—La habrá mientras tú vivas —dijo Wang-mu—. ¿Quién se encargará de esos grandes experimentos cuando tú ya no estés?
—Por eso hay tanta prisa —contestó Jane.
—¿Para qué me necesitas? —preguntó el Maestro Han—. No soy físico ni tengo ninguna esperanza de aprender suficiente sobre el tema en los próximos meses para que sirva de algo. Si alguien puede hacer algo, es tu físico encarcelado. O tú misma.
—Todo el mundo necesita un crítico imparcial para que diga: «¿Habéis pensado en esto?», o incluso: «Ya basta de ese callejón sin salida, pensad en otro sistema». Para eso te necesito. Te informaremos acerca de nuestro trabajo, y tú lo examinarás y dirás todo lo que se te ocurra. No sabemos qué observación casual podrá disparar la idea que estamos buscando.
El Maestro Han asintió, admitiendo aquella posibilidad.
—El segundo problema en el que estoy trabajando es aún más retorcido —dijo Jane—. Consigamos o no viajar más rápido que la luz, algunos pequeninos tendrán naves estelares y podrán abandonar Lusitania. El problema es que llevan en su interior el virus más insidioso y terrible conocido, uno que destruye toda forma de vida que toca excepto las pocas que pueden convertirse en una especie deformada de vida simbiótica que depende por completo de la presencia de ese virus.
—La descolada —dijo el Maestro Han—. Una de las justificaciones que se han usado a veces para que el Pequeño Doctor acompañara a la flota.
—Y puede que en efecto sea una justificación. Desde el punto de vista de la reina colmena, es imposible elegir entre una forma de vida u otra, pero como Andrew me ha señalado frecuentemente, los seres humanos no tienen ese problema. Si hay que elegir entre la supervivencia de la humanidad y la de los pequeninos, él elegiría a la humanidad, y por su bien yo también lo haría.
—Y yo —asintió el Maestro Han.
—Puedes estar seguro de que los pequeninos sienten lo mismo al revés —dijo Jane—. Si no en Lusitania, entonces en algún lugar, de algún modo, se producirá una terrible guerra en la que los humanos usarán el Ingenio D.M. y los pequeninos la descolada como arma biológica definitiva. Existe una buena probabilidad de que las dos especies se aniquilen. Así que siento cierta urgencia por la necesidad de encontrar un virus sustituto de la descolada, uno que ejecute todas las funciones necesarias en el ciclo vital de los pequeninos sin ninguna de sus capacidades depredadoras y autoadaptadoras. Una forma inerte y selectiva del virus.
—Creía que había formas de neutralizar la descolada. ¿No toman fármacos con el agua que beben en Lusitania?
—La descolada sigue anulando sus fármacos y adaptándose a ellos. Es una serie de carreras contrarreloj. Tarde o temprano la descolada ganará una, y entonces ya no habrá más humanos contra los que correr.
—¿Quieres decir con eso que el virus es inteligente? —preguntó Wang-mu.
—Así lo cree una de las científicas de Lusitania. Una mujer llamada Quara. Otros disienten. Pero, desde luego, el virus actúa como si fuera inteligente, al menos cuando se trata de adaptarse a los cambios de su entorno y a transformar a otras especies para que sirvan sus necesidades. Personalmente, considero que Quara tiene razón. Creo que la descolada es una especie inteligente con un lenguaje propio, que usa para difundir rápidamente información de un extremo del mundo a otro.
—No soy virólogo —objetó el Maestro Han.
—Sin embargo, si pudieras echar un vistazo a los estudios de Elanora Ribeira von Hesse…
—Por supuesto que los miraré. Sólo desearía poder tener tu esperanza en que podré serte de ayuda.
—Y luego está el tercer problema —prosiguió Jane—. Tal vez el más simple de todos. Los agraciados por los dioses de Sendero.
—Ah, sí —suspiró el Maestro Han—. Tus destructores.
—No por elección libre. No tengo nada contra vosotros. Pero hay algo que me gustaría conseguir antes de morir: encontrar un medio de alterar vuestros genes ya alterados, de forma que al menos las generaciones futuras puedan quedar libres de los DOC inducidos deliberadamente, sin que pierdan su extraordinaria inteligencia.
—¿Dónde encontrarás científicos dispuestos a trabajar en algo que el Congreso considerará seguramente una traición? —preguntó el Maestro Han.
—Lusitania —apuntó Wang-mu.
—Sí —dijo Jane—. Con vuestra ayuda, puedo pasar el problema a Elanora.
—¿No está trabajando en el problema de la descolada?
—Nadie puede trabajar en algo a todas horas. Esto será un cambio de ritmo que tal vez la ayude a relajarse de su trabajo en la descolada. Además, vuestro problema en Sendero puede ser relativamente fácil de resolver. Después de todo, vuestros genes alterados fueron creados originariamente por genetistas normales y corrientes que trabajaban para el Congreso. Las únicas barreras han sido políticas, no científicas. Ela quizá lo considere un asunto simple. Ya me ha dicho cómo debemos empezar. Necesitamos unas cuantas muestras de tejidos, al menos para empezar. Que un técnico médico de aquí realice un análisis por ordenador a nivel molecular. Puedo encargarme de la maquinaria el tiempo suficiente para asegurarme de que los datos que Elanora necesita se reúnan durante el análisis, y luego le transmitiré los datos genéticos. Es simple.
—¿De quién necesitas el tejido? —preguntó el Maestro Han—. No puedo pedirle a todos mis visitantes que me den una muestra.
—La verdad es que esperaba que pudieras —dijo Jane—. Hay tantos que van y vienen… Podemos usar piel muerta, ya sabes. Quizás incluso muestras fecales o de orina puedan contener células sanguíneas.
El Maestro Han asintió.
—Puedo hacerlo.
—Si son muestras fecales, yo me encargaré —sugirió Wang-mu.
—No —replicó el Maestro Han—. No estoy por encima de hacer todo lo que sea necesario para ayudar, incluso con mis propias manos.
—¿Tú? —preguntó Wang-mu—. Me he ofrecido voluntaria porque temía que humillaras a otros sirvientes pidiéndoles que lo hicieran.
—Nunca volveré a pedir a nadie que haga algo tan bajo y humillante que yo me niegue a hacer.
—Entonces lo haremos juntos —apuntó Wang-mu—. Por favor, recuerda, Maestro Han: tú ayudarás a Jane leyendo y respondiendo a los informes, mientras que las tareas manuales son la única manera en que yo puedo colaborar. No insistas en hacer lo que puedo hacer yo. Dedica en cambio tu tiempo a las cosas que sólo dependen de ti.
Jane interrumpió antes de que el Maestro Han tuviera tiempo de responder.
—Wang-mu, quiero que tú también leas los informes.
—¿Yo? Pero si no tengo educación ninguna.
—No importa —insistió Jane.
—Ni siquiera los entenderé.
—Entonces yo te ayudaré —dijo el Maestro Han.
—Esto no es justo —protestó Wang-mu—. No soy Qing-jao. Éste es el tipo de trabajo que ella podría hacer. No es para mí.
—Os observé a Qing-jao y a ti a través de todo el proceso que condujo a mi descubrimiento. Muchas de las claves procedieron de ti, Si Wang-mu, no de ella.
—¿De mí? Nunca intenté…
—No intentaste. Observaste. Estableciste relaciones en tu mente. Formulaste preguntas.
—Fueron preguntas estúpidas —objetó Wang-mu.
Sin embargo, en su corazón, se sintió contenta: ¡alguien lo había visto!
—Preguntas que ningún experto habría hecho —replicó Jane—. No obstante, fueron exactamente las preguntas que condujeron a Qing-jao a sus más importantes logros conceptuales. Puede que no seas una agraciada, Wang-mu, pero tienes dones propios.
—Leeré y responderé —accedió Wang-mu—, pero también reuniré muestras de tejidos. Todas las muestras de tejidos, para que el Maestro Han no tenga que hablar a esos visitantes agraciados y escuchar las alabanzas por un acto terrible que no ha cometido.
El Maestro Han todavía se opuso.
—Me niego a aceptar que tus actos…
Jane lo interrumpió.
—Han Fei-tzu, sé sabio. Wang-mu, como criada, es invisible. Tú, como señor de la casa, eres tan sutil como un tigre en un patio de recreo. Nada de lo que hagas pasará inadvertido. Deja que Wang-mu haga lo que sabe hacer mejor.
«Sabias palabras —pensó Wang-mu—. ¿Por qué me pides entonces que responda al trabajo de científicos, si cada persona debe dedicarse a lo que sabe hacer mejor?»
Sin embargo, guardó silencio. Jane les indicó que empezaran tomando sus propias muestras de tejidos; luego Wang-mu se dedicó a recoger muestras del resto del servicio de la casa. Encontró la mayoría de lo que necesitaba en peines y ropas sin lavar. En cuestión de unos días reunió muestras de una docena de visitantes agraciados, también tomadas de sus ropas. Nadie tuvo que tomar muestras fecales, después de todo. Pero ella habría estado dispuesta.
Qing-jao se dio cuenta de su presencia, por supuesto, pero la ignoró. A Wang-mu le dolía que la tratara tan fríamente, pues antes fueron amigas y Wang-mu todavía la amaba, o al menos amaba a la joven que había sido Qing-jao antes de la crisis. Sin embargo, no había nada que Wang-mu pudiera decir o hacer para restaurar su amistad. Ella había elegido otro camino.
Wang-mu guardó todas las muestras de tejidos cuidadosamente separadas y etiquetadas. No obstante, en vez de llevarlas a un técnico médico, encontró un medio mucho más simple. Vestida con algunas de las ropas viejas de Qing-jao, para parecer una estudiante agraciada en vez de una criada, se dirigió a la facultad más cercana y les dijo que trabajaba en un proyecto cuya naturaleza no podía divulgar, y solicitó humildemente que realizaran un análisis de las muestras de tejidos que llevaba. Como esperaba, no hicieron ninguna pregunta a una muchacha agraciada, aunque fuera una completa desconocida. En cambio, llevaron a cabo los análisis moleculares, y Wang-mu sólo pudo asumir que Jane había cumplido su promesa: que había tomado el control del ordenador y conseguido que el análisis incluyera todas las operaciones que Ela necesitaba.
De vuelta a casa, Wang-mu destruyó todas las muestras que había recogido y quemó el informe que le habían dado en la facultad. Jane tenía ya lo que necesitaba: era absurdo correr el riesgo de que Qing-jao o tal vez un criado de la casa a sueldo del Congreso descubriera que Han Fei-tzu estaba trabajando en un experimento biológico. Y en cuanto a alguien que la reconociera como la joven agraciada que había visitado la facultad…, no había ninguna posibilidad. Nadie que buscara a una muchacha agraciada por los dioses miraría siquiera a una criada como ella.
Así que has perdido a tu mujer y yo he perdido a la mía —dijo Miro.
Ender suspiró. De vez en cuando a Miro le apetecía charlar, y como su amargura estaba siempre a flor de piel, su charla tendía a ir directamente al grano y además era bastante desagradable. Ender no podía pedirle que se callara: Valentine y él eran casi las únicas personas que podían escuchar con paciencia la lenta articulación de Miro, sin mostrarle signos de impaciencia. Miro pasaba tanto tiempo acumulando pensamientos sin expresarlos, que sería una crueldad hacerle callar solamente porque no tenía tacto.
A Ender no le complacía que le recordara que Novinha lo había abandonado. Intentaba mantener aquella idea apartada de su mente, mientras trabajaba en otros problemas: en el de la supervivencia de Jane, sobre todo, y también un poco en todos los demás. Pero con las palabras de Miro, aquella sensación de dolor, vacío y pánico regresó. «Ella no está aquí. No puedo hablar y tener su respuesta. No puedo preguntar y hacerla recordar. No puedo cogerla de la mano. Y, lo más terrible de todo: tal vez no podré volver a hacerlo nunca.»
—Eso parece —dijo Ender.
—Probablemente no te gustará equipararlas —prosiguió Miro—. Después de todo, ella ha sido tu esposa durante treinta años, y Ouanda fue mi novia tal vez durante unos cinco. Pero eso sólo si empiezas a contar a partir de la pubertad. Ella fue mi amiga, mi amiga más íntima a excepción de Ela, desde que era pequeño. Así que, bien pensado, he pasado con Ouanda la mayor parte de mi vida, mientras que tú sólo has estado con madre la mitad de la tuya.
—Ahora me siento mucho mejor —dijo Ender.
—No te pongas de mala leche conmigo.
—No me obligues a ello.
Miro se echó a reír. Con demasiada fuerza.
—¿Estás de mal humor, Andrew? —Rió—. ¿Has perdido los estribos?
Era demasiado. Ender giró en su silla, apartándose del terminal donde había estado estudiando un modelo simplificado de la red ansible, intentando imaginar dónde podría encontrarse el alma de Jane en aquel entramado aleatorio. Se quedó mirando firmemente a Miro, hasta que éste dejó de reír.
—¿Te he hecho algo? —preguntó Ender.
Miro pareció más enfadado que avergonzado.
—Tal vez necesitara que lo hicieras —espetó—. ¿No se te ha ocurrido nunca? Todos os habéis mostrado muy respetuosos. Dejad que Miro conserve su dignidad. Dejadlo que se obsesione hasta volverse loco, ¿no? No habléis de lo que le sucedió. ¿No te parece que alguna vez me hizo falta alguien que me alegrara?
—¿No crees que yo no necesito eso?
Miro se volvió a reír, pero esta vez un poco más tarde, con más amabilidad.
—Has dado en el clavo. Me trataste como te gusta que te traten cuando estás apenado, y ahora te estoy tratando como a mí me gustaría ser tratado. Nos prescribimos mutuamente nuestra propia medicina.
—Tu madre y yo estamos casados todavía.
—Déjame decirte una cosa con la sabiduría de mis veinte años de vida. Será más fácil cuando empieces a admitir que nunca la recuperarás. Que está permanentemente fuera de tu alcance.
—Ouanda lo está. Novinha no.
—Ella está con los Hijos de la Mente de Cristo. Es un convento de monjas, Andrew.
—No tanto. Es una orden monástica en la que sólo pueden ingresar parejas casadas. No puede hacerlo sin mí.
—Ya —dijo Miro—. Podrás recuperarla cuando te unas a los Filhos. Ya te veo como dom Cristáo.
Ender no pudo dejar de reírse ante la idea.
—Durmiendo en camas separadas. Rezando todo el tiempo. Sin tocarse mutuamente.
—Si eso es el matrimonio, Andrew, entonces Ouanda y yo estamos casados ahora mismo.
—Lo es, Miro. Porque las parejas de los Filhos da Mente de Cristo trabajan juntos, y realizan un trabajo juntos.
—Entonces nosotros estamos casados. Tú y yo. Porque estamos intentando salvar a Jane juntos.
—Sólo amigos —objetó Ender—. Somos sólo amigos.
—Rivales es más exacto. Jane nos mantiene a los dos como a amantes en vilo.