente honrada en todos los demás mundos? Entonces Mu-pao no se humillaría, botando y rebotando en un animal que sufría bajo su peso. Para ahorrarle pasar vergüenza, Wang-mu se volvió y se reunió con Mu-pao a medio camino.
—El Maestro Han Fei-tzu te ordena que regreses.
—Dile al Maestro Han que es amable y bueno, pero mi señora me ha despedido.
—El Maestro Han dice que la señora Qing-jao tiene autoridad para despedirte como doncella secreta suya, pero no para echarte de su casa. Tu contrato es con él, no con ella.
Era cierto, Wang-mu no había pensado en eso.
—Te suplica que regreses —insistió Mu-pao—. Me dijo que te lo dijera así, para que vinieras amablemente, si no querías hacerlo de manera obediente.
—Dile que obedeceré. No debería suplicar a una persona tan humilde como yo.
—Se alegrará de saberlo —dijo Mu-pao.
Wang-mu caminó junto al burrito de Mu-pao. Fueron a paso lento, lo que hizo más cómodo el viaje tanto para Mu-pao como para el animal.
—Nunca le había visto tan trastornado —comentó Mu-pao—. Probablemente no debería decírtelo. Pero cuando le dije que te habías ido, casi se puso frenético.
—¿Le hablaban los dioses?
Sería triste que el Maestro la llamara de vuelta sólo porque, por algún motivo, se lo hubiera exigido el impulso esclavo de su interior.
—No. No lo parecía. Aunque, naturalmente, nunca lo he visto cuando le hablan los dioses.
—Naturalmente.
—No quería que te marcharas, nada más.
—Probablemente acabaré marchándome de todas formas —suspiró Wang-mu—. Pero con sumo placer le explicaré por qué he dejado de ser útil a la Casa de Han.
—Oh, por supuesto. Siempre has sido inútil. Pero eso no significa que no seas necesaria.
—¿Qué quieres decir?
—La felicidad puede depender tan fácilmente de las cosas útiles como de las inútiles.
—¿Es un dicho de un antiguo maestro?
—Es un dicho de una mujer gorda y vieja a lomos de un burro —replicó Mu-pao—. Y no lo olvides.
Cuando Wang-mu estuvo a solas con el Maestro Han en su cámara privada, él no mostró ningún signo de la agitación de la que había hablado Mu-pao.
—He conversado con Jane —dijo—. En su opinión, ya que tú también conoces su existencia y no crees que sea enemiga de los dioses, sería mejor que te quedaras.
—Entonces, ¿ahora serviré a Jane? —preguntó Wang-mu—. ¿He de ser su doncella secreta?
Wang-mu no pretendía que sus palabras parecieran irónicas; la idea de servir a una entidad no humana la intrigaba. Pero el Maestro Han reaccionó como si intentara suavizar una ofensa.
—No —respondió—. No debes ser sirviente de nadie. Has actuado con valentía y dignidad.
—Sin embargo, me llamaste para que cumpliera mi contrato contigo.
El Maestro Han inclinó la cabeza.
—Te llamé porque eres la única que conoce la verdad. Si te vas, entonces estaré solo en esta casa.
Wang-mu casi estuvo a punto de preguntar: «¿Cómo puedes estar solo, cuando tu hija está aquí». Y hasta unos cuantos días antes, decirlo no habría sido una crueldad, porque el Maestro Han y la señorita Qing-jao compartían una amistad tan íntima como pueden compartir padre e hija. Pero ahora, la barrera entre ambos era insuperable. Qing-jao vivía en un mundo donde era una sierva triunfal de los dioses, e intentaba mostrarse paciente con la locura temporal de su padre. El Maestro Han vivía en un mundo donde su hija y toda su sociedad eran esclavos de un Congreso opresor, y sólo él sabía la verdad. ¿Cómo podían hablarse cuando los separaba un abismo tan ancho y profundo?
—Me quedaré —prometió Wang-mu—. Te serviré como pueda.
—Nos serviremos mutuamente —dijo el Maestro Han—. Mi hija prometió enseñarte. Yo continuaré con su labor.
Wang-mu tocó el suelo con su frente.
—Soy indigna de tanta amabilidad.
—No. Los dos sabemos ahora la verdad. Los dioses no me hablan. Tu cara nunca debe volver a tocar el suelo ante mí.
—Tenemos que vivir en este mundo —alegó Wang-mu—. Te trataré como a un hombre honorable entre los agraciados, porque eso es lo que todo el mundo esperará de mí. Y tú debes tratarme como a una criada, por la misma razón.
La cara del Maestro Han se retorció amargamente.
—El mundo también espera que cuando un hombre de mi edad toma a una muchacha joven del servicio de su hija y la emplea en el propio, la use como concubina. ¿Debemos actuar cumpliendo las expectativas del mundo?
—No es propio de tu naturaleza aprovecharte de tu poder de esa forma —objetó Wang-mu.
—No es propio de mi naturaleza recibir tu humillación. Antes de conocer la verdad sobre mi aflicción, aceptaba la obediencia de otras personas porque creía que realmente se ofrecían a los dioses, y no a mí.
—Eso es ahora tan cierto como siempre. Los que creen que eres un agraciado ofrecen su obediencia a los dioses, mientras que aquellos que son deshonestos lo hacen para halagarte.
—Tú no eres deshonesta. Ni crees que los dioses me hablen.
—Ignoro si los dioses te hablan o no, o si lo han hecho alguna vez o si pueden hablar con alguien. Sólo sé que los dioses no te piden a ti ni a nadie que realices esos rituales ridículos y humillantes; ésos os fueron impuestos por el Congreso. Sin embargo, debes continuar con esos rituales porque tu cuerpo lo requiere. Por favor, permíteme continuar los rituales de humillación que se requieren a la gente de mi posición en el mundo.
El Maestro Han asintió con gravedad.
—Eres sabia más allá de tus años y educación, Wang-mu.
—Soy una muchacha muy tonta. Si tuviera alguna sabiduría, te suplicaría que me enviaras lo más lejos posible de este lugar. Compartir ahora la casa con Qing-jao será muy peligroso para mí. Sobre todo si ve que estoy cerca de ti, cuando ella no puede estarlo.
—Tienes razón. Soy un egoísta al pedirte que te quedes.
—Sí —convino Wang-mu—. Sin embargo, me quedaré.
—¿Por qué?
—Porque nunca podré regresar a mi antigua vida. Ahora sé demasiado del mundo y del universo, acerca del Congreso y de los dioses. Tendría en la boca el sabor del veneno todos los días de mi vida, si volviera a casa y fingiera ser lo que era antes.
El Maestro Han asintió gravemente, pero luego sonrió, y pronto se echó a reír.
—¿Por qué te ríes de mí, Maestro Han?
—Me río porque creo que nunca fuiste lo que solías ser.
—¿Qué significa eso?
—Creo que siempre has fingido. Tal vez incluso te engañabas a ti misma. Pero una cosa es segura. Nunca has sido una muchacha corriente, y nunca podrías haber llevado una vida corriente.
Wang-mu se encogió de hombros.
—El futuro es un millar de hilos, pero el pasado es un tejido que nunca puede ser rehecho. Tal vez me podría haber contentado. Tal vez no.
—Entonces estamos juntos, los tres.
Sólo entonces se volvió a Wang-mu para ver que no estaban solos. En el aire, sobre la pantalla, vio la cara de Jane, que le sonreía.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Jane.
Por un momento, su presencia hizo que Wang-mu saltara a una esperanzada conclusión.
—¡Entonces no has muerto! ¡Te has salvado!
—Qing-jao nunca pretendió que muriera al instante —respondió Jane—. Su plan para destruirme avanza a su ritmo, y sin duda moriré según lo previsto.
—¿Por qué vuelves entonces a esta casa, si fue aquí donde se puso en marcha tu muerte?
—Tengo muchas cosas que hacer antes de morir, incluyendo la leve posibilidad de descubrir una forma de supervivencia. Da la casualidad de que el mundo de Sendero contiene muchos millares de personas que son mucho más inteligentes que el resto de la humanidad.
—Sólo debido a la manipulación genética del Congreso —puntualizó el Maestro Han.
—Cierto —admitió Jane—. Los agraciados del Sendero ya no son, hablando estrictamente, ni siquiera humanos. Sois otra especie, creada y esclavizada por el Congreso para tener ventaja sobre el resto de la humanidad. Sin embargo, se da la circunstancia de que un miembro de esa especie está de algún modo libre del Con—
greso.
—¿Es esto la libertad? —se lamentó el Maestro Han—. Incluso ahora, mi ansia de purificarme es casi irresistible.
—Entonces no te resistas —dijo Jane—. Puedo hablar contigo mientras te contorsionas.
Casi de inmediato, el Maestro Han empezó a extender los brazos y retorcerlos en el aire en su ritual de purificación. Wang-mu apartó la cara.
—No lo hagas —pidió él—. No ocultes tu rostro. No puedo avergonzarme al mostrarte esto. Soy un lisiado, eso es todo. Si hubiera perdido una pierna, mis amigos más íntimos no tendrían miedo de ver el muñón.
Wang-mu captó la sabiduría de sus palabras, y no apartó el rostro de la aflicción de su señor.
—Como iba diciendo —continuó Jane—, un miembro de esta especie está de algún modo libre del Congreso. Espero contar con tu ayuda en las tareas que intento ejecutar en los pocos meses que me quedan.
—Haré todo lo que pueda —aseguró el Maestro Han.
—Y si yo puedo ayudar, lo haré —ofreció Wang-mu.
Sólo después de decirlo se dio cuenta de lo ridículo que era por su parte. El Maestro Han era uno de los agraciados, uno de los seres con habilidades intelectuales superiores. Ella era sólo un espécimen sin educación de la humanidad común y corriente, sin nada que ofrecer.
Sin embargo, ninguno de ellos se mofó y Jane aceptó su oferta graciosamente. Tal amabilidad demostró una vez más a Wang-mu que Jane tenía que ser un organismo vivo, no sólo una simulación.
—Quisiera contaros los problemas que espero resolver.
Los dos prestaron atención.
—Como sabéis, mis amigos más queridos están en el planeta Lusitania. Los amenaza la Flota del Congreso. Estoy muy interesada en impedir que esa flota cause un daño irreparable.
—Pero estoy seguro de que ya han recibido la orden de usar el Pequeño Doctor-objetó el Maestro Han.
—Oh, sí, ya lo sé. Mi preocupación es impedir que esa orden cause la destrucción no sólo de los humanos de Lusitania, sino también de otras dos especies raman.
Entonces Jane les habló de la reina colmena y de cómo los insectores habían vuelto a la vida.
—La reina colmena está ya construyendo naves, esforzándose al límite para conseguir cuanto esté en su mano antes de que llegue la flota. Pero no hay ninguna posibilidad de que pueda construir suficientes para salvar más que a una pequeña fracción de los habitantes de Lusitania. La reina colmena podrá marcharse, o enviar a otra reina que comparta sus recuerdos, y le importa poco que sus obreras viajen con ella o no. Pero los pequeninos y los humanos no son tan autosuflcientes. Me gustaría salvarlos a todos. Sobre todo porque mis amigos más queridos, un portavoz de los muertos y un joven que sufre lesiones cerebrales, se negarían a abandonar Lusitania a menos que todos los demás humanos y pequeninos puedan salvarse.
—¿Son héroes, entonces? —preguntó el Maestro Han.
—Los dos lo han demostrado varias veces en el pasado.
—No estaba seguro de que los héroes existieran todavía en la especie humana.
Si Wang-mu no dijo lo que albergaba en su corazón: que el propio Maestro Han era uno de esos héroes.
—Estoy estudiando todas las posibilidades —dijo Jane—. Pero todo se reduce a una imposibilidad, o eso ha creído la humanidad durante más de tres mil años. Si pudiéramos construir una nave que viajara más rápido que la luz, que viajara tan rápidamente como los mensajes del ansible que se transmiten de mundo en mundo, entonces aunque la reina colmena pudiera construir sólo una docena de naves, podrían enviar fácilmente a todos los habitantes de Lusitania a otros planetas antes de que llegara la flota.
—Si lograras construir esa nave, podrías crear una flota propia para atacar a la Flota Lusitania y destruirla antes de que causara ningún daño —sugirió Han Fei-tzu.
—Ah, pero eso es imposible.
—¿Puedes concebir el viaje más rápido que la luz y sin embargo no puedes imaginar la destrucción de la Flota Lusitania?
—Oh, puedo imaginarlo —dijo Jane—. Pero la reina colmena no construiría una nave semejante. Le ha dicho a Andrew, mi amigo, el Portavoz de los Muertos…
—El hermano de Valentine —susurró Wang-mu—. ¿También vive?
—La reina colmena le ha dicho que nunca construirá un arma por ningún motivo.
—¿Ni siquiera para salvar a su propia especie?
—Tendrá la nave que necesita para salir del planeta, y los otros recibirán también suficientes naves para salvar a su especie. Se contenta con eso. No hay ninguna necesidad de matar a nadie.
—¡Pero si el Congreso se sale con la suya, morirán millones!
—Entonces será su responsabilidad. Al menos eso es lo que Andrew me dice que la reina le responde cada vez que llega a ese punto.
—¿Qué clase de razonamiento moral es ése?
—Olvidas que ella ha descubierto hace poco la existencia de otra forma de vida inteligente, y que estuvo peligrosamente cerca de destruirla. Y luego esa vida inteligente casi la destruyó a ella. Pero fue el hecho de que estuviera a punto de cometer el crimen de xenocidio lo que surtió más efecto sobre su razonamiento moral. No puede impedir a otras especies que hagan una cosa semejante, pero ella puede asegurarse de no hacerlo. Sólo matará cuando ésa sea la única esperanza que tenga para salvar la existencia de su especie. Y como ya tiene otra esperanza, no construirá una nave de guerra.
—Viajar más rápido que la luz —dijo el Maestro Han—. ¿Es ésa tu única esperanza?
—La única que considero con un mínimo de posibilidad. Al menos sabemos que algo en el universo se mueve más rápido que la luz: la información se pasa de un ansible a otro por el rayo filótico sin que se detecte el paso del tiempo. Un joven físico de Lusitania, que está en la cárcel en estos momentos, se pasa los días y las noches trabajando en este problema. Ejecuto para él todos los cálculos y simulaciones. En este mismo instante está probando una hipótesis sobre la naturaleza de los filotes usando un modelo tan complejo que para ejecutar el programa estoy robando tiempo de los ordenadores de casi un millar de universidades diferentes. Existe una esperanza.