Ender el xenocida (19 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Ender el xenocida
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Pero no se lavó. Ni cayó al suelo para seguir líneas en las vetas de la madera. En cambio, avanzó tambaleándose hacia la puerta, con la intención de bajar a la habitación de su padre.

La puerta se lo impidió. No físicamente (se abrió tan fácilmente como siempre), pero no fue capaz de franquearla. Había oído hablar de estas cosas, cómo los dioses capturaban a sus siervos desobedientes en las puertas, pero a ella nunca le había sucedido. No podía comprender cómo estaba retenida. Su cuerpo era libre de moverse. No había ninguna barrera. Sin embargo, sentía una amenaza tan asfixiante ante la idea de atravesar la puerta que comprendió que no podría hacerlo, que los dioses requerían algún tipo de penitencia, algún tipo de purificación o nunca la dejarían salir de la habitación. No era seguir las vetas de la madera, ni lavarse las manos. ¿Qué exigían los dioses?

Entonces, de repente, supo por qué los dioses no la dejaban atravesar la puerta. Era el juramento que su padre le había requerido por el bien de su madre. El juramento de que siempre serviría a los dioses, sin importar lo que sucediera. Y aquí había estado al borde del desafío. «¡Madre, perdóname! No desafiaré a los dioses. Pero debo ir a mi padre y explicarle la terrible situación en la que nos han colocado los dioses. ¡Madre, ayúdame a atravesar esta puerta!» Como en respuesta a su súplica, se le ocurrió cómo podría atravesarla. Sólo tenía que fijar la mirada en un punto en el aire justo ante la esquina superior derecha de la puerta, y sin apartar la mirada de ese punto, atravesar de espaldas la puerta con el pie derecho, sacar la mano izquierda, luego girar hacia la izquierda, arrastrar hacia atrás la pierna izquierda hasta atravesar la puerta, luego avanzar el brazo derecho. Fue complicado y difícil, como un baile, pero moviéndose lentamente, con mucho cuidado, logró hacerlo. La puerta la liberó. Y aunque todavía sentía la presión de su propia suciedad, parte de la intensidad se había difuminado. Era soportable. Podía respirar sin jadear, hablar sin tartamudeos.

Bajó las escaleras y llamó al timbre ante la puerta de su padre.

—¿Es mi hija, mi Gloriosamente Brillante? —preguntó el padre.

—Sí, noble señor —dijo Qing-jao.

—Estoy dispuesto a recibirte.

Abrió la puerta de su padre y entró en la habitación; esta vez no hizo falta ningún ritual. Se dirigió al lugar donde estaba sentado ante su terminal y se arrodilló ante él en el suelo.

—He examinado a tu Si Wang-mu, y creo que tu primer contrato ha sido digno —dijo su padre.

Las palabras tardaron un momento en adquirir significado. ¿Si Wang-mu? ¿Por qué le hablaba su padre de una antigua diosa? Alzó la cabeza, sorprendida, y entonces miró hacia donde su padre estaba mirando: a una joven criada con una limpia túnica gris, arrodillada humildemente, mirando al suelo. Tardó un instante en recordar a la niña del arrozal, en recordar que iba a ser su doncella secreta. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Sólo habían transcurrido unas pocas horas desde que la dejó. Sin embargo, en ese tiempo, Qing-jao había luchado contra los dioses, y si no había vencido, al menos no había resultado derrotada. ¿Qué era el contrato de una sirvienta comparada con una batalla con los dioses?

—Wang-mu es impertinente y ambiciosa —continuó su padre—, pero también es honesta y mucho más inteligente de lo que podrías suponer. Supongo por su mente brillante y su clara ambición que las dos pretendéis que sea tu alumna además de tu doncella secreta.

Wang-mu jadeó, y cuando Qing-jao la miró, vio lo aterrada que parecía la muchacha. «Oh, sí, debe de creer que yo sospecho que le ha contado a mi padre nuestro plan secreto.»

—No te preocupes, Wang-mu —intervino Qing-jao—. Mi padre casi siempre adivina los secretos. Sé que no se lo has dicho.

—Desearía que hubiera más secretos tan sencillos como éste —suspiró el padre—. Hija mía, alabo tu digna generosidad. Los dioses te honrarán por esto, como lo hago yo.

Las palabras de alabanza fueron como un ungüento para una herida punzante. Tal vez por eso su rebeldía no la había destruido, por eso algún dios se había apiadado de ella y le había mostrado cómo atravesar la puerta de su habitación. Porque había juzgado a Wang-mu con piedad y sabiduría, olvidando la impertinencia de la niña. La propia Qing-jao estaba siendo perdonada, al menos un poco, por su atrevimiento.

«Wang-mu no se arrepiente de su ambición —pensó Qing-jao—… Yo tampoco me arrepentiré de la decisión que he tomado. No debo permitir que mi padre sea destruido porque no puedo encontrar, o inventar, una explicación no divina a la desaparición de la Flota Lusitania. Sin embargo, ¿cómo puedo desafiar los designios de los dioses? Han escondido o destruido la flota. Las obras de los dioses deben ser reconocidas por sus obedientes siervos, aunque deban permanecer ocultas a los no creyentes de otros mundos.»

—Padre —dijo Qing-jao—, debo hablar contigo de mi tarea.

Su padre malinterpretó su vacilación.

—Podemos hablar delante de Wang-mu. Ha sido contratada para ser tu doncella secreta. Ya hemos enviado el contrato a su padre y se han sugerido las primeras barreras de intimidad en su mente. Podemos confiar en que nos oirá y no lo contará nunca.

—Sí, padre —acató Qing-jao. En realidad, había vuelto a olvidar que Wang-mu estaba allí—. Padre, sé quién ha escondido la Flota Lusitania. Pero debes prometerme que nunca se lo dirás al Congreso Estelar.

Su padre, que por lo general era tranquilo, pareció levemente inquieto.

—No puedo hacer semejante promesa —respondió—. Sería indigno de mí convertirme en un sirviente desleal.

¿Qué podía hacer ella, entonces? ¿Cómo podía hablar? Sin embargo, ¿cómo podía no hacerlo?

—¿Quién es tu amo? —gritó—. ¿El Congreso o los dioses?

—Primero los dioses —contestó él—. Siempre son lo primero.

—Entonces, debo decirte que he descubierto que los dioses son los que han escondido la flota, padre. Pero si le dices esto al Congreso, se burlarán de ti y quedarás arruinado. —Entonces se le ocurrió otra idea—. Si fueron los dioses quienes detuvieron la flota, padre, entonces la flota debe haber ido en contra de los dioses después de todo. Y si el Congreso Estelar envió a la flota contra la voluntad de…

Su padre alzó una mano para demandar silencio. Ella se interrumpió inmediatamente e inclinó la cabeza. Esperó.

—Por supuesto que son los dioses —convino su padre.

Sus palabras fueron a la vez un alivio y una humillación. «Por supuesto», había dicho. ¿Lo había sabido desde el principio?

—Los dioses hacen todas las cosas que suceden en el universo. Pero no asumas que sabes el porqué. Dices que deben haber detenido la flota porque se oponían a su misión. Pero yo digo que el Congreso no podía haberla enviado en primer lugar si los dioses no lo hubieran querido. Así pues, ¿por qué no podría ser que los dioses detuvieran a la flota porque su misión era tan ingente y noble que la humanidad no era digna de ella? ¿Y si ocultaron a la flota para proporcionarte una prueba difícil para ti? Una cosa es segura: los dioses han permitido que el Congreso Estelar gobierne a la mayoría de la humanidad. Mientras ostenten el mandato del cielo, los habitantes de Sendero seguiremos sus edictos sin oposición.

—No pretendía oponerme…

No pudo terminar una falsedad tan evidente.

Su padre comprendió perfectamente, por supuesto.

—Oigo que tu voz se apaga y tus palabras se pierden en la nada. Esto es porque sabes que tus palabras no son ciertas. Pretendes oponerte al Congreso Estelar, a pesar de todo lo que te he enseñado. —Entonces su voz se volvió más amable—. Pretendías hacerlo por mi bien.

—Eres mi antepasado. Te debo más a ti que a ellos.

—Soy tu padre. No me convertiré en tu antepasado hasta que haya muerto.

—Por el bien de madre, entonces. Si ellos pierden el mandato del cielo, entonces seré su más terrible enemiga, pues serviré a los dioses. —Sin embargo, mientras hablaba, comprendió que sus palabras eran una peligrosa verdad a medias. Hasta hacía tan sólo unos minutos, hasta que quedó atrapada en la puerta, ¿no había estado dispuesta a desafiar incluso a los dioses por el bien de su padre? «Soy una hija indigna y terrible», pensó.

—Te digo ahora, mi hija Gloriosamente Brillante, que oponerse al Congreso nunca será por mi bien. Ni por el tuyo tampoco. Pero te perdono por amarme en exceso. Es el más dulce y amable de los vicios.

Sonrió. Eso calmó su agitación, aunque sabía que no merecía la aprobación de su padre. Qing-jao pudo pensar de nuevo, para volver a su rompecabezas.

—Sabías que los dioses hicieron esto, y sin embargo me hiciste buscar la respuesta.

—Pero ¿te has formulado la pregunta adecuada? —dijo su padre—. La cuestión que necesitamos responder es: ¿Cómo lograron los dioses que fuera posible?

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Qing-jao—. Podrían haber destruido la flota, u ocultarla, o llevarla a algún lugar secreto del Oeste…

—¡Qing-jao! Mírame, óyeme bien.

Ella lo miró. Su orden tajante la ayudó a calmarla, a centrarse.

—Esto es algo que he intentado enseñarte toda tu vida, pero ahora tienes que aprenderlo, Qing-jao. Los dioses son la causa de todo lo que sucede, pero siempre actúan bajo disfraz. ¿Me oyes?

Ella asintió. Había oído aquellas palabras cientos de veces.

—Oyes y sin embargo no me comprendes, ni siquiera ahora. Los dioses han elegido al pueblo de Sendero, Qing-jao. Sólo nosotros tenemos el privilegio de oír su voz. Sólo a nosotros se nos permite comprender que son la causa de todo lo que es y todo lo que será. Para todas las demás personas, sus obras permanecen ocultas, son un misterio. Tu tarea no consiste en descubrir la auténtica causa de la desaparición de la Flota Lusitania…, todo Sendero sabría de inmediato que la verdadera causa es que los dioses desearon que sucediera. Tu tarea radica en descubrir el disfraz que los dioses han creado para este caso.

Qing-jao se sintió mareada, aturdida. Había estado segura de que tenía la respuesta, de que había cumplido su misión. Ahora todo se le escapaba. La respuesta seguía siendo verdad, pero su tarea había cambiado radicalmente.

—Ahora mismo, porque no podemos encontrar una explicación natural, los dioses se revelan para que toda la humanidad los vea, los no creyentes y los creyentes por igual. Los dioses están desnudos y nosotros debemos vestirlos. Debemos encontrar la serie de hechos que los dioses han creado para explicar la desaparición de la flota, para hacer que parezca natural a los no creyentes. Creía que lo comprendías. Servimos al Congreso Estelar, pero sólo porque sirviendo al Congreso servimos también a los dioses. Los dioses desean que engañemos al Congreso, y el Congreso desea ser engañado.

Qing-jao asintió, aturdida por la decepción de ver que su tarea todavía no había finalizado.

—¿Te parece despiadado por mi parte? —preguntó su padre—. ¿Soy deshonesto? ¿Soy cruel con los no creyentes?

—¿Juzga una hija a su padre? —susurró Qing-jao.

—Por supuesto que sí. Todos los días las personas se juzgan unas a otras. La cuestión es si juzgamos con sabiduría.

—Entonces, considero que no es pecado hablar a los no creyentes en la lengua de su incredulidad —replicó Qing-jao.

¿Había una sonrisa en las comisuras de la boca de su padre?

—Comprendes —dijo—. Si alguna vez el Congreso viene a nosotros, buscando humildemente averiguar la verdad, entonces les enseñaremos el Camino y se convertirán en parte del Sendero. Hasta entonces, servimos a los dioses ayudando a los no creyentes a engañarse a sí mismos pensando que todas las cosas suceden porque tienen explicaciones naturales.

Qing-jao se inclinó hasta que su cabeza casi tocó el suelo.

—Has intentado enseñarme esto muchas veces, pero hasta ahora, nunca había tenido una tarea a la que se aplicara este principio. Perdona la estupidez de tu indigna hija.

—No tengo ninguna hija indigna-aseguró su padre—. Sólo tengo a mi hija que es Gloriosamente Brillante. El principio que has aprendido hoy es uno que pocos en Sendero comprenderán jamás de verdad. Por eso sólo unos pocos podemos tratar directamente con gente de otros mundos sin confundirlos o contrariarlos. Me has sorprendido hoy, hija, no porque no hubieras comprendido aún, sino porque has llegado a comprenderlo tan joven. Yo tenía casi diez años más que tú cuando lo descubrí.

—¿Cómo puedo aprender algo antes que tú, padre?

La idea de superar uno de sus logros parecía casi inconcebible.

—Porque me tienes a mí para enseñarte, mientras que yo tuve que descubrirlo solo. Veo que te asusta pensar que tal vez has aprendido algo siendo más joven que yo. ¿Crees que me deshonraría verme superado por mi hija? Al contrario: no puede existir mayor honor para un padre que tener un hijo más grande que él.

—Yo nunca podré ser más grande que tú, padre.

—En cierto sentido, eso es cierto, Qing-jao. Porque eres mi hija, todas tus obras están incluidas dentro de las mías, como un subconjunto de mí, igual que todos nosotros somos subconjuntos de nuestros antepasados. Pero tienes tanto potencial para la grandeza en tu interior que a mi entender llegará un momento en que seré considerado más grande debido a tus obras que a las mías. Si alguna vez la gente de Sendero me juzga digno de algún honor singular, será al menos tanto por tus logros como por los míos.

Con eso, su padre se inclinó ante ella, no de forma cortés para indicar que se marchara, sino como señal de profundo respeto, casi tocando el suelo con la cabeza. No del todo, pues casi habría sido una burla que lo hiciera en honor a su propia hija. Pero sí cuanto la dignidad permitía.

Aquello la confundió por un momento, la asustó. Entonces comprendió. Cuando su padre daba a entender que su probabilidad de ser elegido dios de Sendero dependía de la grandeza de ella, no hablaba de algún vago evento futuro. Hablaba del aquí y del ahora. Hablaba de su tarea. Si ella podía encontrar el disfraz de los dioses, la explicación natural a la desaparición de la Flota Lusitania, entonces su elección como dios de Sendero quedaría asegurada. Hasta este punto confiaba en ella. Hasta este punto era importante su tarea. ¿Qué era su mayoría de edad, comparada con la deificación de su padre? Debía trabajar con más ahínco, pensar mejor, y tener éxito donde todos los recursos de los militares y el Congreso habían fracasado. No por ella misma, sino por su madre, por los dioses, y por la oportunidad de su padre de convertirse en uno de ellos.

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