—Insectores —dijo—. Insectores, aquí en Lusitania.
No se marcharon corriendo del lugar. Se fueron caminando, observando con cuidado, temerosos de las extrañas nuevas criaturas cuya existencia ninguno de ellos había sospechado, cuyos poderes sólo podían imaginar o recordar de antiguos vídeos estudiados en el colegio. Los insectores, que habían estado a punto de destruir a la humanidad, hasta que fueron aniquilados por Ender el Xenocida. El libro de la Reina Colmena decía que eran hermosos y que no tenían por qué haber muerto. Pero ahora, al verlos, con sus brillantes exoesqueletos negros, un millar de lentes en sus resplandecientes ojos verdes, lo que sentían no era belleza, sino terror. Y cuando llegaran a casa, sería con el conocimiento de que eran estos seres, y no sólo los pequeños y retrasados cerdis, los que les esperaban al otro lado de la verja. ¿Estuvieron aprisionados antes? Así pues, ahora estaban atrapados en uno de los círculos del infierno.
Por fin, de todos los humanos sólo quedaron Miro, Grego y Nimbo. A su alrededor también los cerdis observaban asombrados, pero no con terror, pues no tenían insectos de pesadilla acechando sus sueños como sucedía con los humanos. Además, los insectores habían acudido a ellos como salvadores y protectores. Lo que pesaba más sobre ellos no era curiosidad hacia los desconocidos, sino pena por lo que habían perdido.
—Humano pidió a la reina colmena que los ayudara, pero ella dijo que no podía matar humanos —explicó Miro—. Entonces Jane vio el fuego desde los satélites y se lo comunicó a Andrew Wiggin. Él habló con la reina y le indicó lo que tenía que hacer. Que no tendría que matar a nadie.
—¿No van a matarnos? —preguntó Nimbo.
Grego advirtió que Nimbo había pasado los últimos minutos creyendo que iba a morir. Entonces se dio cuenta de que también lo había esperado él, y que sólo ahora, con la explicación de Miro, estaba seguro de que no habían venido a castigarlos por lo que habían provocado esta noche. O, más bien, por lo que él había puesto en movimiento, preparado por el pequeño empujoncito que Nimbo, en su inocencia, había dado.
Lentamente, Grego se arrodilló y soltó al niño. Los brazos apenas le respondían y el dolor de su hombro era insoportable. Empezó a llorar. Pero no lo hacía por el dolor.
Los insectores se movieron rápidamente. La mayoría permaneció allí, tomando posiciones alrededor del perímetro de la ciudad. Unos cuantos volvieron a subir a los voladores, uno en cada máquina, y las devolvieron al cielo, volando sobre el bosque incendiado y la hierba quemada, para rociarlo con algo que cubrió el fuego y lo consumió lentamente.
El obispo Peregrino se encontraba en la baja pared de cimientos que había sido levantada aquella mañana. Todo el pueblo de Lusitania estaba congregado, sentado en la hierba. Usó un pequeño amplificador, para que nadie dejara de enterarse de sus palabras. Pero probablemente no lo habría necesitado: todos permanecían en silencio, incluso los niños pequeños, que parecían percibir el ambiente sombrío.
Tras el obispo se hallaba el bosque, ennegrecido pero no carente de vida del todo: unos cuantos árboles volvían a reverdecer. Ante él se encontraban los cadáveres cubiertos, cada uno junto a su tumba. El más cercano de todos era el de Quim, el padre Esteváo. Los otros pertenecían a los humanos que habían muerto dos noches atrás, bajo los árboles y en el incendio.
—Estas tumbas formarán el suelo de la capilla, de forma que cada vez que entremos en ella pisemos sobre los cuerpos de los muertos. Los cuerpos de aquellos que murieron mientras intentaban llevar muerte y desolación a nuestros hermanos los pequeninos. Por encima de todos, el cuerpo del padre Esteváo, que murió intentando llevar el evangelio de Jesucristo a un bosque de herejes. Murió martirizado. Los demás murieron con asesinato en el corazón y sangre en las manos.
»Hablo muy claramente, para que el Portavoz de los Muertos no tenga que añadir ninguna palabra después de mí. Hablo muy claramente, como habló Moisés a los hijos de Israel después de que adoraran al becerro de oro y rechazaran su alianza con Dios. De todos nosotros, sólo hay un puñado que no comparten la culpa de este crimen. El padre Esteváo, que murió puro, y cuyo nombre estaba en los blasfemos labios de aquellos que mataron. El Portavoz de los Muertos y los que viajaron con él para traer a casa el cadáver de este sacerdote martirizado. Y Valentine, la hermana del Portavoz, que nos advirtió al alcalde y a mí de lo que sucedería. Valentine conocía la historia, conocía a la humanidad, pero el alcalde y yo pensamos que os conocíamos a vosotros y que erais más fuertes que la historia. Pobres de nosotros, pues sois tan indignos como cualquier otro hombre, igual que yo. ¡El pecado recae sobre cada uno de nosotros, que pudimos evitar esto y no lo hicimos! Sobre las esposas que no intentaron retener a sus maridos en casa. Sobre los hombres que observaron pero no dijeron nada. Y sobre todos aquellos que sostuvieron las antorchas y mataron a una tribu de hermanos cristianos por un crimen cometido por sus primos lejanos a medio continente de distancia.
»La ley está haciendo su pequeña porción de justicia. Geráo Gregorio Ribeira von Hesse se encuentra en prisión, pero por otro crimen, por haber violado nuestra confianza y contado secretos que no tenía derecho a revelar. No está en prisión por la masacre de los pequeninos, porque no tiene más culpa que los demás que le seguisteis. ¿Me comprendéis? ¡La culpa es de todos nosotros, y todos debemos arrepentirnos juntos, y hacer juntos nuestra penitencia, y rezar a Cristo para que nos perdone a todos juntos por la terrible acción que cometimos con su nombre en nuestros labios!
»Estoy de pie sobre los cimientos de esta nueva capilla, que llevará el nombre del padre Esteváo, Apóstol de los Pequeninos. Los bloques de los cimientos fueron arrancados de las paredes de nuestra catedral: allí hay agujeros ahora, y el viento podrá soplar y la lluvia podrá caer sobre nosotros cuando recemos. Y así permanecerá la catedral, herida y rota, hasta que esta capilla quede terminada.
»¿Y cómo la terminaremos? Os iréis a casa, todos vosotros, a vuestras casas, y abriréis las paredes, y cogeréis los bloques que caigan, y los traeréis aquí. Y también vosotros dejaréis vuestras paredes abiertas hasta que esta capilla se complete.
»Luego abriremos agujeros en las paredes de cada fábrica, de cada edificio de nuestra colonia, hasta que no quede ninguna estructura que muestre la herida de nuestro pecado. Y todas esas heridas permanecerán abiertas hasta que las paredes sean lo suficientemente altas para poner el tejado, que será entonces cubierto y techado con los troncos de los árboles quemados que cayeron en el bosque, intentando defender a su pueblo de nuestras manos asesinas.
»Y entonces vendremos, todos nosotros, a esta capilla, y entraremos de rodillas, uno a uno, hasta que todos nos hayamos arrastrado sobre las tumbas de nuestros muertos, y bajo los cuerpos de esos viejos hermanos que vivieron como árboles en la tercera vida que nuestro Dios misericordioso les concedió hasta que nosotros le pusimos fin. Entonces todos rezaremos pidiendo perdón. Rezaremos a nuestro venerado padre Esteváo para que interceda por nosotros. Rezaremos a Cristo para que incluya nuestro terrible pecado en Su expiación, para que no tengamos que pasar la eternidad en el infierno. Rezaremos a Dios para que nos purifique.
»Sólo entonces repararemos nuestras paredes dañadas y curaremos nuestras casas. Ésa es nuestra penitencia, hijos míos. Recemos para que sea suficiente.
En mitad de un claro cubierto de ceniza, Ender, Valentine, Miro, Ela, Quara, Ouanda y Olhado contemplaban cómo la más honorable de las esposas era descuartizada viva y plantada en el suelo, para que se convirtiera en un nuevo árbol—madre a partir del cadáver de su segunda vida. Mientras moría, las madres supervivientes metieron la mano en una abertura del viejo árbol—madre y rescataron los cadáveres de los hijos muertos y las pequeñas madres que habían vivido allí, y los colocaron sobre el cuerpo sangrante hasta que formaron una pila. En cuestión de una hora, su retoño se alzaría de los cadáveres y buscaría la luz del sol.
Usando su sustancia, crecería rápidamente, hasta tener suficiente grosor y altura para crear una abertura en el tronco. Si crecía suficientemente rápido, si se abría pronto, los pocos bebés supervivientes que se aferraban al interior de la cavidad del viejo árbol—madre muerto podrían transferirse al pequeño refugio del nuevo árbol—madre. Si alguno de los bebés supervivientes eran pequeñas madres, serían llevadas a los padres—árbol supervivientes, Humano y Raíz, para que se apareasen. Si se concebían nuevos bebés dentro de sus cuerpos diminutos, entonces el bosque que había conocido todo lo bueno y lo malo que podían ofrecer los seres humanos sobreviviría.
Si no…, si los bebés eran todos machos, lo cual era posible, o si todas las hembras que hubiera eran estériles, o si todos estaban demasiado heridos por el calor del suelo que arrasó el tronco del árbol—madre hasta matarlo, o si estaban demasiado debilitados por los días de hambre que sufrirían hasta que el nuevo árbol—madre estuviera preparado para ellos…, entonces el bosque moriría con estos hermanos y esposas, y Humano y Raíz vivirían durante un milenio como padres sin tribu. Tal vez alguna otra tribu los honraría y les traería a sus pequeñas madres para que se aparearan. Tal vez. Pero no serían padres de su propia tribu, rodeados de sus hijos.
Serían árboles solitarios sin bosque propio, monumentos únicos al trabajo para el que habían vivido: unir a humanos y pequeninos. En cuanto a la ira contra Guerrero, se había desvanecido. Los padres—árbol de Lusitania estuvieron todos de acuerdo en que la deuda moral en que habían incurrido con la muerte del padre Esteváo había quedado saldada con creces con la masacre del bosque de Raíz y Humano. De hecho, Guerrero había ganado muchos nuevos conversos a su herejía, pues ¿no habían demostrado los humanos que eran indignos del evangelio de Cristo? Eran los pequeninos —decía Guerrero—, los auténticos elegidos para ser receptáculos del Espíritu Santo, mientras que los humanos no tenían ninguna parte de Dios en ellos. «No tenemos necesidad de matar a ningún otro ser humano —dijo—. Sólo tenemos que esperar, y el Espíritu Santo acabará con todos ellos. Mientras tanto, Dios nos ha enviado a la reina colmena para que nos construya naves espaciales. Llevaremos al Espíritu Santo con nosotros para que juzgue cada mundo que visitemos. Seremos el ángel exterminador. Seremos Josué y los israelitas, purgando Canaán para abrir camino al pueblo elegido de Dios.»
Muchos pequeninos lo creían ahora. Guerrero ya no les parecía loco: habían sido testigos de las primeras sacudidas del apocalipsis en las llamas de un bosque inocente. Para muchos pequeninos, ya no había nada que aprender de la humanidad. Dios ya no necesitaba para nada a los seres humanos.
Aquí, sin embargo, en este claro del bosque, con los pies hundidos en cenizas hasta los tobillos, los hermanos y esposas que velaban a su nuevo árbol—madre no creían en la doctrina de Guerrero. Ellos, que conocían mejor que nadie a los seres humanos, habían elegido incluso a humanos para que estuvieran presentes como testigos y ayudantes en su intento de resurrección.
—Porque sabemos que no todos los humanos son iguales, como tampoco lo son todos los pequeninos —dijo Plantador, que era ahora el portavoz de los hermanos supervivientes—. Cristo vive en algunos de vosotros, no así en otros. No todos somos como el bosque de Guerrero, ni vosotros sois todos asesinos.
Así, Plantador estrechó las manos de Miro y Valentine por la mañana, cuando el nuevo árbol—madre consiguió abrir una grieta en su fino tronco, y las esposas transfirieron tiernamente los cuerpos débiles y hambrientos de los bebés supervivientes a su nuevo hogar. Era demasiado pronto para decirlo, pero había motivos para la esperanza: el nuevo árbol—madre se había preparado en sólo un día y medio, y había más de tres docenas de bebés que sobrevivieron para hacer la transición. Al menos una docena podrían ser hembras fértiles, y aunque sólo una cuarta parte de ellas consiguieran engendrar jóvenes, el bosque podría volver a vivir. Plantador estaba temblando.
—Los hermanos nunca han visto esto en toda la historia del mundo —dijo.
Varios de los hermanos se arrodillaron e hicieron la señal de la cruz. Muchos habían estado rezando durante toda la vigilia. Eso hizo pensar a Valentine en algo que le había dicho Quara. Se acercó a Miro y susurró:
—También Ela rezó.
—¿Ela?
Antes del incendio. Quara estaba en el Altar de los Venerados. Rezó a Dios para que nos abriera un camino con el que resolver nuestros problemas.
—Para eso reza todo el mundo.
Valentine pensó en lo que había sucedido en los días transcurridos desde entonces.
—Supongo que estará bastante decepcionada por la respuesta que le ha dado Dios.
—Es lo normal.
—Pero tal vez esto, el árbol—madre abriéndose tan rápidamente, tal vez esto sea el principio de la respuesta.
Miro miró a Valentine, aturdido.
—¿Eres creyente?
—Digamos que sospecho. Sospecho que tal vez hay alguien que se preocupa por lo que nos sucede. Es un paso por encima del simple deseo. Y un paso por debajo de la esperanza.
Miro sonrió débilmente, pero Valentine no supo si eso significaba que estaba complacido o divertido.
—¿Y qué hará Dios a continuación, como respuesta a la plegaria de Ela?
—Esperemos a ver —dijo Valentine—. Nuestro trabajo es decidir qué vamos a hacer nosotros. Sólo tenemos los misterios más profundos del universo por resolver.
—Bueno, eso debe estar justo en el terreno de Dios —observó Miro.
Entonces llegó Ouanda. Como xenóloga, también había estado relacionada con la vigilia, y aunque éste no era su turno, la noticia de la abertura del árbol—madre le había llegado de inmediato. Su aparición había coincidido siempre con la rápida partida de Miro. Esta vez no fue así. Valentine se alegró al ver que los ojos de Miro no se entretenían en Ouanda ni la esquivaban: ella estaba allí, trabajando con los pequeninos, igual que él. Sin duda, todo era una elaborada pretensión de normalidad, pero en la experiencia de Valentine, la normalidad era siempre una pretensión, y la gente actuaba según lo que creía que se esperaba de ellos. Miro había llegado a un punto en que estaba dispuesto a actuar de forma normal en relación a Ouanda, no importaba lo falso que esto pudiera ser para sus auténticos sentimientos. Por otra parte, tal vez no era tan falso, después de todo. Ella le doblaba ahora en edad. No era ya la muchacha que amó.