«Se ha ido. ¿Adónde? ¿A hacer qué? No puede dejarlo aquí solo. No es justo que lo dejen solo.» Unos momentos antes era un coloso, con quinientos corazones, mentes y bocas; un millar de manos y pies; ahora todo había desaparecido, como si su gran cuerpo nuevo hubiera muerto y él se hubiera convertido en el tembloroso fantasma de un hombre, la débil alma de un gusano despojado de la poderosa carne que solía gobernar. Nunca había estado tan asustado. Casi lo mataron en su ansia por dejarlo, casi lo aplastaron contra la hierba.
Eran suyos, de todas formas. Él los había creado, los había convertido en una simple muchedumbre, y aunque habían malinterpretado para qué los había creado, todavía actuaban según la ira que había provocado en ellos, y con el plan que había introducido en sus mentes. Su intención era mala, eso es todo…; por lo demás, estaban haciendo exactamente lo que quería que hicieran. Valentine tenía razón. Era su responsabilidad. Lo que hicieran ahora, lo había cometido él igual que si todavía estuviera al frente del grupo. Entonces, ¿qué podía hacer?
Detenerlos. Conseguir el control de nuevo. Plantarse ante ellos y suplicarles que se detuvieran. No iban a quemar el lejano bosque del loco Guerrero, sino a masacrar a los pequeninos que él conocía, aunque no los apreciara mucho. Tenía que detenerlos, o la sangre mancharía sus manos como savia que no podría ser lavada ni frotada, un dolor que permanecería siempre en su interior.
Echó a correr, siguiendo el fangoso rastro de sus pisadas entre las calles, donde la hierba quedó convertida en cieno. Corrió hasta que le dolió el costado, atravesó la verja por donde la habían roto. ¿Dónde estaba el campo disruptor cuando lo necesitaban? ¿Por qué no lo conectaba nadie? Entonces llegó al lugar donde las llamas lamían ya el cielo.
—¡Alto! ¡Apagad el fuego!
—¡Quemadlos!
—¡Por Quim y Cristo!
—¡Morid, cerdos!
—¡Ése, que se escapa!
—¡Mátalo!
—¡Quémalo!
—¡Los árboles no están aún secos…, el fuego no prende!
—¡Sí arde!
—¡Talad el árbol!
—¡Ahí hay otro!
—¡Mirad, los pequeños bastardos están atacando!
—¡Partidlos por la mitad!
—¡Dame esa azada si no vas a usarla!
—¡Destroza al pequeño cerdo!
—¡Por Quim y Cristo!
La sangre salta en un amplio arco y rocía la cara de Grego cuando se abalanza hacia delante, intentando detenerlos. «¿Conocí a éste? ¿Conocí la voz de este pequenino antes de que se convirtiera en este grito de agonía y muerte? No puedo controlar esto, lo han roto. A ella. La han destrozado. Una esposa. Una esposa nunca vista. Entonces debemos estar cerca del centro del bosque, y ese gigante debe ser el árbol—madre.»
—¡Aquí hay un árbol asesino si alguna vez he visto uno!
Alrededor del perímetro del claro donde se alzaba el gran árbol, los árboles menores empezaron súbitamente a inclinarse, y luego se desplomaron, rotos sus troncos. Por un momento, Grego pensó que eran los humanos talándolos, pero entonces advirtió que no había nadie cerca de aquellos árboles. Se quebraban ellos solos, lanzándose a la muerte para aplastar a los humanos asesinos en un intento por salvar al árbol—madre.
Por un instante, funcionó. Los hombres gritaron en agonía; tal vez una docena o dos fueron aplastados o quedaron atrapados o rotos bajo los árboles caídos. Pero todos los que podían caer terminaron por hacerlo, y el árbol—madre continuaba allí, el tronco ondulando extrañamente, como si estuviera en marcha una extraña peristalsis, deglutiendo profundamente.
—¡Dejadlo vivir! —gritó Grego—. ¡Es el árbol—madre! ¡Es inocente!
Pero los gritos de los heridos y atrapados ahogaron su voz, igual que el terror cuando advirtieron que el bosque podía contraatacar, que éste no era un juego vengativo de justicia y retribución, sino una guerra real, donde ambos bandos eran peligrosos.
—¡Quemadlo! ¡Quemadlo!
El cántico era tan intenso que ahogaba también los gritos de los moribundos. Y ahora las ramas y hojas de los árboles caídos se estiraron hacia el árbol—madre. Los hombres encendieron esas ramas, que ardieron rápidamente. Unos cuantos se dieron cuenta de que si el fuego arrasaba el árbol—madre también quemaría a los hombres atrapados, y empezaron a intentar rescatarlos. Pero la mayoría quedó prendida en la pasión de su éxito. Para ellos, el árbol—madre era Guerrero, el asesino. Era todo lo que resultaba extraño en este mundo, el enemigo que los mantenía recluidos en una verja, el terrateniente que los había restringido arbitrariamente a un pequeño pedazo de tierra en un mundo tan amplio. El árbol—madre era todo opresión y autoridad, todo extrañeza y peligro, y ellos lo habían conquistado.
Grego retrocedió ante los gritos de los hombres atrapados que contemplaban el avance del fuego, ante los aullidos de los hombres a quienes las llamas habían alcanzado ya, ante el cántico triunfal de los hombres que habían cometido este asesinato.
—¡Por Quim y Cristo! ¡Por Quim y Cristo!
Grego estuvo a punto de echar a correr, incapaz de soportar todo lo que podía ver y oler y oír, las brillantes llamas anaranjadas, el olor de la carne quemada, el chasquido de la madera viva ardiendo.
Pero no corrió. En cambio, trabajó junto a los hombres que avanzaban hacia las llamas para liberar a los otros hombres atrapados en los árboles caídos. Estaba chamuscado, y una vez sus ropas empezaron a arder, pero aquel caliente dolor no fue nada, casi lo agradecía, porque era el castigo que merecía. Debería morir en este lugar. Incluso debería de haberlo hecho, debería de haberse internado profundamente en las llamas y no salir hasta que su crimen quedara purgado y todo cuanto restara de él fueran huesos y cenizas, pero todavía había personas heridas que sacar del alcance del fuego, todavía había vidas que salvar. Además, alguien le apagó las llamas del hombro y le ayudó a levantar el árbol para que el chiquillo que yacía debajo de él pudiera liberarse. ¿Cómo podía morir cuando formaba parte de algo como esto, parte del salvamento de este muchacho?
—¡Por Quim y Cristo! —gimió el niño mientras se arrastraba para ponerse fuera del alcance de las llamas.
Aquí estaba, el niño cuyas palabras habían llenado el silencio y vuelto a la multitud en esta dirección. «Tú lo hiciste —pensó Grego—. Tú los apartaste de mí.»
El niño lo miró y lo reconoció.
—¡Grego! —gritó, y se abalanzó hacia delante. Sus manos se agarraron a los muslos de Grego, su cabeza se apoyó contra su cadera—.¡Tío Grego!
Era el hijo mayor de Olhado, Nimbo.
—¡Lo hicimos! —gritó Nimbo—. ¡Por el tío Quim!
Las llamas chisporroteaban. Grego alzó al niño y lo apartó del alcance de las llamas más peligrosas, y luego lo llevó más allá, a la oscuridad, a un lugar donde hacía fresco. Todos los hombres se dirigieron hacia allí, pues las llamas los conducían, y el viento impulsaba a las llamas. La mayoría estaba como Grego, agotados, asustados, doloridos por efecto del fuego o tras haber ayudado a alguien.
Pero algunos, tal vez muchos, no habían sido tocados más que por el fuego interno que Grego y Nimbo habían encendido en la plaza.
—¡Quemadlos a todos!
Voces aquí y allá, turbas más pequeñas como remolinos diminutos en una corriente mayor, pero ahora sostenían antorchas y tizones que habían encendido en el fuego que ardía en el corazón del bosque.
—¡Por Quim y Cristo! ¡Por Pipo y Libo! ¡No más árboles! ¡No más árboles!
Grego avanzó, tambaleándose.
—Suéltame —pidió Nimbo.
Siguió avanzando.
—Puedo caminar.
Pero la misión de Grego era demasiado urgente. No podía detenerse por Nimbo, no podía dejar caminar al niño, no podía esperarlo y tampoco podía dejarlo atrás. No se abandona al hijo del hermano en un bosque incendiado. Así que lo llevó, y después de un rato, las piernas y los brazos doloridos por el esfuerzo, el hombro convertido en un blanco sol de agonía en el lugar donde se había quemado, salió del bosque y llegó a la vieja verja, al sendero que conducía a los laboratorios xenobiológicos.
La muchedumbre se había congregado allí, muchos de ellos con antorchas, pero por algún motivo todavía estaban a cierta distancia de los dos árboles que allí había: Humano y Raíz. Grego se abrió paso entre la turba, todavía sujetando a Nimbo. El corazón le redoblaba en el pecho, y estaba lleno de miedo y angustia y a la vez de una chispa de esperanza, pues sabía por qué se habían detenido los hombres de las antorchas. Cuando llegó al final de la multitud, vio que tenía razón.
Alrededor de los dos últimos padres—árbol había congregados unos doscientos hermanos y esposas cerdis, pequeños y sitiados, pero con un aire de desafío en su porte. Lucharían hasta la muerte en este lugar, antes de dejar que estos dos últimos árboles fueran quemados. Pero ése sería su destino si la muchedumbre lo decidía, pues no había ninguna esperanza de que los pequeninos se interpusieran en el camino de hombres decididos a matar.
Pero entre los cerdis y los hombres se encontraba Miro, que parecía un gigante comparado con los pequeninos. No llevaba ninguna arma, sin embargo extendió los brazos como para proteger a los pequeninos, o tal vez para contenerlos. Con su habla pastosa y difícil, desafiaba a la muchedumbre.
—¡Matadme a mí primero! —decía—. ¡Os gusta matar! ¡Matadme primero! ¡Igual que ellos mataron a Quim! ¡Matadme primero!
—¡Tú no! —respondió uno de los hombres que sujetaban una antorcha—. Pero esos árboles van a morir. Y todos esos cerdis también, si no tienen seso para salir corriendo.
—A mí primero. ¡Éstos son mis hermanos! ¡Matadme a mí primero!
Habló con fuerza, despacio, para que su lengua pastosa pudiera ser comprendida. La muchedumbre todavía estaba enfurecida, algunos de sus miembros al menos. Sin embargo, había muchos que ya estaban hartos de todo, muchos de ellos avergonzados, descubriendo ya en sus corazones los terribles actos que habían ejecutado aquella noche, cuando entregaron sus almas a la voluntad de la turba. Grego todavía sentía su conexión con los otros y supo que podían seguir cualquier camino: los que todavía ardían de ira podrían iniciar un último incendio esta noche; o tal vez prevalecieran los que se habían enfriado, cuyo único calor interno era un destello de vergüenza.
Grego tenía una última oportunidad de redimirse, al menos en parte. Y por eso avanzó, todavía sujetando a Nimbo.
—A mí también —dijo—. ¡Matadme a mí también, antes de levantar una mano contra estos hermanos y estos árboles!
—¡Quitaos de enmedio, Grego, tú y el lisiado!
—¿Cómo podréis ser diferentes de Guerrero, si matáis a estos pequeños?
Ahora Grego se colocó junto a Miro.
—¡Quitaos de enmedio! Vamos a quemar los últimos y acabaremos. —Pero la voz tenía menos seguridad.
—Hay un incendio detrás de vosotros —dijo Grego—, y demasiadas personas han muerto ya, humanos y pequeninos por igual. —Su voz era ronca, y le costaba trabajo respirar por todo el humo que había inhalado. Pero todavía podía hacerse oír—. El bosque que mató a Quim está lejos de aquí, y Guerrero todavía permanece intacto. No hemos hecho justicia esta noche. Hemos causado asesinatos y masacre.
—¡Los cerdis son cerdis!
—¿Lo son? ¿Te gustaría que fuera al revés? —Grego dio unos pocos pasos hacia uno de los hombres que parecía cansado y poco dispuesto a continuar, y le habló directamente, mientras señalaba al portavoz de la turba—. ¡Tú! ¿Te gustaría ser castigado por lo que él ha hecho?
—No —murmuró el hombre.
—Si él matara a alguien, ¿crees que sería justo que alguien viniera a tu casa y matara a tu esposa y tus hijos por ello?
Varias voces contestaron ahora.
—No.
—¿Por qué no? Los humanos son humanos, ¿no?
—Yo no he matado a ningún niño —espetó el portavoz.
Ahora se estaba defendiendo. Y el nosotros había desaparecido de su discurso. Ahora era un individuo, solo. La muchedumbre se difuminaba, separándose.
—Quemamos al árbol—madre —manifestó Grego.
A su espalda se produjo un sonido penetrante, varios gemidos agudos. Para los hermanos y esposas supervivientes, era la confirmación de sus peores temores. El árbol—madre había ardido.
—El árbol gigante en mitad del bosque…, en su interior estaban todos sus bebés. Todos ellos. Este bosque no nos hizo ningún daño, y nosotros fuimos y matamos a sus bebés.
Miro dio un paso al frente, colocó la mano sobre el hombro de Grego. ¿Se apoyaba en él? ¿O le ayudaba a permanecer en pie?
—Todos vosotros. Marchaos a casa.
—Tal vez deberíamos intentar apagar el fuego —sugirió Grego.
Pero todo el bosque estaba ya ardiendo.
—Marchaos a casa —repitió Miro—. Quedaos dentro de la verja.
Todavía quedaba algo de furia.
—¿Quién eres tú para decirnos lo que debemos hacer?
—Quedaos dentro de la verja. Ahora viene alguien para proteger a los pequeninos.
—¿Quién? ¿La policía?
Varias personas se rieron amargamente, ya que ellos eran policías, o habían visto a agentes entre la muchedumbre.
Aquí están —declaró Miro.
Pudieron oír un zumbido bajo, débil al principio, apenas audible con el rugir del fuego, pero fue aumentando de volumen, hasta que cinco voladores aparecieron, rozando la hierba mientras revoloteaban sobre la multitud, a veces negros en su silueta contra el bosque ardiente, a veces brillantes con el fuego reflejado cuando estaban en el lado opuesto. Por fin se detuvieron. Sólo entonces pudo la gente distinguir una forma negra tras otra, mientras los seis pilotos se alzaban de cada plataforma. Lo que habían tomado por la brillante maquinaria de los voladores no lo era en absoluto, sino criaturas vivientes, no tan grandes como los hombres pero tampoco tan pequeños como los pequeninos, con grandes cabezas y ojos multifacetados. No hicieron ningún gesto amenazador, sólo formaron filas ante cada volador; pero no hizo falta ningún gesto. Su misión bastó para despertar recuerdos de antiguas pesadillas e historias de terror.
—Deus nos perdoe! —gimieron varios hombres—. Dios nos perdone.
Creyeron morir.
—Marchaos a casa —repitió Miro—. Quedaos dentro de la verja.
—¿Qué son? —La voz infantil de Nimbo habló por todos ellos.
Las respuestas llegaron en susurros.
—Diablos.
—Ángeles destructores.
—La muerte.
Y entonces la verdad, por boca de Grego, pues sabía lo que debían ser, aunque era impensable.