Los hermanos seguían golpeando el exterior del árbol con sus palos. Guerrero rehízo el sonido para formar las palabras de la Lengua de los Padres, pero ahora Quim estaba dentro del sonido, dentro de las palabras.
—Piensas que voy a romper el juramento —dijo Guerrero.
—Se me ocurrió la posibilidad —respondió Quim.
Ahora estaba completamente clavado en el interior del árbol, aunque éste permanecía abierto delante desde la cabeza a los pies. Podía ver, podía respirar fácilmente: su confinamiento no resultaba ni siquiera claustrofóbico. Pero la madera se había adaptado tan hábilmente a su cuerpo que no podía mover un brazo o una pierna, no podía girarse hacia los lados para salir de la abertura. Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la salvación.
—Probaremos —dijo Guerrero. Ahora que escuchaba desde el interior, le resultó más difícil entender el sonido. Más difícil pensar—. Dejemos que Dios juzgue entre tú y yo. Te daremos todo lo que quieras beber, el agua de nuestro arroyo. Pero no tendrás nada de comida.
—Dejarme morir de hambre es…
—¿Morir de hambre? Tenemos tu comida. Te volveremos a alimentar dentro de diez días. Si el Espíritu Santo te permite vivir diez días, te alimentaremos y te dejaremos libre. Entonces creeremos en tu doctrina. Confesaremos que estábamos equivocados.
—El virus me matará antes.
—El Espíritu Santo te juzgará y decidirá si eres digno.
—Hay una prueba aquí —dijo Quim—, pero no es la que tú supones.
—¿No?
—Es la prueba del Juicio Final. Estás ante Cristo, y Él le dice a los que tienen a su diestra: «Fui un extraño y me aceptasteis. Tuve hambre y me disteis de comer. Entrad en la dicha del Señor». Y a los que están a su izquierda: «Tuve hambre y no me disteis nada. Fui un extraño y me maltratasteis». Y todos le dicen: «Señor, ¿cuándo te hicimos esas cosas?», y Él responde: «Si lo hicisteis al menor de mis hermanos, me lo hicisteis a mí». Todos vosotros, hermanos, congregados aquí…, yo soy el menor de vuestros hermanos. Responderéis ante Cristo por lo que me hacéis aquí.
—Idiota —escupió Guerrero—. No te estamos haciendo nada más que mantenerte quieto. Lo que te suceda será lo que Dios desee. ¿No dijo Cristo: «No hago más que lo que he visto hacer al Padre»? ¿No dijo Cristo: «Yo soy el camino. Venid y seguidme»? Bien, te dejamos hacer lo que hizo Cristo. Estuvo sin pan durante cuarenta días en el desierto. Te damos la oportunidad de ser la cuarta parte de santo. Si Dios quiere que creamos en tu doctrina, enviará ángeles a alimentarte. Convertirá las piedras en pan.
—Estás cometiendo un error —dijo Quim.
—Tú cometiste el error de venir aquí.
—Quiero decir que estás cometiendo un error doctrinal. Citas bien los versículos: ayuno en el desierto, piedras convertidas en pan, todo eso. Pero ¿no crees que quedas un poco en evidencia al adjudicarte el papel de Satanás?
Entonces Guerrero se dejó llevar por la furia y rompió a hablar tan rápidamente que la madera empezó a retorcerse y presionar sobre Quim, hasta que éste temió acabar despedazado dentro del árbol.
—¡Tú eres Satanás! ¡Intentas hacernos creer en tus mentiras el tiempo suficiente para que los humanos encontréis un medio de matar a la descolada y apartar a los hermanos de la tercera vida para siempre! ¿Crees que no lo vemos? ¡Conocemos todos vuestros planes, todos! ¡No tenéis secretos! ¡Y Dios tampoco nos guarda secretos! ¡Somos nosotros quienes tenemos la tercera vida, no vosotros! ¡Si Dios os amara, no dejaría que os enterraran en el suelo y que de vosotros no surgieran más que gusanos!
Los hermanos se sentaron alrededor de la abertura del tronco, fascinados por la discusión.
Duró seis días, argumentos doctrinales dignos de cualquiera de los padres de la Iglesia de todos los tiempos. Desde el concilio de Nicea no se consideraron ni sopesaron temas tan importantes.
Los argumentos pasaron de hermano en hermano, de árbol a árbol, de bosque a bosque. Los recuentos del diálogo entre Guerrero y el padre Esteváo llegaban siempre a Raíz y Humano en cuestión de un día. Pero la información no era completa. No comprendieron hasta el cuarto día que Quim estaba prisionero, sin la comida que contenía el inhibidor de la descolada.
Se preparó una expedición de inmediato: Ender y Ouanda, Jakt, Lars y Varsam. El alcalde Kovano envió a Ender y Ouanda porque eran conocidos y respetados entre los cerdis, y a Jakt y a su hijo y su yerno porque no eran lusitanos nativos. Kovano no se atrevía a enviar a ninguno de los colonos nacidos en el planeta: si se difundía la noticia de lo sucedido, nadie podría decir lo que ocurriría. Los cinco cogieron el vehículo más rápido y siguieron las direcciones que les dio Raíz. El viaje duró tres días.
Al sexto día, el diálogo terminó, porque la descolada había invadido tanto el cuerpo de Quim que ya no tenía fuerzas para hablar, y a menudo estaba demasiado delirante y febril para decir nada inteligible cuando lo hacía.
Al séptimo día miró a través de la abertura, hacia arriba, sobre las cabezas de los hermanos que todavía estaban allí, observando.
—Veo al Salvador sentado a la diestra de Dios —susurró. Entonces sonrió.
Una hora después estaba muerto. Guerrero lo sintió y lo anunció triunfalmente a los demás.
—¡El Espíritu Santo ha juzgado, y el padre Esteváo ha sido rechazado!
Algunos hermanos se alegraron. Pero no tantos como esperaba Guerrero.
Al anochecer llegó el grupo de Ender. Los cerdis no pensaron en capturarlos y probarlos: eran demasiados, y de todas formas los hermanos ya no estaban todos de acuerdo. Pronto se encontraron ante el tronco hendido de Guerrero y vieron el rostro embotado y carcomido por la enfermedad del padre Esteváo, apenas visible en las sombras.
—Ábrete y deja salir a mi hijo —pidió Ender.
La abertura en el árbol se ensanchó. Ender extendió la mano y sacó el cuerpo del padre Esteváo. Pesaba tan poco que Ender pensó por un momento que salía por su propio pie, que estaba caminando. Pero no era así. Ender lo tendió en el suelo ante el árbol.
Un hermano marcó un ritmo en el tronco de Guerrero.
—Debe pertenecerte realmente, Portavoz de los Muertos, porque está muerto. El Espíritu Santo lo ha consumido en su segundo bautismo.
—Rompiste un juramento —acusó Ender—. Traicionaste la palabra de los padres-árbol.
—Nadie le tocó un pelo de la cabeza.
—¿Crees que engañas a alguien con tus mentiras? Todo el mundo sabe que no dar su medicina a un hombre moribundo es un acto de violencia igual que si le apuñalaras el corazón. Eso de allí es su medicina. Podríais habérsela dado en cualquier momento.
—Fue Guerrero —se justificó uno de los hermanos presentes.
Ender se volvió a los hermanos.
—Vosotros ayudasteis a Guerrero. No creáis que podéis echarle la culpa a él solo. Ojalá ninguno de vosotros pase a la tercera vida. Y en cuanto a ti, Guerrero, ojalá que ninguna madre repte sobre tu corteza.
—Ningún humano puede decidir esas cosas —observó Guerrero.
—Tú mismo lo decidiste cuando pensaste que podías cometer un asesinato para ganar tu discusión —declaró Ender—. Y vosotros, hermanos, lo decidisteis cuando no le detuvisteis.
—¡No eres nuestro juez! —gritó uno de los hermanos.
—Sí lo soy. Y lo es cada habitante de Lusitania, humano y padre-árbol, hermano y esposa.
Llevaron al coche el cadáver de Quim, y Jakt, Ouanda y Ender se marcharon con él. Lars y Varsam cogieron el vehículo que había usado Quim. Ender se entretuvo unos minutos para comunicarle a Jane un mensaje, a fin de que se lo transmitiera a Miro. No había ningún motivo para que Novinha esperara tres días a oír que su hijo había muerto en manos de los pequeninos. También estaba claro que no querría oírlo de boca de Ender. Si el Portavoz tendría una esposa cuando regresara a la colina, era algo que estaba más allá de su conocimiento. Lo único seguro era que Novinha no tendría a su hijo Esteváo.
—¿Hablarás por él? —preguntó Jakt mientras el coche volaba sobre el capim.
Había oído hablar a Ender una vez en Trondheim.
—No —respondió Ender—. No lo creo.
—¿Porque es sacerdote?
—He hablado por sacerdotes antes —dijo Ender—. No, no hablaré por Quim porque no hay motivo para hacerlo. Quim era exactamente lo que parecía, y murió exactamente como habría elegido, sirviendo a Dios y predicando a los pequeños. No tengo nada que añadir a su historia. Él mismo la completó.
‹Ahora empiezan las muertes.›
‹Es curioso que las comenzara tu pueblo y no los humanos.›
‹Tu pueblo las comenzó también, cuando librasteis vuestras guerras con los humanos.›
‹Nosotros los empezamos, pero las terminaron ellos›
‹¿Cómo se las arreglan estos humanos para empezar con tanta inocencia y acabar siendo al final los que más sangre tienen en las manos?›
Wang-mu contemplaba las palabras y números que se movían en la pantalla situada sobre el terminal de su señora. Qing-jao estaba dormida, respirando suavemente sobre su esterilla. Wang-mu también había dormido durante un rato, pero algo la había despertado. Un grito, no muy lejano; tal vez un grito de dolor. Fue parte del sueño de Wang-mu, pero cuando se despertó oyó los últimos sonidos en el aire. No era la voz de Qing-jao. Un hombre quizás, aunque el sonido era agudo. Un sonido quejumbroso. Hizo que Wang-mu pensara en la muerte.
Pero no se levantó a investigar. No era su misión hacerlo, sino estar con su señora en todo momento, a menos que ella le indicara lo contrario. Si Qing-jao necesitaba oír la noticia de lo que había causado aquel grito, otra criada vendría y despertaría a Wang-mu, quien a su vez despertaría a su señora, pues cuando una mujer tenía una doncella secreta, y hasta que tuviera marido, sólo las manos de la doncella secreta podían tocarla sin invitación.
Así, Wang-mu permaneció tendida, esperando a ver si alguien venía a decirle a Qing-jao por qué un hombre había gritado con tanta angustia, lo bastante cerca para que se oyera en esta habitación situada al fondo de la casa de Han Fei-tzu. Mientras esperaba, sus ojos se sintieron atraídos por la pantalla móvil mientras el ordenador ejecutaba la búsqueda que Qing-jao había programado.
La pantalla dejó de moverse. ¿Había algún problema? Wang-mu se levantó, apoyándose en un brazo, lo suficiente para leer las palabras más recientes aparecidas en la pantalla. La búsqueda había terminado. En esta ocasión el informe no era uno de los cortos mensajes de fracaso: NO ENCONTRADO. NINGUNA INFORMACIÓN. NINGUNA CONCLUSIÓN. Esta vez el mensaje era un informe.
Wang-mu se levantó y se dirigió al terminal. Hizo lo que Qing-jao le había enseñado, pulsar la clave que almacenaba toda la información actual para que el ordenador pudiera guardarla. Entonces se acercó a Qing-jao y colocó delicadamente una mano sobre su hombro.
Qing-jao se despertó casi de inmediato, pues dormía alerta.
—La búsqueda ha encontrado algo —anunció Wang-mu. Qing-jao apartó su sueño tan fácilmente como podría haberlo hecho con una chaqueta suelta. En un momento, se encontró ante el terminal leyendo las palabras que había allí.
—He encontrado a Demóstenes —dijo.
—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Wang-mu, sin aliento.
El gran Demóstenes…, no, el terrible Demóstenes. «Mi señora quiere que lo considere un enemigo.» Pero el Demóstenes, en cualquier caso, cuyas palabras la habían impresionado tanto cuando oyó a su padre leerlas en voz alta: «Mientras haya un ser que obligue a otros a inclinarse ante él porque tiene poder para destruirlos junto con todo lo que tienen y todo lo que aman, entonces todos nosotros debemos tener miedo». Wang-mu había oído aquellas palabras casi en su más tierna infancia (sólo tenía tres años), pero las recordaba bien porque se le habían grabado en la memoria. Cuando su padre las leyó, recordó una escena: su madre hablaba y su padre se enfurecía. No la golpeó, pero tensó los hombros y su mano se sacudió un poco, como si su cuerpo hubiera pretendido golpear y tuviera dificultad para contenerlo. Y cuando lo hizo, aunque no cometió ningún acto violento, la madre de Wang-mu inclinó la cabeza y murmuró algo, y la tensión cesó. Wang-mu supo que había visto lo que describía Demóstenes: su madre se había inclinado ante su padre porque él tenía el poder de hacerle daño. Y Wang-mu tuvo miedo, en ese momento y después, al recordarlo. Por eso, cuando escuchó las palabras de Demóstenes supo que eran verdaderas, y se maravilló de que su padre pudiera pronunciarlas e incluso estar de acuerdo con ellas y no darse cuenta de la contradicción de sus actos. Por eso Wang-mu había escuchado siempre con gran interés todas las palabras del gran, del temible Demóstenes, porque grande o terrible, sabía que decía la verdad.
—No es un hombre —declaró Qing-jao—. Demóstenes es una mujer.
La idea dejó a Wang-mu sin aliento. ¡Claro! Una mujer desde el principio. No era extraño que hubiera tanta compasión en Demóstenes; «es una mujer, y sabe lo que es ser gobernada por otros a cada momento. Es una mujer, y por eso sueña con la libertad, con una hora en que no haya ningún deber aguardando. No era extraño que hubiera revolución ardiendo en sus palabras, y sin embargo éstas continuaran siempre siendo palabras y nunca violencia. Pero ¿por qué no ve esto Qing-jao? ¿Por qué ha decidido que las dos debemos odiar a Demóstenes?».
—Una mujer llamada Valentine —continuó Qing-jao, y luego, con asombro en su voz—: Valentine Wiggin, nacida en la Tierra hace más…, hace más de tres mil años.
—¿Es una diosa, para vivir tanto tiempo?
—Viaja. De mundo en mundo, sin quedarse en ningún sitio más que unos cuantos meses. Lo suficiente para escribir un libro. Todas las grandes historias bajo el nombre de Demóstenes fueron escritas por la misma mujer, y sin embargo nadie lo sabe. ¿Cómo puede no ser famosa?
—Tal vez quiere esconderse —apuntó Wang-mu, comprendiendo muy bien por qué una mujer querría esconderse tras un nombre de hombre—. Yo también lo haría si pudiera, para poder viajar también de mundo en mundo y ver un millar de lugares y vivir diez mil años.
—Subjetivamente, sólo tiene cincuenta y tantos años. Aún es joven. Se quedó en un mundo durante muchos años, se casó y tuvo hijos. Pero ahora ha vuelto a marcharse. A… —Qing-jao jadeó.
—¿Adónde?
—Cuando dejó su casa se llevó a su familia consigo en una nave. Primero se encaminaron hacia Paz Celestial y pasaron cerca de Catalunya, ¡y luego fijaron un rumbo directo a Lusitania!