—¿Qué está haciendo?
—Ha saqueado mis archivos, cosa que no resulta difícil, porque no pensé que tendría que protegerlos contra ningún compañero xenobiólogo. Ha estado construyendo los inhibidores que he intentado introducir en las plantas…, bastante fácil, porque dejé detalladamente explicado el proceso. Sólo que en vez de introducirlo en algo, está entregándolo directamente a la descolada.
—¿Qué quieres decir con «entregándolo»?
—Ésos son sus mensajes. Eso es lo que les está enviando con sus preciosos transportadores de mensajes. Si los transportadores son lenguaje o no, no es algo que vaya a quedar establecido con un falso experimento como ése. Pero sea inteligente o no, sabemos que la descolada se adapta con una eficacia diabólica… y puede que Quara esté ayudándola a adaptarse a algunas de mis mejores estrategias para bloquearla.
—Traición.
—Esto es. Está suministrando al enemigo nuestros secretos militares.
—¿Has hablado con ella?
—'Sta brinando? Claro que falei. Ela quase me matou. (¿Estás bromeando? Claro que le hablé. Por poco me mata.)
—¿Ha tratado con éxito a alguno de los virus?
—Ni siquiera está intentándolo. Es como si corriera a la ventana y gritara: «¡Vienen a mataros!». No está haciendo ciencia, sino política entre especies, sólo que ni siquiera sabemos si el otro lado tiene política o no, únicamente que Quara podría ayudar a que nos matara más rápidamente de lo que hemos imaginado siquiera.
—Nossa Senhora —murmuró Ender—. Es demasiado peligroso. No puede jugar con una cosa como ésta.
—Tal vez ya sea demasiado tarde…, no puedo saber si ha hecho algún daño o no.
—Entonces tenemos que detenerla.
—¿Cómo, rompiéndole los brazos?
—Hablaré con ella, pero es demasiado mayor, o demasiado joven, para atender a razones. Me temo que acabará convirtiéndose en asunto del alcalde, no nuestro.
Sólo cuando Novinha habló se dio cuenta Ender de que su esposa había entrado en la habitación.
—En otras palabras, cárcel —dijo—. Pretendes encerrar a mi hija. ¿Cuándo ibas a informarme?
—La cárcel no se me había ocurrido —protestó Ender—. Esperaba que el alcalde le cerrara el acceso a…
—Ése no es el trabajo del alcalde —objetó Novinha—. Es el mío. Yo soy la xenobióloga jefe. ¿Por qué no acudiste a mí, Elanora? ¿Por qué a él?
Ela permaneció en silencio, mirando fijamente a su madre. Así manejaba los conflictos con su madre, con resistencia pasiva.
—Quara está fuera de control, Novinha —dijo Ender—. Revelar secretos a los padres-árbol ya fue suficientemente malo. Hacerlo con la descolada es una locura.
—Es psicologista, agora? (¿Ahora eres psicólogo?)
—No pretendo encerrarla.
—No tienes que pretender nada. No con mis niños.
—Eso es —asintió Ender—. No voy a hacer nada con niños. Sin embargo, tengo una responsabilidad para hacer algo con un ciudadano de Milagro que está poniendo en peligro la supervivencia de todos los seres humanos de este planeta, y tal vez en todas partes.
—¿Y dónde recibiste esa noble responsabilidad, Andrew? ¿Bajó Dios de la montaña y talló tu licencia para gobernar a la gente sobre tablas de piedra?
—Muy bien —suspiró Ender—. ¿Qué me sugieres?
—Sugiero que te mantengas apartado de asuntos que no te conciernen. Francamente, Andrew, eso lo incluye casi todo. No eres xenobiólogo. No eres físico. No eres xenólogo. De hecho no eres nada, excepto un fisgón profesional de la vida de los demás.
Ela abrió la boca.
—¡Madre!
—Lo único que te da poder es esa maldita joya de tu oído. Ella te susurra secretos, te habla de noche cuando estás en la cama con tu esposa, y cada vez que quiere algo, allá vas a una reunión donde no tienes nada que hacer, diciendo lo que quiera que ella te dice. ¡Y acusas a Quara de cometer traición! Por lo que a mí respecta, tú eres el que está traicionando a personas reales por un pedazo de software demasiado crecido.
—Novinha —dijo Ender.
Se suponía que era el principio de un intento para calmarla. Pero ella no estaba interesada en dialogar.
—No te atrevas a intentar convencerme, Andrew. Todos estos años pensé que me amabas…
—Te amo.
—Pensé que realmente te habías convertido en uno de nosotros, en parte de nuestras vidas.
—Lo soy.
—Pensé que era real…
—Lo es.
—Pero sólo eres lo que el obispo Peregrino nos advirtió desde el principio, Un manipulador. Un controlador. Tu hermano gobernó a toda la humanidad, ¿no es ésa la historia? Pero tú no eres tan ambicioso. Te contentas con un planeta pequeño.
—En el nombre de Dios, madre, ¿te has vuelto loca? ¿No conoces a este hombre?
—¡Eso creía! —Novinha estaba llorando ahora—. Pero nadie que me amara dejaría que mi hijo se marchara a enfrentarse con esos cerdis asesinos…
—¡No podría haber detenido a Quim, madre! ¡Nadie habría podido!
—Ni siquiera lo intentó. ¡Lo aprobó!
—Sí —admitió Ender—. Pensé que tu hijo actuaba de manera noble y valiente, y lo aprobé. Sabía que aunque el peligro no era grande, sí era real, y sin embargo decidió ir… y lo aprobé. Es exactamente lo que tú habrías hecho, y espero que sea lo que yo haría en su mismo lugar. Quim es un hombre, un buen hombre, tal vez un gran hombre. No necesita tu protección, ni la quiere. Ha decidido cuál es la obra de su vida y la está realizando. Lo admiro por eso, y lo mismo deberías hacer tú. ¿Cómo te atreves a sugerir que ninguno de nosotros podría haberse interpuesto en su camino?
Novinha guardó por fin silencio, por el momento al menos. ¿Medía las palabras de Ender? ¿Advertía lo inútil y lo cruel que era por su parte dejar marchar a Quim con su furia en lugar de con su esperanza? Durante ese silencio, Ender aún alentó alguna esperanza.
Entonces el silencio terminó.
—Si vuelves a entrometerte en la vida de mis hijos, acabaré contigo —aseguró Novinha—. Y si algo le sucede a Quim, cualquier cosa, te odiaré hasta el día de tu muerte, y rezaré para que ese día llegue pronto. No lo sabes todo, hijo de puta, y es hora de que dejes de actuar como si fuera así.
Se dirigió a la puerta, pero entonces decidió no hacer una salida teatral. Se volvió hacia Ela y habló con notable calma.
—Elanora, tomaré medidas inmediatas para bloquear el acceso de Quara a los archivos y el equipo que pueda usar para ayudar a la descolada. En el futuro, querida, si vuelvo a oírte hablar de asuntos del laboratorio con cualquiera, sobre todo con este hombre, te prohibiré entrar en el laboratorio de por vida. ¿Comprendes?
Una vez más, Ela respondió con el silencio.
—Ah —suspiró Novinha—. Veo que me ha robado más de mis hijos de lo que yo creía.
Entonces se marchó.
Ender y Ela permanecieron sentados, aturdidos, en silencio. Por fin, Ela se levantó, aunque no dio un solo paso.
—Tendría que hacer algo —dijo—, pero por mi vida que no se me ocurre nada.
—Tal vez deberías ir con tu madre y demostrarle que sigues estando a su lado.
—Pero no lo estoy-replicó Ela—. De hecho, estaba pensando que tal vez debería acudir al alcalde y proponerle que destituya a madre como xenobióloga jefe; está claro que se ha vuelto loca.
—No —dijo Ender—. Si hicieras algo así, la matarías.
—¿A madre? Es demasiado dura para morir.
—No. Ahora mismo es tan frágil que cualquier golpe podría matarla. No a su cuerpo. Su confianza. Su esperanza. No le des ningún motivo para pensar que no estás con ella, no importa lo que pase.
Ela lo miró, exasperada.
—¿Es algo que tú decides o te viene de forma natural?
—¿De qué estás hablando?
—Madre acaba de decirte cosas que deberían haberte enfurecido, o lastimado, o algo…, y te quedas aquí sentado intentando pensar en formas de ayudarla. ¿No te apetece nunca abofetear a nadie? Quiero decir, ¿nunca pierdes los estribos?
—Ela, después de haber matado inadvertidamente a un par de personas con las manos desnudas, aprendes a controlar tus nervios o pierdes tu humanidad.
—¿Tú has hecho eso?
—Sí —respondió él.
Pensó por un momento que ella estaba sorprendida.
—¿Crees que podrías volver a hacerlo?
—Probablemente.
—Bien. Puede que sea útil cuando el infierno se desate.
Entonces se echó a reír. Era un chiste. Ender se sintió aliviado. Incluso se rió débilmente con ella.
—Iré a ver a madre —aseguró Ela—, pero no porque tú me lo hayas dicho, ni por las razones que has mencionado.
—Muy bien, pero hazlo.
—¿No quieres saber por qué voy a quedarme con ella?
—Ya sé por qué.
—Por supuesto. Ella estaba equivocada, ¿verdad? Sí que lo sabes todo.
—Vas a ir a ver a tu madre porque es lo más doloroso que podrías hacerte a ti misma en este momento.
—Haces que parezca feo.
—Es la cosa buena más dolorosa que podrías hacer. Es el trabajo más desagradable que hay. Es la carga más pesada.
—Ela la mártir, certo? ¿Es eso lo que dirás cuando hables por mí tras mi muerte?
—Si debo hablar de tu muerte, tendré que grabarlo por adelantado. Pretendo morir mucho antes que tú.
—Entonces, ¿no vas a dejar Lusitania?
—Por supuesto que no.
—¿Aunque madre te eche?
—No puede. No tiene motivos para el divorcio, y el obispo Peregrino nos conoce a ambos lo suficiente para reírse ante cualquier petición de nulidad basándose en una proclama de no consumación.
—Ya sabes lo que quería decir.
—Estoy aquí para quedarme. No más falsa inmortalidad con la dilatación temporal. Estoy cansado de dar vueltas por el espacio. Nunca dejaré la superficie de Lusitania.
—¿Aunque eso te mate? ¿Aunque venga la flota?
—Si todo el mundo puede marcharse, entonces me marcharé. Pero seré yo quien apague las luces y cierre la puerta.
Ella corrió hacia él, lo besó en la mejilla y lo abrazó, sólo por un instante. Luego salió y Ender se quedó solo una vez más.
Se había equivocado con Novinha, pensó. No estaba celosa de Valentine. Era de Jane. «Todos estos años me ha visto hablar en silencio con Jane, todo el tiempo, diciendo cosas que ella nunca podía oír, oyendo cosas que ella nunca podía transmitir. He perdido su confianza en mí y ni siquiera me di cuenta de que la estaba perdiendo.»
Incluso ahora, debía de estar subvocalizando. Debía de estar hablando con Jane por un hábito tan profundo que ni siquiera sabía que lo estaba haciendo, porque ella le respondió.
—Te lo advertí —dijo.
«Supongo que sí», contestó Ender en silencio.
—Nunca crees que entiendo a los seres humanos.
«Supongo que estás aprendiendo.»
—Ella tiene razón, ¿sabes? Eres mi marioneta. Te manipulo constantemente. Hace años que no tienes un pensamiento propio.
—Cállate —susurró él—. No estoy de humor.
—Ender, si crees que te ayudaría a no perder a Novinha, quítate la joya de la oreja. A mí no me importaría.
—Pero a mí sí.
—Te estaba mintiendo, a mí también me importaría. Pero si tienes que hacerlo, para conservarla, hazlo.
—Gracias. Pero sería una tontería intentar conservar a alguien a quien ya he perdido claramente.
—Cuando vuelva Quim, todo se arreglará.
«Eso es —pensó Ender—. Eso es.»
«Por favor, Dios, cuida del padre Esteváo.»
Sabían que el padre Esteváo se acercaba. Los pequeninos lo sabían siempre. Los padres-árbol se lo contaban todo unos a otros. No había secretos. No es que lo quisieran así. Podría existir un padre-árbol que quisiera guardar un secreto o decir una mentira. Pero no podían hacerlo solos exactamente. Nunca tenían experiencias privadas. Así, si un padre-árbol deseara guardarse algo para sí, habría otro cercano que no pensaría lo mismo. Los bosques siempre actuaban en unidad, pero seguían estando compuestos de individuos, y por eso las historias pasaban de un bosque a otro a pesar de lo que unos cuantos padres-árbol pudieran querer.
Quim sabía que ésa era su protección. Porque aunque Guerrero fuera un hijo de puta sediento de sangre (a pesar de que ése era un epíteto absurdo referido a los pequeninos), no podía hacer nada al padre Esteváo sin persuadir a los hermanos de su bosque para que actuaran como él quería. Y si lo hacía, alguno de los otros padres-árbol de su bosque lo sabría, y lo contaría. Habría testigos. Si Guerrero rompía el juramento que todos los padres-árbol habían hecho treinta años atrás, cuando Andrew Wiggin envió a Humano a la tercera vida, no podría hacerlo en secreto. Todo el mundo lo sabría, y Guerrero sería conocido como perjuro. Sería algo vergonzoso. ¿Qué esposa permitiría a los hermanos que llevaran una madre para él entonces? ¿Qué motivos volvería a tener mientras viviera?
Quim estaba a salvo. Tal vez no lo escucharían, pero tampoco le harían daño.
Sin embargo, cuando llegó al bosque de Guerrero, no perdieron el tiempo en escucharlo. Los hermanos lo agarraron, lo tiraron al suelo y lo arrastraron hasta Guerrero.
—Esto no era necesario —dijo—. Iba a venir aquí de todas formas.
Un hermano empezó a golpear el árbol con sus palos. Quim atendió la música cambiante mientras Guerrero alteraba los huecos en su interior, transformando el sonido en palabras.
—Has venido porque yo lo ordené.
—Tú ordenaste. Yo he venido. Si quieres pensar que has causado mi venida, así sea. Pero las órdenes de Dios son las únicas que obedezco de corazón.
—Estás aquí para oír la voluntad de Dios —sentenció Guerrero.
—Estoy aquí para decir la voluntad de Dios —respondió Quim—. La descolada es un virus, creado por Dios para convertir a los pequeninos en sus dignos hijos. Pero el Espíritu Santo no tiene ninguna encarnación. Es perpetuamente espíritu, y así puede habitar en nuestros corazones.
—La descolada habita en nuestros corazones, y nos otorga vida. Cuando habita en tu corazón, ¿qué te da?
—Un Dios. Una fe. Un bautismo. Dios no predica una cosa a los humanos y otra a los pequeninos.
—No somos «pequeños». Ya verás quién es poderoso y quién es pequeño.
Lo obligaron a permanecer de pie con la espalda apoyada contra el tronco de Guerrero. Sintió que la corteza cambiaba tras él. Lo empujaron. Muchas pequeñas manos, muchos morros respirando sobre su cuerpo. En todos los años transcurridos, nunca había considerado aquellas manos, aquellas caras, como pertenecientes a enemigos. E incluso ahora, advirtió Quim con alivio, no los consideraba sus propios enemigos. Eran los enemigos de Dios, y los compadecía por ello. Fue un gran descubrimiento para él, incluso mientras lo empujaban al vientre de un padre-árbol asesino, comprobar que no albergaba miedo ni odio en su interior. «Realmente no temo a la muerte. No lo sabía.»