‹¿Qué dice Raíz?›
‹Dice que Ender está a medias en lo cierto. Raíz dice que la realidad física es un mensaje… y el mensaje es una pregunta que los filotes hacen continuamente a Dios›
‹¿Cuál es la pregunta?›
‹Dos palabras: ¿Por qué?›
‹¿Y cómo les contesta Dios?›
‹Con vida; Raíz dice que la vida es la manera en que Dios da sentido al universo.›
Toda la familia de Miro fue a recibirlo cuando regresó a Lusitania. Después de todo, lo querían. Y él los amaba también a ellos, y después de un mes en el espacio ansiaba su compañía. Sabía (intelectualmente, al menos) que su mes en el espacio había sido para ellos un cuarto de siglo. Se había preparado para las arrugas en la cara de su madre, incluso para que Grego y Quara fueran adultos en la treintena. Lo que no había previsto, al menos no visceralmente, era que se hubieran convertido en extraños. No, peor que extraños. Eran extraños que lo compadecían y creían conocerlo y lo trataban como a un niño. Todos eran más viejos que él. Todos ellos. Y todos más jóvenes, porque el dolor y la pérdida no los había tocado de la forma en que lo habían tocado a él.
Ela fue la mejor, como de costumbre. Lo abrazó y lo besó.
—Me haces sentir mortal —le dijo—. Pero me alegro de verte joven.
Al menos tuvo el coraje de admitir que entre ellos había una barrera inmediata, aunque pretendiera que esa barrera era su juventud. Cierto, Miro estaba exactamente tal como lo recordaban. Su rostro, al menos. El hermano perdido durante tanto tiempo había regresado de entre los muertos; el fantasma que viene a atormentar a la familia, eternamente joven. Pero la auténtica barrera era la forma en que se movía. La forma en que hablaba.
Obviamente, habían olvidado lo incapacitado que estaba, lo mal que su cuerpo respondía a su lesión cerebral. El paso vacilante, el habla retorcida y difícil: sus recuerdos habían anulado todas aquellas cosas desagradables y le recordaban como era antes del accidente. Después de todo, sólo llevaba impedido unos pocos meses antes de que se marchara a su viaje dilatador en el tiempo. Resultaba fácil olvidarlo, y recordar en cambio al Miro que habían conocido durante tantos años antes. Fuerte, sano, el único capaz de enfrentarse al hombre que habían llamado padre. No podían ocultar su conmoción. Él notaba en sus vacilaciones, en sus miradas furtivas, el intento de ignorar que su forma de hablar resultaba difícil de entender, que caminaba lentamente.
Él podía sentir su impaciencia. En cuestión de minutos vio que algunos empezaban a buscar excusas para marcharse. Tenían mucho que hacer esta tarde. «Te veré en la cena.» Toda la situación los incomodaba tanto que debían escapar, tomarse su tiempo para asimilar aquella versión de Miro que acababa de volver a ellos, o quizá para planear cómo evitarlo lo máximo posible en el futuro. Grego y Quara fueron los peores, los más impacientes por marcharse, lo que le dolió: antaño le adoraban. Por supuesto, comprendía que por eso les resultaba tan difícil tratar con el Miro roto que encontraban ante ellos. Su visión del antiguo Miro era la más ingenua y por tanto la más dolorosamente contradicha.
—Pensamos en celebrar una gran cena familiar —dijo Ela—. Madre quería, pero se me ocurrió que deberíamos esperar. Darte más tiempo.
—Espero que no me hayáis estado esperando para cenar todo este tiempo —ironizó Miro.
Sólo Ela y Valentine parecieron advertir que estaba bromeando: fueron los únicos en responder de manera natural, con una risita. Los demás, por lo que Miro sabía, ni siquiera habían entendido sus palabras.
Todos se encontraban en la alta hierba que se extendía junto al campo de aterrizaje, su familia entera: su madre, ahora en la sesentena, el cabello gris acero, la cara sombría de intensidad, como siempre. Sólo que ahora la expresión estaba marcada profundamente en las líneas de su frente, en las arrugas junto a la boca. Su cuello era una ruina. Miro advirtió que algún día moriría. No hasta dentro de treinta o cuarenta años, probablemente, pero algún día. ¿Se había dado cuenta antes de lo hermosa que era? Había creído que, de algún modo, casarse con el Portavoz de los Muertos la suavizaría, la rejuvenecería. Y tal vez así había sido, tal vez Andrew Wiggin la había vuelto joven de corazón. Pero el cuerpo seguía siendo lo que el tiempo había hecho de él. Era vieja.
Ela, en la cuarentena. No la acompañaba marido alguno, pero tal vez estaba casada y él simplemente no había venido. Aunque lo más probable era que no lo estuviera. ¿Estaba casada con su trabajo? Parecía sinceramente contenta de verlo, pero ni siquiera ella podía ocultar la expresión de piedad y preocupación. ¿Había esperado que un mes de viajar a la velocidad de la luz lo curaría de algún modo? ¿Había creído que saldría de la lanzadera tan fuerte y osado como un dios que surcara los espacios en alguna vieja novela?
Quim, ahora con la túnica de sacerdote. Jane le había dicho a Miro que su hermano, el que le seguía, era un gran misionero. Había convertido más de una docena de bosques de pequeninos, los había bautizado y, bajo la autoridad del obispo Peregrino, había ordenado sacerdotes entre ellos, para que administraran los sacramentos a su propio pueblo. Bautizaron a todos los pequeninos que emergieron de las madres-árbol, a todas las madres antes de que murieran, a todas las esposas estériles que atendían a las pequeñas madres y sus retoños, a todos los hermanos que buscaban una muerte gloriosa, y a todos los árboles. Sin embargo, sólo las esposas y los hermanos podían recibir la comunión, y en cuanto al matrimonio, resultaba difícil pensar en una forma significativa para ejecutar un rito semejante entre un padre-árbol y las larvas ciegas y sin mente que se emparejaban con ellos. Sin embargo, Miro descubrió en los ojos de Quim una especie de exaltación. Era el brillo del poder bien usado: Quim era el único miembro de la familia Ribera que había sabido toda la vida lo que deseaba hacer. Y ahora lo estaba haciendo. A pesar de las dificultades teológicas, era el san Pablo de los cerdis, y eso lo llenaba de constante alegría. «Has servido a Dios, hermanito, y Dios te ha convertido en su siervo.»
Olhado, con sus ojos plateados resplandeciendo, el brazo alrededor de una mujer hermosa, rodeado por seis niños; el más joven, un bebé; la mayor, una adolescente. Aunque todos los niños miraban con ojos naturales, habían adquirido la expresión alejada de su padre. No fijaban la vista, simplemente se quedaban mirando. Con Olhado, aquello era natural. A Miro le perturbó pensar que tal vez Olhado había engendrado una familia de observadores, registradores ambulantes que acumulaban experiencias para reproducirlas más tarde, pero no se implicaban nunca del todo. Pero no, eso tenía que ser una mala impresión. Miro nunca se había sentido cómodo con Olhado, y cualquiera que fuese el parecido que los hijos de Olhado tuvieran con su padre estaba destinado a hacer que Miro se sintiera también incómodo con ellos. La madre era bastante bonita. Probablemente todavía no tenía los cuarenta años. ¿Qué edad tendría cuando Olhado se casó con ella? ¿Qué tipo de mujer era, para aceptar a un hombre con ojos artificiales? ¿Grababa Olhado cuando hacían el amor, y repetía las imágenes para que ella observara cómo se veía en sus ojos?
Miro se sintió inmediatamente avergonzado por la idea. «¿Es esto todo lo que puedo pensar cuando observo a Olhado… en su deformidad? ¿Después de todos los años que hace que lo conozco? Entonces, ¿cómo puedo esperar que vean en mí algo más que mis deformidades cuando me miren?
Marcharse de aquí fue una buena idea. Me alegro de que Andrew Wiggin la sugiriera. Lo único absurdo es haber vuelto. ¿Por qué estoy aquí?»
Casi contra su voluntad, Miro se volvió hacia Valentine. Ella le sonrió, y le pasó el brazo por los hombros.
—No es tan malo —dijo.
«¿No es tan malo el qué?»
Yo sólo tengo un hermano para recibirme —explicó—. Toda tu familia ha venido a verte.
—Es verdad.
Sólo entonces habló Jane, y su voz le atormentó al oído.
—No toda.
«Cállate», dijo Miro en silencio.
—¿Sólo un hermano? —dijo Andrew Wiggin—. ¿Sólo yo?
El Portavoz de los Muertos dio un paso al frente y abrazó a su hermana. Pero ¿veía Miro incomodidad allí también? ¿Era posible que Valentine y Andrew Wiggin sintieran timidez el uno del otro? Qué risa. Valentine, atrevida como nadie (era Demóstenes, ¿no?), y Wiggin, el hombre que había irrumpido en sus vidas y rehecho su familia sin tener siquiera dá licença. ¿Podían ser tímidos? ¿Podían sentirse extraños?
—Has envejecido miserablemente —observó Andrew—. Fina como un cable: ¿No te mantiene bien Jakt?
—¿No cocina Novinha? —preguntó Valentine—. Además, pareces más estúpido que nunca. He llegado justo a tiempo para ser testigo de tu estado vegetativo mental completo.
—Y yo que creía que venías a salvar el mundo.
—El universo. Pero primero a ti.
Ella volvió a poner un brazo alrededor de Miro, y rodeó a Andrew con el otro. Se dirigió a los demás.
—Sois muchos, pero siento como si os conociera a todos. Espero que pronto sintáis lo mismo hacia mí y mi familia.
Tan simpática. Tan capaz de tranquilizar a la gente. «Incluso a mí —pensó Miro—. Simplemente, maneja a la gente. Igual que hace Andrew Wiggin. ¿Lo aprendió ella de él, o fue al revés? ¿O es algo innato en la familia? Después de todo, Peter fue el manipulador supremo de todos los tiempos, el Hegemón original. Qué familia. Tan extraña como la mía. Sólo que la de ellos es extraña por ser genios, mientras que la mía es extraña por el dolor que compartimos durante muchos años a causa de lo retorcido de nuestras almas. Y yo soy el más extraño, el más dañado de todos. Andrew Wiggin vino a sanar las heridas entre nosotros, y lo hizo bien. Pero las heridas internas, ¿pueden llegar a curarse alguna vez?»
—¿Qué tal una merienda campestre? —preguntó Miro.
Esta vez, todos se echaron a reír. «¿Cómo ha sido, Andrew, Valentine? ¿Los he tranquilizado? ¿He ayudado a calmar las cosas? ¿He ayudado a todos a pretender que se alegran de verme, de que tienen alguna idea de quién soy?»
—Ella quiso venir —dijo Jane al oído de Miro.
«Cállate —repitió Miro—. De todas formas no quiero que venga.»
—Pero te verá más tarde.
«No.»
—Está casada. Tiene cuatro hijos.
«Eso para mí no es nada ahora.»
—No ha pronunciado tu nombre en sueños durante años.
«Creía que eras mi amiga.»
—Lo soy. Puedo leer tu mente.
«Eres una zorra metomentodo y no puedes leer nada.»
—Irá a verte mañana por la mañana. A la casa de tu madre.
«No estaré allí.»
—¿Crees que puedes escapar de esto?
Durante la conversación con Jane, Miro no oyó nada de lo que los otros decían, pero no importaba. El marido y los hijos de Valentine habían salido de la nave, y ella los estaba presentando. Sobre todo a su tío, naturalmente. A Miro le sorprendió ver el respeto con que le hablaban. Pero claro, ellos sabían quién era en realidad Ender el Xenocida, sí, pero también el Portavoz de los Muertos, el que había escrito la Reina Colmena y el Hegemón. Miro lo sabía ahora, por supuesto, pero cuando conoció a Wiggin fue con hostilidad: sólo era un Portavoz de los Muertos itinerante, un ministro de la religión humanista que parecía decidida a alterar la familia de Miro. Cosa que había hecho. «Creo que tuve más suerte que ellos —pensó Miro—. Llegué a conocerlo como persona antes de conocerlo como una gran figura en la historia humana. Probablemente, ellos nunca lo conocerán como yo.
»En realidad yo tampoco lo conozco en absoluto. No conozco a nadie, y nadie me conoce a mí. Nos pasamos la vida suponiendo lo que pasa dentro de los demás, y cuando tenemos suerte y acertamos, creemos "comprender". Qué tontería. Incluso un mono ante un ordenador puede teclear una palabra de vez en cuando.
»No me conocéis, ninguno —dijo en silencio—. Menos que nadie la zorra metomentodo que vive en mi oído. ¿Has oído eso?»
—Con ese volumen tan alto, ¿cómo podría evitarlo?
Andrew colocaba el equipaje en un coche. Había espacio solamente para un par de pasajeros.
—Miro, ¿quieres venir en el coche con Novinha y conmigo?
Antes de que pudiera responder, Valentine le cogió del brazo.
—Oh, no lo hagas —rogó—. Camina con Jakt y conmigo. Hemos pasado demasiado tiempo en la nave.
—Es verdad —ironizó Andrew—. Su madre no lo ha visto en veinticinco años, pero tú quieres que dé un paseo. Eres todo consideración.
Andrew y Valentine mantenían el tono peleón que habían establecido desde el principio, de forma que no importaba lo que Miro decidiera; lo convertirían entre risas en una elección entre los dos Wiggin. En ningún momento tendría Miro que decir: «Necesito dar un paseo porque estoy lisiado». Ni tendría ninguna excusa para ofenderse porque le habían dispuesto un tratamiento especial. Salió tan bien que se preguntó si Valentine y Andrew lo habían preparado de antemano. Tal vez no tenían que discutir cosas así. Tal vez habían pasado tantos años juntos que sabían cómo cooperar para suavizar las cosas para otras personas sin tener siquiera que hablar de ello. Como actores que han representado los mismos papeles juntos tan a menudo que pueden improvisar sin la más mínima confusión.
—Iré caminando —decidió Miro—. Cogeré el camino largo. Los demás podéis adelantaros.
Novinha y Ela protestaron, pero Miro vio que Andrew ponía la mano sobre el brazo de su esposa, y en cuanto a Ela, guardó silencio cuando Quim le pasó el brazo por los hombros.
—Ven derecho a casa —pidió Ela—. Por mucho que tardes, ven a casa.
—¿Adónde si no? —preguntó Miro.
Valentine no sabía qué hacer con Ender. Era sólo su segundo día en Lusitania, pero estaba segura de que pasaba algo malo. No es que no hubiera causas para que Ender estuviera preocupado, distraído. La había informado de los problemas que tenían los xenobiólogos con la descolada, las tensiones entre Grego y Quara, y por supuesto, siempre estaba la flota del Congreso, amenazándolos con la muerte desde el cielo. Pero Ender se había enfrentado a preocupaciones y tensiones antes, muchas veces en sus años como Portavoz de los Muertos. Se había zambullido en los problemas de naciones y familias, comunidades e individuos, esforzándose por comprenderlos y luego purgar y sanar las enfermedades del corazón. Nunca había respondido como ahora.
O quizá lo había hecho, en una ocasión.
Cuando eran niños y Ender estaba siendo educado para comandar la flota enviada contra todos los mundos insectores, lo enviaron de regreso a la Tierra para pasar unas vacaciones… la calma antes de la última tormenta. Ender y Valentine habían estado separados desde que él tenía cinco años, sin permitírseles siquiera una carta sin supervisar entre ellos. Entonces, de repente, cambiaron de política, y lo enviaron con Valentine. Ender se encontraba en una residencia privada cerca de su ciudad natal, y se pasaba los días nadando y flotando tranquilamente en un lago privado.