Es por ti (14 page)

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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

BOOK: Es por ti
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El responsable paseó su desconfiada mirada desde Martín a Luz una y otra vez, sin saber qué pensar. Y, mientras Martín lucía su mejor sonrisa, Luz se frotaba las manos que mantenía escondidas en el regazo.

—Está bien. Subo a coger unas cosas y me vuelvo a marchar.

Cuando el hombre desapareció por el vano de la puerta, Luz se acodó sobre la mesa y apoyó la frente en las manos a la vez que exhalaba un profundo suspiro. Se había librado por los pelos. Martín acercó una de las sillas y la observó interesado.

—Tengo una curiosidad. —Ella levantó la cabeza temerosa. Ya había tenido demasiados sobresaltos para ser las diez menos veinte de la mañana de un martes—. Si llego a venir de rojo ¿qué hubiera sido: Superman o Spiderman?

Se quedó tan estupefacta que tardó dos largos minutos en soltar la carcajada que aquel comentario merecía.

—¿Qué te parece Flash? —preguntó sin poder dejar de reír.

—No sé si las alitas de la cabeza me favorecerían demasiado.

Cuando Leire salió de su despacho media hora más tarde a por su dosis de cafeína, le pareció escuchar risas desde lo alto de la escalera.

• • •

Luz se dirigía hacia la biblioteca con varios de los libros en préstamo que le habían devuelto entre los brazos y, cuando pasaba por la sala de exposiciones, se le cayó el que transportaba encima. El sonido retumbó por toda la estancia. Las cinco personas que estaban contemplando los cuadros se dieron la vuelta y miraron en su dirección. Se disculpó entre dientes, se agachó y, a duras penas, consiguió volver a ponerlo encima de los otros. Ninguna de aquellas amables y educadas personas acudió en su ayuda.
Nada, majos, vosotros seguid a lo vuestro
.

Continuó su camino trastabillando bajo el peso de los volúmenes. Solo hacía un mes que trabajaba en la Fundación, y ya estaba a punto de colgarse un cartel del cuello en el que pusiera “Chica para todo”. Al igual que el Carrefour, ella ofrecía tres productos por el precio de uno. A saber, secretaria, bibliotecaria y señora de la limpieza en un mismo pack.
Voy a tener que pedir un aumento de sueldo en breve
.

La Fundación había habilitado una pequeña colección, especializada en arte que contaba con unos tres mil libros, situados en la misma estancia en la que había estado la antigua biblioteca de la casa. Al tener tan pocos fondos todo era muy familiar. Y esa familiaridad se traducía en que nadie había considerado la necesidad de poner a una persona que gestionara los documentos.
Con llevar un pequeño registro de los que se consultan, ya vale
, le había dicho su jefe.
No le llevará mucho tiempo
. Pero, por supuesto, no le había informado que, aparte de apuntar quién se llevaba cada libro, había que organizarlos, colocarlos, consignarlos como recibidos, pedirlos, mandarlos a forrar cuando eran obras importantes, reclamar aquellos que no hubieran devuelto los lectores, ordenarlos y pasarles la bayeta cuando se llenaban de polvo.

Y todo ese trabajo había recaído en ella.

Abrió la puerta con cuidado y vio nueve o diez personas dentro. Al fondo había una mesa con un ordenador para que los investigadores tomaran algún apunte o consultaran alguna fuente especializada. En la mayoría de los casos, los libros se los llevaban a casa, sin embargo, había bastantes ocasiones en las que los hojeaban allí mismo, sentados con toda comodidad en los ocho sillones dispuestos para ello.

Echó un vistazo rápido por encima de los reposacabezas de los asientos. Todos los sitios estaban ocupados. Ella sospechaba que algunos de aquellos estudiosos habían adoptado aquella habitación como refugio y no tenían nada mejor que hacer.

Colocó la pila de libros sobre la mesa, con cuidado para no hacer demasiado ruido. Con el primero en la mano, se acercó hasta la última de las estanterías, al lado de los ventanales, e hizo deslizar la escalera hasta el sitio adecuado. Si ella, con su apenas metro sesenta y dos, era incapaz de llegar a la tercera balda no iba a soñar con colocar nada en la quinta sin ayuda.

Martín, con disimulo, movió el sillón en el que estaba sentado para mejorar su perspectiva de la habitación. Cuando había entrado en la mansión, Luz no estaba en su mesa y se había sentido decepcionado al no encontrarla. Debía de estar volviéndose un poco masoquista porque tenía que reconocer que pasar un rato con ella le estimulaba mucho más de lo que quería reconocer. Era gracioso pensar que había tenido que volver a su ciudad natal para encontrar el aliciente que faltaba a su vida.
Los alicientes
, se dijo cuando recordó el negocio que tenía a medias con su hermano.

Luz regresaba con el segundo ejemplar cuando Martín descubrió sus torneadas piernas enfundadas en aquellas medias negras con rayas rojas. Y decidió que abandonaba el mundo de los pensamientos para pasar a algo más terrenal. Cerró el libro que tenía entre las manos, y que había estado hojeando durante la última hora, y se lo colocó sobre el regazo.
“Escultura románica alavesa”
aparecía en la portada, pero cualquier interés que hubiera tenido en la escultura, en el románico y, por supuesto, en Álava se acababa de desvanecer como el humo.

La mirada de Martín recorrió el camino por el que Luz avanzaba siguiendo su rítmica cadencia. Andaba de puntillas para evitar hacer demasiado ruido. Como siempre, disimulaba su escasa altura subida en unos zapatos negros de cuña que la elevaban de suelo más de lo razonable.
Por esta vez, no hace malabarismos sobre un tacón más fino que un lapicero
. Sus pies llegaron al pie de la escalera y se detuvieron un instante antes de comenzar a subir.
Uno, dos, tres escalones
, contó Martín según elevaba la vista detrás de las torneadas pantorrillas y los finos tobillos. Luz dejó de ascender, sin embargo, los ojos de Martín continuaron recorriendo las piernas hacia arriba, hasta que la oscuridad reinante debajo de la falda negra los detuvo. Se quedó con la vista clavada en aquel punto incierto a la espera de que algo sucediera. Notó como ella se ponía de puntillas y la piel expuesta aumentaba unos milímetros. Comenzó a ponerse nervioso. Se sentía como un niño de diez años que espía los movimientos de la compañera de clase con la intención de verle las bragas, pero no le importó. Echó un vistazo a su alrededor. Nadie, excepto él, atendía a los movimientos de aquella inquietante pelirroja. Un segundo más tarde, Luz inició el descenso, sin embargo, él continuó con la mirada fija en el mismo punto. Volvió a ver aparecer el borde de la falda y, poco a poco, captó las redondeces de las nalgas. La tela de algodón se adhería a sus glúteos más de lo debido y a Martín le llegó la imagen de aquella mujer con un triángulo de tela por delante y una fina cinta por detrás. Y tuvo que hacer varias respiraciones profundas para calmar el desasosiego que acababa de desatarse en su interior.

Se centró, entonces, en su espalda. El borde del jersey negro que llevaba puesto apenas rozaba la cintura de la prenda y Martín supo que había perdido la oportunidad de deleitarse ante un trozo de su piel. Cuando sus ojos se posaron en su pelo, a la altura de la nuca, se le hizo insoportable quedarse allí sentado cuando lo único en que deseaba era tenerla desnuda debajo de él y recorrer con su lengua aquella columna vertebral, lo más despacio posible.

Al llegar al suelo, ella se giró y se encaminó de nuevo hacia la mesa.
Otro paso, otro libro
, pasó por su mente y un alarmante calor comenzó a bajar desde el centro del cuerpo de Martín hacia la entrepierna al presentir que iba a presenciar la misma escena una y otra vez. Se sentía como si aquella mujer estuviera a punto de bailar para él mientras se escuchaba de fondo la rasgada voz de Joe Cocker cantando
“You can leave your hat on”
.

Y verla de perfil mientras caminaba no era más tranquilizador que observar sus posaderas. De nuevo se deslizaba sobre la tarima para no armar alboroto, pero lo único que conseguía era llamar más su atención y que no fuera capaz de apartar la vista de sus turgentes pechos.

La tortura se prolongó durante veinte largos minutos en los que Martín fue incapaz de hacer otra cosa más que mantener los ojos pegados a la figura femenina. Y cuando ella se marchó, él se quedó allí, sentado, sujetando con fuerza el libro sobre las piernas y esperando a que llegara el momento en el que levantarse no fuera causa de comentarios jocosos entre sus compañeros de estudio.

• • •

Había tenido que dejar pasar media mañana y una larga visita a la cafetería, con lectura del periódico incluida, para armarse de valor y acercarse a la oficina de información. Y ni aún así estaba muy convencido de su propia reacción cuando la viera de nuevo. Él mismo estaba sorprendido de lo que le había sucedido. Excitarse con solo mirar a una mujer vestida no dejaba en muy buen lugar su grado de madurez mental. No le había sucedido nada semejante desde que era un chaval.

Cuando llegó a la altura del rótulo INFORMACIÓN, se puso derecho, inspiró para sosegarse e intentó poner la mente en blanco.
Valor y al toro
, se animó antes de entrar.

Ella estaba inclinada sobre el teclado del ordenador, pero cuando notó que alguien se acercaba, elevó la vista y sonrió al verle.

—¡Hombre! Mi superhéroe favorito.

Martín contuvo las ganas de tumbarla sobre la mesa y hacerle el amor allí mismo y se quedó de pie con semblante severo. Necesitaba controlar la ansiedad.

—Vengo a ver si ya ha llegado la copia del contrato —dijo con tono formal.

Luz tenía los ojos brillantes.

—Todavía no lo tengo. Me acaban de avisar de Recursos Humanos que al parecer hay un problema de forma y tengo que corregirlo y volver a enviárselo.

Él forzó un gesto de fastidio.

—Entonces, el que firmé el otro día no vale para nada.

Luz elevó una ceja y frunció el ceño. Le molestaba que se comportase como un extraño después del rato tan divertido que habían pasado el día anterior.

—Al parecer no. Cuando lo tenga, te llamo para que te vuelvas a pasar.

—Esperaba que las cosas se solucionaran con más rapidez. Si lo llego a saber, lo gestiono con la oficina de Bilbao directamente.

Ella lo miró indignada. ¿A qué venía ese comentario?

—Pues mira, sí. Igual habría sido mejor que hubieras hablado directamente con ellos, así yo hubiera tenido menos trabajo —espetó cerrando de golpe la carpeta con los expedientes de las empresas de transporte y montaje de exposiciones que había estado actualizando—. Y ahora, si no te importa, tengo mucho que hacer.

—Necesito otra cosa.

Ella hizo como si no le hubiera oído.

—Me llevo este —indicó tendiéndole el volumen que había estado ojeando cuando ella entró en la biblioteca aquella mañana.

Su voz sonaba distante y Luz se lo imaginó diciendo
Bond, James Bond
.

Le arrancó el libro de las manos y tomó nota del título y la fecha del día. En la casilla correspondiente para poner el nombre del lector, escribió
Agente 007 (alias Martín, el Duro)

—Tienes cinco días para traerlo —anunció con la mano para devolvérselo.

—Lo sé.

—¿Necesita algo más el señor? —preguntó con mirada desafiante.

—Sí, que me pidas dos libros a otras bibliotecas. Uno al Museo de Bellas Artes y el otro al Guggenheim.

—¿Cómo? Ni hablar. Vas tú allí y los coges, que Bilbao no está tan lejos y, además, te pilla de camino.

—En el papel que me diste el otro día ponía que gestionabais solicitudes de petición de documentos a otros centros.

Sabía que se estaba portando como un cerdo y que Luz no se merecía que la tratara como si fuera una criada. Sin embargo, con ella las cosas nunca eran sencillas. Lo que empezaba como una conversación normal podía acabar como una juerga en toda regla o en batalla campal, según y como tuviera el día. Todo era blanco o negro. Los matices de gris no existían en su vida. Y a él, a veces, le sacaba de sus casillas.

Ella dudó un instante entre mandarle a la mierda o hacer el trabajo para el que le habían contratado. Al final, las cuatro cifras que aparecían en la parte inferior de su nómina todos los meses decidieron la batalla.

—Me anotas el autor y el título y esta tarde les llamo para que los envíen —dijo mientras le ponía un folio en blanco y un bolígrafo en esquina de la mesa.

Él se inclinó y apuntó lo que necesitaba. Tenía una bonita letra, firme y rotunda, inclinada hacia la derecha, más grande de lo normal.

Luz cogió el papel y lo leyó. Los dos libros eran sobre arte románico en Euskadi.

—¿Este no tiene autor? —preguntó señalando al segundo.

Quería asegurarse de que los datos estaban correctos, no fuera que le mandaran otro libro. No tenía ninguna intención de atenderle de nuevo por aquel asunto.

—No, por eso te he puesto la editorial y el año.

Ella asintió sin decir una palabra más y siguió con su trabajo ignorándole por completo.

Capítulo 8

Menos mal que es viernes
, pensó Luz mientras dejaba el bolso encima de la silla y soltaba el nudo de la bufanda. Aún no había comenzado el día y ya estaba ansiosa por que llegara la hora de salir. Necesitaba olvidarse de todo aquello. No había sido su mejor semana, sin embargo, el sábado y el domingo se iba a compensar con creces de los problemas de aquellos días. La perspectiva de tener por delante sesenta horas solo para dedicarlas a sí misma le resultó de lo más estimulante. Y las iba a emplear en exclusiva a dormir y a divertirse.

Colgó el abrigo del perchero, metió el bolso en el primero de los cajones del escritorio y se dejó caer en la silla. Meditaba si comenzar con una buena taza de café cuando Leire abrió la puerta del edificio y asomó la cabeza por el despacho.

—¡Buenos días! —la saludó animada.

—Nos hemos levantado contentos ¿eh?

—Pues sí. Hoy es el último día —dijo Leire mientras se desabrochaba los grandes botones de su abrigo marrón.

—Menos mal. ¡Tengo unas ganas de que den las seis de la tarde para marcharme a mi casa! ¿Hacéis algo este fin de semana?

—Nada de nada. Nos dedicaremos a haraganear en el sofá y a tragarnos cualquier bodrio que den en la televisión.

—Si yo tuviera una chimenea y un hombre para mí sola también me quedaría en casa, pero no para ver la tele precisamente —añadió risueña y se levantó del asiento—. Y, no mientas, seguro que vosotros tampoco. Ya me imagino la escenita. Cenaréis en el suelo, sobre una manta de cuadros rojos. David te untará unas tostadas de foie y salsa de arándanos y te lo acercará a la boca. Tú le darás un mordisco sensual y exhalarás un suspiro cada vez que él se aproxime a ti. Y os iréis quitando la ropa, el uno al otro, poco a poco. Después, cuando ya estés ahíta, él descorchará una botella de cava que os tomaréis desnudos al resplandor de las llamas y haréis el amor como desesperados. Será el polvo del año. Y todo sin salir de casa, oye, de lo más cómodo —añadió cambiando el tono de voz.

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