—Jane —dijo su padre—. Si me oyes, por favor, perdóname.
No hubo respuesta en el terminal.
—Ojalá me perdonen todos los dioses —dijo Han Fei-tzu—. Me mostré débil en el momento en que debería haber sido fuerte, y por eso mi hija, en su inocencia, ha causado el mal en mi nombre. —Se estremeció—. Debo… purificarme. —La palabra pareció veneno en su boca—. Durará una eternidad, estoy seguro.
Dio media vuelta y salió de la habitación. Wang-mu volvió a llorar. «Estúpido llanto sin sentido —pensó Qing-jao—. Éste es un momento de victoria. Excepto que Jane me ha arrancado la victoria de las manos de forma que, aunque triunfo sobre ella, ella triunfa sobre mí. Me ha robado a mi padre. Ya no sirve a los dioses de corazón, aunque continúe sirviéndoles con su cuerpo.»
Sin embargo, con el dolor de su comprensión llegó también una caliente puñalada de alegría: «Fui más fuerte. Fui más fuerte que mi padre, después de todo. Cuando llegó la prueba, fui yo quien sirvió a los dioses, y él quien se rompió, quien cayó, quien falló. Hay más en mí de lo que había soñado jamás. Soy una digna herramienta en las manos de los dioses. ¿Quién sabe cómo pueden gobernarme ahora?».
‹Es curioso que los humanos llegaran a ser lo bastante inteligentes para poder viajar de un mundo a otro.›
‹La verdad es que no. He estado pensando en eso últimamente. Aprendieron de vosotros a viajar entre las estrellas. Ender dice que no comprendieron la física necesaria para hacerlo hasta que vuestra primera flota colonial llegó a su sistema solar.›
‹¿Tendríamos que habernos quedado en casa por temor o enseñar a volar a unas babosas sin pelo, con cuerpos blandos y cuatro extremidades?›
‹Hablaste hace un momento como si creyeras que los seres humanos tuvieran inteligencia.›
‹Está claro que la tienen.›
‹Yo creo que no. Creo que han encontrado un medio de falsificar la inteligencia.›
‹Sus naves vuelan. No hemos visto a ninguna de las vuestras surcando las ondas de luz a través del espacio.›
‹Todavía somos una especie muy joven. Pero míranos. Mírate. Ambas especies hemos desarrollado un sistema muy similar. Ambas tenemos cuatro tipos de vida. Los jóvenes, que son larvas indefensas. Las parejas, que nunca tienen inteligencia…, entre vosotros son los zánganos, entre nosotros las pequeñas madres. Luego están los muchos individuos que poseen suficiente inteligencia para ejecutar tareas manuales: nuestras esposas y hermanos, vuestras obreras. Y finalmente los inteligentes: nosotros, los padres-árbol, y tú, la reina colmena. Somos los depositarios de la sabiduría de la especie, porque tenemos tiempo para pensar, para contemplar. Nuestra actividad primaria es la reflexión.›
‹Mientras que los humanos están siempre de un lado para otro como los hermanos y las esposas. Como las obreras.›
‹No sólo las obreras. Sus jóvenes también atraviesan una etapa larval en la que están indefensos, y que dura más de lo que algunos de ellos piensan. Y cuando es la hora de reproducirse, todos se convierten en zánganos o pequeñas madres, pequeñas máquinas que tienen sólo un objetivo en la vida: gozar del sexo y morir.›
‹Ellos creen que son racionales a lo largo de todas esas etapas.›
‹Se engañan a sí mismos. Incluso en sus mejores ejemplos, nunca, como individuos se alzan sobre el nivel de trabajadores manuales. ¿Quién entre ellos tiene tiempo paro volverse inteligente?›
‹Ninguno.›
‹Nunca saben nada. No gozan de suficientes años en sus cortas vidas para llegar a comprender nada en absoluto. Sin embargo, creen que comprenden. Desde la más tierna infancia, se engañan para pensar que comprenden el mundo, mientras que lo que en realidad sucede es que tienen algunos primitivos prejuicios y suposiciones. A medida que se hacen mayores, aprenden un vocabulario más elevado con el que expresar su seudo-conocimiento y engañar a otras personas para que acepten sus prejuicios como si fueran la verdad, pero todo se reduce o lo mismo. Individualmente, los seres humanos son todos idiotas.›
‹Mientras que, colectivamente…›
‹Colectivamente, son un conjunto de idiotas. Pero con tanto correr de un lado a otro pretendiendo ser sabios, lanzando teorías idiotas a medio comprender sobre esto y aquello, un par de ellos se topan con alguna idea que se acerca un poco más a la verdad de lo que ya se sabía. Y en una especie de vacilante prueba de tanteo y error, aproximadamente la mitad de las veces la verdad se abre paso y es aceptada por personas que todavía no la comprenden, que simplemente la adoptan como un nuevo prejuicio en el que confiar a ciegas hasta que el siguiente idiota se encuentre por casualidad con uno mejor.›
‹Entonces estás diciendo que ninguno de ellos es inteligente individualmente, y que los grupos son aún más estúpidos que los individuos. Sin embargo al mantener a tantos idiotas entretenidos en fingir ser inteligentes, se encuentran con algunos de los mismos resultados con los que se encontraría una especie inteligente.›
‹En efecto.›
‹Si ellos son tan estúpidos y nosotros tan inteligentes, ¿por qué tenemos sólo una colmena, que sobrevive aquí porque nos trajo un humano? ¿Y por qué habéis dependido vosotros de ellos de una forma tan completa para todos los avances técnicos y científicos que habéis realizado?›
‹Tal vez la inteligencia no lo es todo.›
‹Tal vez nosotros somos los estúpidos, al pensar que sabemos. Tal vez los humanos son los únicos que pueden tratar con el hecho de que nada puede ser conocido.›
Quara fue la última en llegar a la casa de su madre. Fue Plantador, el pequenino que servía como ayudante de Ender en los campos, quien la recibió. Estaba claro por el expectante silencio del salón que Miro no se lo había dicho a nadie todavía. Pero todos sabían, igual que Quara, por qué los había convocado allí. Tenía que ser Quim. Ender debía de haberlo alcanzado ya, y podía hablar con Miro a través de los transmisores que llevaban.
Si Quim estuviera bien, no los habrían reunido. Simplemente, se lo habrían dicho.
Así que todos lo sabían. Quara escrutó sus rostros mientras permanecía en la puerta. Ela, con aspecto dolorido. Grego, el rostro furioso, siempre furioso, idiota petulante. Olhado, sin expresión, con los ojos brillantes. Y madre. ¿Quién podía leer la terrible máscara que llevaba? Pena, desde luego, como Ela, y furia tan ardiente como la de Grego, y también la fría e inhumana distancia de la cara de Olhado. «Todos llevamos la cara de madre, de un modo u otro. ¿Qué parte de ella es mía? Si pudiera comprenderme, ¿qué reconocería entonces en la retorcida postura que tiene madre en su silla?»
—Murió por la descolada —anunció Miro—. Esta mañana. Andrew acababa de llegar.
—No pronuncies ese nombre —ordenó Novinha.
Su voz estaba ronca por el dolor mal contenido.
—Murió como un mártir —dijo Miro—. Murió como habría querido.
Novinha se levantó de la silla, torpemente. Por primera vez, Quara advirtió que su madre envejecía. Caminó con pasos inseguros hasta plantarse delante de Miro, que estaba sentado con las piernas abiertas. Entonces lo abofeteó con todas sus fuerzas.
Fue un momento de dolor. Ver a una mujer adulta golpeando a un lisiado indefenso ya era bastante penoso, pero ser testigos de cómo su madre golpeaba a Miro, que siempre fue su fuerza y salvación durante la infancia, resultó insoportable. Ela y Grego se levantaron de un salto y la arrastraron de vuelta a su silla.
—¿Qué intentas hacer? —chilló Ela—. ¡Golpear a Miro no nos devolverá a Quim!
—¡Miro y esa joya de su oído! —gritó Novinha. Se abalanzó de nuevo hacia Miro; los demás apenas pudieron contenerla, a pesar de su aparente fragilidad—. ¿Qué sabes tú de cómo quiere morir la gente?
Quara tuvo que admirar la forma en que Miro la observó, impertérrito, aunque tenía la mejilla roja por el golpe.
—Sé que la muerte no es lo peor que hay—dijo Miro.
—Sal de mi casa —ordenó Novinha.
Miro se levantó.
—No estás llorando por él —la acusó—. Ni siquiera sabes quién era.
—¡No te atrevas a decirme eso!
—Si lo amaras, no habrías intentado impedirle ir —dijo Miro. Su voz no era fuerte, y su habla era penosa y difícil de comprender. Todos lo escucharon, en silencio. Incluso su madre, pues sus palabras eran terribles—. Pero no lo amas. No sabes cómo amar a la gente. Sólo sabes cómo poseerla. Y como la gente nunca actuará como tú quieres, madre, siempre te sentirás traicionada. Y como tarde o temprano todo el mundo muere, siempre te sentirás engañada. Pero eres tú quien engaña, madre. Tú eres la que usa nuestro amor para intentar controlarnos.
—Miro —llamó Ela.
Quara reconoció el tono de su voz. Era como si volvieran a ser niños pequeños y Ela intentara calmar a Miro, para persuadirlo de que suavizara su actitud. Quara recordó haber oído a Ela hablarle así una vez, cuando su padre acababa de golpear a Novinha y Miro dijo: «Lo mataré. No sobrevivirá a esta noche». Esto era lo mismo. Miro decía cosas dolorosas a su madre, palabras que tenían el poder de matar. Sólo que Ela no podría detenerlo a tiempo, esta vez no, porque las palabras ya habían sido pronunciadas. El veneno estaba ahora dentro de su madre, haciendo su trabajo, buscando su corazón para quemarlo.
—Ya has oído a madre —espetó Grego—. Sal de aquí.
—Me voy —contestó Miro—. Pero sólo he dicho la verdad.
Grego avanzó hacia Miro, lo cogió por los hombros y lo empujó hacia la puerta.
—¡No eres uno de nosotros! —gritó—. ¡No tienes ningún derecho a decirnos nada!
Quara se interpuso entre ellos, enfrentándose a Grego.
—¡Si Miro no se ha ganado el derecho a hablar en esta familia, entonces no somos una familia!
—Tú lo has dicho —murmuró Olhado.
—Apártate de mi camino —masculló Grego.
Quara le había oído proferir amenazas antes, un millar de veces al menos. Pero esta vez, al estar tan cerca de él, con su aliento en la cara, se dio cuenta de que estaba fuera de control. La noticia de la muerte de Quim le había golpeado con fuerza, y tal vez en este momento no estaba cuerdo del todo.
—No estoy en tu camino —dijo Quara—. Adelante. Golpea una mujer. Empuja a un lisiado. Está en tu naturaleza, Grego. Naciste para destruir. Me avergüenza pertenecer a la misma especie que tú, no digamos a la misma familia.
Sólo después de hablar se dio cuenta de que tal vez estaba presionando demasiado a Grego. Después de todos estos años de discusión continuada, esta vez había logrado herirlo. Su expresión era aterradora.
Pero él no la golpeó. Pasó por su lado rodeándola, rodeando también a Miro, y se plantó en la puerta, las manos en el marco. Empujaba hacia fuera, como si intentara apartar a las paredes de su camino. O tal vez se aferraba a ellas, esperando que pudieran sujetarlo.
—No voy a dejar que me enfurezcas, Quara —manifestó—. Sé quién es mi enemigo.
Entonces salió por la puerta y se perdió en la oscuridad. Un momento después, sin decir nada más, Miro lo siguió. Ela habló mientras se dirigía también a la puerta:
—Sean cuales fueran las mentiras que te estás diciendo, madre, no ha sido Ender ni nadie más quien ha destruido a esta familia esta noche. Has sido tú.
Entonces se marchó.
Olhado se levantó y salió, sin pronunciar palabra. Quara quiso abofetearlo cuando pasó por su lado, para hacerle hablar. «¿Lo has grabado todo en los ordenadores de tus ojos, Olhado? ¿Tienes todas las imágenes grabadas en la memoria? Bien, no te sientas demasiado orgulloso de ti mismo. Puede que yo sólo tenga un cerebro hecho de tejidos para grabar esta maravillosa noche en la historia de la familia Ribeira, pero apuesto a que mis imágenes son tan claras como las tuyas.»
Novinha contempló a Quara. Su rostro estaba surcado de lágrimas. Quara no pudo recordar: ¿había visto llorar a su madre alguna vez antes?
—Entonces tú eres todo lo que queda—suspiró.
—¿Yo? —preguntó Quara—. Soy la hija a quien prohibiste el acceso al laboratorio, ¿recuerdas? Soy la que ha quedado apartada del trabajo de mi vida. No esperes que sea tu amiga.
Entonces también Quara se marchó. Salió al aire de la noche sintiéndose revitalizada, justificada. «Que la vieja bruja reflexione todo eso durante un tiempo, a ver si le gusta estar aislada, como hizo conmigo.»
Unos cinco minutos después, cuando Quara estaba cerca de la verja y el brillo de su ira se había difuminado, empezó a advertir lo que le había hecho a su madre. Lo que le habían hecho todos. Dejarla sola. Dejarla sintiendo que había perdido no sólo a Quim, sino a su familia entera. Aquello fue algo terrible, y su madre no lo merecía.
Quara se volvió de inmediato y regresó a la casa. Pero cuando atravesaba la puerta, Ela entró también en el salón por la otra, la que conducía al interior de la casa.
—No está aquí —dijo Ela.
—Nossa Senhora —susurró Quara—. Le dije cosas terribles.
—Todos lo hicimos.
—Nos necesita. Quim está muerto, y nosotros sólo supimos…
—Cuando ella golpeó así a Miro, fue…
Para su sorpresa, Quara descubrió que estaba llorando, abrazada a su hermana mayor. «¿Entonces todavía soy una niña, después de todo? Sí, lo soy, lo somos todos, y Ela sigue siendo la única que sabe consolarnos.»
—Ela, ¿era Quim el único que nos mantenía unidos? Ahora que ya no está, ¿hemos dejado de formar una familia?
—No lo sé.
—¿Qué podemos hacer?
Por respuesta, Ela la cogió de la mano y ambas salieron de la casa. Quara preguntó adónde iban, pero Ela no respondió, sólo le sujetó la mano y siguió avanzando. Quara la acompañó sin ofrecer resistencia: no tenía ni idea de qué hacer, y de algún modo seguir a Ela parecía algo seguro. Al principio pensó que Ela estaba buscando a su madre, pero no, no se dirigió al laboratorio ni a ningún otro lugar donde pudiera estar. Se sorprendió aún más al ver dónde terminó su camino.
Se encontraban delante del altar que el pueblo de Lusitania había erigido en mitad de la ciudad. El altar de Gusto y Cida, sus abuelos, los primeros xenobiólogos que descubrieron una forma para contener al virus de la descolada y salvar así a la colonia humana de Lusitania.
Aunque encontraron las drogas que impidieron que la descolada siguiera matando gente, ellos mismos murieron, demasiado infectados ya para que su propia droga los salvara.
El pueblo los adoró, construyó aquel altar, los llamó Os Venerados incluso antes de que la iglesia los beatificara. Y ahora que estaban a sólo un paso de ser canonizados como santos, estaba permitido rezarles.