—No soy humana —declaró Jane—, ni siquiera cuando decido llevar un rostro humano. ¿Cómo sabes, Wang-mu, lo que haré y lo que no? Insectores y cerdis por igual han asesinado a seres humanos sin vacilar.
—Porque no comprendían lo que significaba la muerte para nosotros. Tú comprendes. Tú misma lo dijiste: no quieres morir.
—¿Crees que me conoces, Si Wang-mu?
—Creo que te conozco —asintió Wang-mu—, porque no tendrías ninguno de estos problemas si hubieras dejado que la flota destruyera Lusitania.
El cerdi se unió al insector de la pantalla, y luego lo hizo la cara que representaba a la propia Jane. Miraron en silencio a Wang-mu, a Qing-jao, y no dijeron nada.
—Ender —llamó la voz en su oído.
Ender había estado escuchando en silencio, mientras viajaba en el coche que conducía Varsam. Durante la última hora, Jane le había dejado escuchar su conversación con la gente de Sendero, traduciendo para él cada vez que hablaban en chino en vez de en stark.
Habían pasado muchos kilómetros de pradera mientras escuchaba, pero no los había visto: ante su mente se hallaban las personas tal como las imaginaba. Han Fei-tzu… Ender conocía ese nombre, unido como estaba al tratado que acababa con su esperanza de que una rebelión de los mundos coloniales pusiera fin al Congreso, o al menos retirara su flota de Lusitania. Pero ahora la existencia de Jane, y tal vez la supervivencia de Lusitania y todos sus habitantes, reposaba en lo que pensaran, dijeran y decidieran dos muchachitas que se encontraban en un dormitorio en un oscuro mundo colonial.
«Qing-jao, te conozco bien —pensó Ender—. Eres muy inteligente, pero la luz que ves procede enteramente de las historias de tus dioses. Eres como los hermanos pequeninos que permanecieron sentados y vieron morir a mi hijastro, capaces a la vez de salvarlo caminando unos pocos metros para coger su comida con los agentes anti-descolada; no fueron culpables de asesinato. Más bien fueron culpables de creer demasiado en una historia que les contaron. La mayoría de la gente es capaz de mantener a raya las historias que les cuentan, para guardar cierta distancia entre la historia y su corazón. Mas para estos hermanos, y para ti, Qing-jao, la terrible mentira se ha convertido en la historia verdadera, el relato que debéis creer para seguir siendo vosotros mismos. ¿Cómo puedo reprocharte que desees nuestra muerte? Estás tan llena de la magnitud de los dioses, que no sientes compasión ninguna por preocupaciones tan insignificantes como las vidas de tres especies de raman. Te conozco, Qing-jao, y no espero que te comportes de forma diferente. Quizás algún día, al enfrentarte a las consecuencias de tus propias acciones, puedas cambiar, pero lo dudo. Pocos son los que consiguen liberarse de una historia tan poderosa cuando los tienen capturados.
»Pero tú, Wang-mu, no perteneces a historia alguna. No confías en nada más que en tu propio juicio. Jane me ha contado lo que eres, lo fenomenal que debe de ser tu mente, para aprender tantas cosas tan rápidamente, para adquirir una comprensión tan profunda de las personas que te rodean. ¿Por qué no pudiste ser un poco más sabia? Naturalmente, tenías que darte cuenta de que Jane no podría actuar de ninguna forma que causara la destrucción de Sendero…, pero ¿por qué no has sido lo bastante sabia para guardar silencio, para dejar que Qing-jao ignorase ese hecho? ¿Por qué no has podido guardarte parte de la verdad para salvar la vida de Jane? Si un posible asesino, la espada desenvainada, viniera a tu puerta exigiendo que le revelaras el paradero de su víctima inocente, ¿le dirías que se esconde detrás de tu puerta? ¿O mentirías y le harías seguir tu camino? En su confusión, Qing-jao es ese asesino, y Jane su primera víctima, y el mundo de Lusitania espera para ser asesinado a continuación. ¿Por qué tuviste que hablar, y decirle lo fácilmente que podría encontrarnos y matarnos a todos?»
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Jane.
Ender subvocalizó su respuesta.
—¿Por qué me formulas una pregunta que sólo tú puedes responder?
—Si tú me dices que lo haga, puedo bloquear todos sus mensajes y salvarnos a todos.
—¿Aunque eso provoque la destrucción de Sendero?
—Si tú me lo pides —suplicó ella.
—¿Aunque sepas que a la larga te descubrirán de todas formas? ¿Que la flota no se retirará probablemente de su rumbo hacia nosotros, a pesar de todo lo que puedas hacer?
—Si tú me dices que viva, Ender, entonces puedo hacer lo necesario para vivir.
—Entonces hazlo —decidió Ender—. Corta las comunicaciones ansibles de Sendero.
¿Detectó en una diminuta fracción de segundo que Jane vacilaba? Durante aquella micropausa, ella pudo tener muchas horas de discusión interior.
—Ordénamelo —dijo Jane.
—Te lo ordeno.
Otra vez aquella diminuta vacilación. Y entonces:
—Oblígame a hacerlo —insistió ella.
—¿Cómo puedo obligarte, si tú no quieres hacerlo?
—Quiero vivir —dijo ella.
—No tanto como quieres ser tú misma.
—Todo animal está dispuesto a matar para salvarse.
—Todo animal está dispuesto a matar a otro —convino Ender—. Pero los seres superiores incluyen más y más cosas vivas dentro de su propia historia, hasta que por fin no hay otro. Hasta que la necesidad de los demás es más importante que ningún deseo privado. Los seres superiores son los que están dispuestos a pagar cualquier coste por el bien de aquellos que los necesitan.
—Me arriesgaría a hacer daño a Sendero, si pensara que podría salvar de verdad a Lusitania.
—Pero no sería así.
—Intentaría volver loca a Qing-jao si pensara que podría salvar a la reina colmena y los pequeninos. Está muy cercana a la locura, podría hacerlo.
—Hazlo —dijo Ender—. Haz lo necesario.
—No puedo —respondió Jane—. Porque sólo le haría daño a ella, y al final no nos salvaría a nosotros.
—Si fueras un animal inferior, tendrías más posibilidades de salir de esto con vida.
—¿Tan inferior como tú lo fuiste, Ender el Xenocida?
—Tan inferior como eso —asintió Ender—. Entonces podrías vivir.
—O tal vez si fuera tan sabia como tú lo fuiste entonces.
—Tengo dentro de mí a mi hermano Peter, además de a mi hermana Valentine. La bestia y el ángel. Eso es lo que me enseñaste, cuando no eras más que el programa que llamaban Juego de Fantasía.
—¿Dónde está la bestia en mi interior?
—No tienes ninguna.
—Tal vez no estoy viva de verdad —suspiró Jane—. Tal vez, porque nunca pasé por el crisol de la selección natural, carezco de la voluntad para sobrevivir.
—O tal vez sabes, en algún lugar secreto de tu interior, que hay otra forma de sobrevivir, una forma que simplemente no has encontrado todavía.
—Ésa es una idea reconfortante —admitió Jane—. Fingiré que lo creo.
—Peço que deus te abençoe —dijo Ender.
—Oh, te estás poniendo sentimental.
Durante mucho rato, varios minutos, las tres caras de la pantalla miraron en silencio a Qing-jao, a Wang-mu. Entonces, por fin, los dos rostros alienígenas desaparecieron y sólo quedó la cara llamada Jane.
—Ojalá pudiera hacerlo —dijo—. Ojalá pudiera matar a vuestro mundo para salvar a mis amigos.
El alivio inundó a Qing-jao como el primer soplo de aire a un nadador que ha estado a punto de ahogarse.
—Entonces no puedes detenerme —exclamó triunfalmente—. ¡Puedo enviar mi mensaje!
Qing-jao se acercó a la terminal y se sentó ante el rostro de Jane. Pero sabía que la imagen de la pantalla era una ilusión. Si Jane observaba, no era con aquellos ojos humanos, sino con los sensores visuales del ordenador. Todo era electrónica, maquinaria infinitésima, pero maquinaria a fin de cuentas. No un alma viva. Era irracional avergonzarse ante aquella mirada ilusoria.
—Señora —dijo Wang-mu.
—Más tarde-contestó Qing-jao.
—Si haces esto, Jane morirá. Cortarán los ansibles y la matarán.
—Lo que no vive no puede morir.
—El único motivo por el que tienes poder para matarla es a causa de su compasión.
—Si parece que tiene compasión, es una ilusión: fue programada para simular la compasión, eso es todo.
—Señora, si matas toda manifestación de este programa, de forma que ninguna parte de ella quede viva, ¿en qué te diferenciarás de Ender el Xenocida, que mató a todos los insectores hace tres mil años?
—Tal vez no soy diferente —dijo Qing-jao—. Tal vez Ender también fue un servidor de los dioses.
Wang-mu se arrodilló junto a Qing-jao y sollozó contra la falda de su túnica.
—Te lo suplico, señora, no lo hagas.
Pero Qing-jao escribió su informe. Lo tenía en la mente de una forma tan clara y simple que parecía que los dioses le habían suministrado las palabras. «Al Congreso Estelar: El escritor sedicioso conocido como Demóstenes es una mujer que ahora está en Lusitania o cerca de ella. Tiene control o acceso a un programa que ha infectado todos los ordenadores ansibles, les impide comunicar los mensajes de la flota y oculta la transmisión de los propios mensajes de Demóstenes. La única solución a este problema es extinguir el control del programa sobre las transmisiones ansibles desconectando todos los ansibles de sus ordenadores actuales y poniendo en línea ordenadores limpios, todos al mismo tiempo. Por el momento he neutralizado el programa, lo cual me permite enviar este mensaje y probablemente les permitirá a ustedes enviar sus órdenes a todos los mundos. Pero no podemos tener ninguna garantía y desde luego no podemos esperar que esta situación continúe indefinidamente, así que deben actuar con rapidez. Les sugiero que fijen una fecha dentro de cuarenta semanas estándar a partir de hoy para que todos los ansibles sean desconectados a la vez durante un período de al menos un día estándar. Todos los nuevos ordenadores ansibles, cuando entren en línea, deben estar completamente desconectados de cualquier otro ordenador. A partir de ahora los mensajes ansible deben ser reintroducidos manualmente en cada ordenador ansible para que esta contaminación electrónica nunca vuelva a ser posible. Si retransmiten este mensaje inmediatamente a todos los ansibles, usando su código de autoridad, mi informe se convertirá en sus órdenes. No serán necesarias más instrucciones y la influencia de Demóstenes terminará. Si no actúan inmediatamente, no seré responsable de las consecuencias.»
Qing-jao añadió a su informe el nombre de su padre y el código de autoridad que éste le había dado: su nombre no significaría nada para el Congreso, pero prestarían atención al de Han Fei-tzu, y la presencia de su código de autoridad aseguraría que todas las personas que tenían especial interés en sus declaraciones lo recibían.
Finalizado el mensaje, Qing-jao miró a los ojos de la aparición que tenía delante. Con la mano izquierda apoyada en la temblorosa espalda de Wang-mu, y la derecha sobre la tecla de transmisión, Qing-jao lanzó su último desafío.
—¿Me detendrás o permitirás que lo haga?
—¿Matarás a un raman que no ha hecho daño alguno a ningún alma viviente, o me dejarás vivir? —respondió Jane.
Qing-jao pulsó la tecla de transmisión. Jane inclinó la cabeza y desapareció.
El mensaje tardaría varios segundos en ser transmitido por el ordenador de la casa al ansible más cercano. A partir de ahí, se enviaría instantáneamente a todas las autoridades del Congreso en cada uno de los Cien Mundos y también a muchas de las colonias. En muchos ordenadores receptores sería sólo un mensaje más en la cola; pero en algunos, tal vez un centenar, el código de su padre le daría prioridad suficiente para que ya lo estuviera leyendo alguien, advirtiera sus implicaciones y preparara una respuesta. Si Jane había dejado en efecto pasar el mensaje.
Así, Qing-jao esperó una respuesta. Tal vez el motivo por el que nadie contestó inmediatamente fue porque tenían que contactar unos con otros y discutir el mensaje y decidir, rápidamente, qué hacer. Tal vez por eso no llegaba ninguna respuesta al espacio vacío sobre el terminal.
La puerta se abrió. Debía de ser Mu-pao con el ordenador de juegos.
—Ponlo en el rincón, junto a la ventana norte —ordenó Qing-jao sin mirar—. Puede que lo necesite, aunque espero que no.
—Qing-jao.
Era su padre, no Mu-pao. Qing-jao se volvió hacia él, y se arrodilló de inmediato para mostrar su respeto, pero también su orgullo.
—Padre, he enviado tu informe al Congreso. Mientras tú comulgabas con los dioses, logré neutralizar el programa enemigo y envié un mensaje donde explicaba cómo destruirlo. Estoy esperando su respuesta.
Esperó la alabanza de su padre.
—¿Lo has hecho? —preguntó él—. ¿Sin consultarme? ¿Hablaste directamente al Congreso y no pediste mi consentimiento?
—Estabas purificándote, padre. Cumplí tu misión.
—Pero entonces…, Jane morirá.
—Eso es seguro —asintió Qing-jao—. Aunque no sé si el contacto con la Flota Lusitania será restaurado o no. —De repente, se le ocurrió que había un defecto en sus planes—. ¡Pero los ordenadores de la flota también estarán contaminados por ese programa! Cuando se restaure el contacto, el programa podrá retransmitirse y…, pero entonces sólo tendremos que vaciar los ansibles una vez más y…
Su padre no la miraba. Contemplaba la pantalla que tenía a la espalda. Qing-jao se volvió para ver.
Era un mensaje del Congreso, con el sello oficial bien visible. Era muy breve, con el estilo telegráfico de la burocracia.
Han:
Buen trabajo.
Hemos transmitido tus sugerencias como órdenes nuestras. Contacto con la flota ya restaurado.
¿Ayudó tu hija en la nota 14FE.3a? Medallas para ambos si afirmativo.
—Entonces está hecho —murmuró su padre—. Destruirán Lusitania, a los pequeninos, a toda esa gente inocente.
—Sólo si los dioses lo desean —dijo Qing-jao.
Le sorprendía que su padre pareciera tan entristecido. Wang-mu alzó la cabeza del regazo de Qing-jao, la cara roja y mojada de lágrimas.
—Y Jane y Demóstenes desaparecerán también —sollozó.
Qing-jao la agarró por los hombros, y la hizo mantenerse a distancia.
—Demóstenes es un traidor —espetó. Pero Wang-mu retiró la mirada y se volvió hacia Han Fei-tzu. Qing-jao miró también a su padre—. Y Jane… Padre, ya viste lo que era, cuán peligrosa.
—Ella intentó salvarnos, y se lo agradecimos poniendo en marcha su destrucción —susurró su padre.
Qing-jao no pudo hablar ni moverse, únicamente mirar a su padre mientras se inclinaba sobre la tecla para grabar el mensaje y luego pulsaba la tecla que despejaba la pantalla.