Es por ti (16 page)

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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

BOOK: Es por ti
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Fue entonces cuando descubrió que el coche estaba inclinado hacia ese lado. Se había metido en una zanja.
Y el hijo de p... del camionero ni siquiera se ha molestado en parar. ¡Se va a enterar! Le voy a poner una denuncia que se le va a caer el pelo
.

Pero antes tenía que conseguir salir de allí.

Apartó como pudo el airbag, movió la palanca para ponerla en punto muerto y volvió a encender el contacto. El motor rugió. Luz exhaló un suspiro. No parecía estar estropeado. Lo sacaría de la cuneta y, cuando llegara a donde fuera que viviera aquel individuo, examinaría los daños.

Al meter primera y comenzar a acelerar, supo que aquello no iba a ser tan fácil como se había imaginado. Por más que pisaba el pedal, el vehículo no se movía ni un solo milímetro. Las ruedas patinaban en donde quiera que se hubieran metido. Lo intentó varias veces, negándose a creer que había llegado al final del viaje. Le tenía que pasar a ella, que lo único que sabía de coches era dónde estaba el agujero por dónde se metía la manguera de la gasolina.

Saldría fuera para ver qué demonios estaba sucediendo. Probablemente una de las ruedas patinaba. Buscaría una piedra para meterla debajo y así poder volver a la carretera de una maldita vez.

En la guantera debía de tener una linterna. Se estiró hacia el asiento del copiloto, pero sin éxito. De ninguna de las maneras conseguía llegar al compartimento. Con esfuerzo, se pasó al asiento de al lado.
Tengo que volver a plantearme lo de ir al gimnasio
, pensó masajeándose los riñones. En el suelo, contra la puerta, vio el bolso, pero ni se molestó en recogerlo. Encontrar la lámpara y volver a su asiento fue otro logro, y otro más abrir la puerta. Cuando salió al exterior, una heladora sensación le hizo recordar que estaban en pleno febrero y que ella no llevaba más que un jersey. Enfocó la luz hacia el inexistente arcén.
Esto es un lodazal
.

Rodeó el capó y se agachó. Tal y como había imaginado, la rueda delantera estaba cubierta de agua hasta media altura. Supuso que a la trasera le sucedería lo mismo. Aquello no tenía remedio. Nada de lo que pudiera encontrar tendría la suficiente envergadura como para ser un apoyo en condiciones.

El coche no saldría de allí a menos que lo sacara una grúa.

Y, de repente, hablar con el seguro, contestar a un número infinito de preguntas e intentar describir cómo llegar hasta allí, se le hizo tan costoso como subir a la luna de un salto.

Volvió a meterse en el coche y volvió a pasarse al otro asiento. Asió el bulto rosa que estaba en el suelo y comenzó a rebuscar en el fondo. Aquello era lo malo de llevar una alforja en vez de bolso.
Cabe de todo, pero a la hora de la verdad no se encuentra nada
.

Al fin, sus dedos localizaron lo que buscaba. Abrió la tapa del teléfono móvil solo para descubrir que no sabía dónde tenía que llamar.
Mierda, el papel
. Enfocó con la linterna, pero no lo vio. Rebuscó en el bolso y tampoco apareció. Después de agacharse varias veces para intentar localizarlo debajo del asiento, lo encontró en el bolsillo lateral de la puerta.

Pulsó con ansiedad los nueve números que había garabateado en la hoja y esperó. Se oyeron varios tonos antes de que una voz femenina le dijera que dejara un mensaje. Miró al aparato, incrédula. Empezaba a sentirse la víctima de un maleficio.
Tranquilízate, Luz. Te está esperando, lo más probable es que lo haya dejado olvidado en el bolsillo de la chaqueta y no haya llegado a tiempo
, se animó a sí misma antes de pulsar el botón de rellamada.

—Dígame.

Era él, era su voz. Soltó la respiración que había estado conteniendo.

—Soy Luz.

—¿Dónde te has metido? Llevo toda la tarde esperándote —gruñó.

—Estaba de camino.

—¡Ya te ha costado! Julio me había dicho que llegarías sobre las cuatro y son más de las seis.

¡Será capullo! Todavía voy a tener que aguantar que me monte una bronca cuando él es el culpable de que me encuentre en semejante situación
.

—Me he parado un rato a charlar con tus vecinos. Es una gente muy maja y me han invitado a merendar.

Silencio absoluto.

—Es broma —escuchó al otro lado de la línea.

Y, por primera vez en lo que llevaba de día, a Luz se le escapó la risa. Lo había dejado mudo.
Bien. A ver si ahora me escucha de una buena vez
.

—¿Te has dado cuenta tú solo o te han tenido que ayudar? —No esperó a que le contestara y siguió hablando—. Estoy cerca de tu casa —confesó—. Un camión me ha sacado de la carretera.

—¿Estás bien? ¿Te ha ocurrido algo?

Era deseo de Luz o ¿eso que notaba en su voz era un deje de temor? Le entraron ganas de torturarle un poco más, de asegurarle que una barra de frío metal sobresalía de su omoplato y suplicarle que la sacara de entre los hierros retorcidos de su coche, pero se contuvo en el último momento. Ella no era de las que tiran piedras a su propio tejado y, en ese momento, su prioridad era llegar a una casa con calefacción antes de que empezaran a colgar carámbanos de su nariz.

—No ha sido nada —aseguró—. El problema es que me he salido de la carretera y no puedo volver a ella.

—¿Dónde estás con exactitud?

—No tengo la más remota idea. Si te sirve de referencia, se supone que he cogido el desvío hacia tu barrio. Esto es un camino de no más de seis metros de ancho. El arcén brilla por su ausencia. Y las casas también.

—Espera un momento. No te muevas de ahí. No te separes del coche—insistió alterado—. Llego enseguida.

—¿Dónde quieres que me vaya?

Pero Martín ya había interrumpido la comunicación.

Los minutos que pasaron antes de que una luz alumbrara su cara, se le hicieron eternos. Se había vuelto a meter en el coche y había conectado la calefacción para ver si conseguía no congelarse antes de que su supuesto salvador apareciera, pero cuando Martín llegó, solo podía mover uno de los dedos del pie izquierdo.
Tendrán que amputármelos todos y me pasaré el resto de la vida pegada a una silla de ruedas como si fuera una inválida
.

Él abrió la puerta de un tirón.

—¿Estás bien? —dijo angustiado, repitiendo la misma pregunta que le había formulado hacía un rato.

Ella elevó la vista y pensó en alargar el tormento un poco más, pero no tuvo valor.

—Estás a punto de cargar sobre tu conciencia una muerte por congelación.

• • •

—Déjame entrar —insistió él con cara de alivio.

¿Las facciones se le habían relajado cuando la escuchó hablar?

Luz volvió a ejercer sus dotes de contorsionista y se pasó al asiento del copiloto sin bajar del vehículo. Él entró, encendió el motor y probó a arrancar. Y tuvo el mismo resultado que Luz un rato antes. No pasó nada. Nada de nada. Cuando se cercioró de que de ese modo no iba a conseguir sacar el automóvil de donde estaba metido, se bajó y revisó la zona. Igual que había hecho Luz.

Mientras él se paseaba examinando el terreno,
como si una mera presencia masculina fuera a hacer desaparecer el barro y el agua alrededor del coche
, ella esperaba enervada a que finalizara la inspección.

—Tiene mala pinta. Hay que pedir ayuda. No creo que lo podamos sacar de aquí ni aunque yo traiga mi coche y tire de él.

—¿Tu coche?

¿No se suponía que lo tenía en el taller?
Él no pareció notar la irritación en la voz de Luz.

—Puedo pedir a alguien que traiga el tractor.

—Ni se te ocurra traer un monstruo de esos para hacer
algo
a mi coche —anunció con voz fría—. Me está costando una millonada y no pienso dejar que nadie se acerque a menos de cincuenta metros de él sin un carné de mecánico autorizado.

Martín la miró como si fuera la primera vez que la veía en aquella húmeda y gélida tarde. Luz se dispuso a contraatacar el comentario mordaz que iba a salir de sus labios. Pero él hizo lo que ella menos se esperaba.

Le apartó con cuidado un mechón de pelo de la cara mientras la observaba, en silencio, a través de la penumbra.

—Pareces una fierecilla. No me quiero imaginar qué es lo que harías si lo que estuviera en juego fuera otra cosa en vez de unas chapas de metal mal ensambladas —susurró.

Y, ahora, la que se quedó muda fue ella. Muda y paralizada. No podía apartar la vista de sus ojos. Le brillaban tanto que le recordaron los de un lobo a punto de saltar sobre su presa. Solo que la presa era ella y que no le habría importado que se abalanzara sobre ella y la descuartizara.

Sintió cómo le subían los colores. No recordaba cuando había sido la última vez que se había ruborizado delante de alguien.

—¿Tienes los papeles del seguro a mano?

—S-í. Creo que están por aquí.

Se enfrascó en examinar el libro que le habían entregado junto con la póliza del seguro. Pasaba las hojas, buscando, sin ver, el número de teléfono al que llamar en caso de accidente.

—Debe de ser esta pegatina que tienes ahí —le apuntó Martín la tercera vez que abría la primera hoja.

—Es verdad. Qué tonta —se le escapó antes de sentirse absurdamente boba por ponerse nerviosa solo con oír su voz—. Voy a llamar.

No fue fácil que la chica del otro lado de la línea se enterara de lo que le había sucedido. En un momento dado, cuando estaba intentando explicar dónde se encontraba, Martín le arrebató el teléfono y siguió dando las explicaciones.

—Se lo repito otra vez; tienen que coger el desvío hacia Errotabarri y en unos cincuenta metros se lo encontrarán. Dígale al de la grúa que llame al teléfono que le doy a continuación. Yo me presentaré en un par de minutos.

—¿Por qué no le has dado mi número? —preguntó molesta después de que hubo colgado.

El coche era suyo y la gestión, también.

—Me ha parecido que te estabas quedando sin batería —se excusó—. Y supongo que en el fondo de esa alforja que tienes ahí —señaló al bulto rosa que tenía entre los pies—, no traerás el cargador.

—Pues no.

Se quedaron con los ojos trabados unos instantes, hasta que él rompió el momento.

—Vamos —la apremió mientras abría la puerta—. Todavía tardarán un buen rato. Al parecer, la única grúa de la zona está cubriendo otro percance.

Luz salió de nuevo por la puerta del conductor con el abrigo en la mano y la carpeta del contrato, que había alcanzado a recoger del asiento trasero, en la otra. Hacía más frío que antes. Se puso la prenda lo más rápido que pudo y apretó el portafolios contra sí. Llevaba la bufanda desabrochada y, cuando Martín se dio la vuelta para animarla a seguirle, se encontró cara a cara con un pollito desvalido.

¿Qué tenía aquella mujer para parecer un peligro en un momento y desvalida un instante después? No lo sabía. Lo único de lo que era consciente cuando estaba con ella era que unas veces le entraban ganas de estrangularla y otras, de acunarla entre sus brazos. Y de que siempre, tuviera la actitud que tuviese, lo único que le pasaba por la mente era tumbarla en el suelo y hacerle el amor, sin importarle el sitio ni el momento.

—¿Adónde vamos?

Martín se aproximó a ella, le anudó la bufanda con delicadeza y le subió el cuello del abrigo.

—A un sitio donde nunca es invierno —murmuró junto a su oído pasando un brazo por encima del hombro y empujándola con suavidad.

• • •

Luz se encontraba delante de la puerta de una casita minúscula que más que una vivienda parecía una caseta de jardín que se usara para guardar utensilios de labranza.

La había podido observar desde lejos. Tan pronto atravesaron una pequeña valla, dos enormes faroles colgados de la fachada se habían encendido como por arte de magia.

—Detectores de presencia —explicó Martín ante su desconcierto.

El paseo no había sido largo, sin embargo, a Luz se le había hecho eterno. Caminar junto a él, y sentir las cálidas yemas de sus dedos al lado del cuello, era una de las cosas más costosas que había tenido que soportar en los últimos tiempos. Pero había mantenido el tipo y se había comportado como si fuera de piedra.

Estaba más que acostumbrada a la presencia física de la gente. De hecho, ella misma era una persona muy sobona. Le gustaba abrazar a la gente a la que quería. Pero no eran más que simples caricias para demostrarles el cariño que les tenía. Sin embargo, el casual gesto de Martín le había parecido algo muy íntimo y había tenido que resistirse a la tentación de deslizar el brazo por debajo de la cazadora de cuero marrón y colgar el pulgar en el bolsillo trasero de sus desgastados vaqueros.

Nada más imaginar la escena, se enfadó consigo misma. Se suponía que no estaba interesada en aquel tipo. Se suponía que lo odiaba. Se suponía que no se liaría con él ni aunque fuera el último hombre sobre la tierra. Y, en vez de ponerle entre las manos los papeles que le había llevado y pedir un taxi de inmediato para largarse de allí cuanto antes, estaba deseando tocarle el culo.

Colocó la carpeta bajo el brazo y hundió las manos, enfundadas en sus guantes de piel, en el fondo de los bolsillos de su abrigo nuevo. Tenía que evitar como fuera hacer realidad sus delirios.

Escuchó el ruido de la puerta al cerrarse y se preguntó si las luces de fuera se apagarían en ese momento o aguantarían otro rato encendidas.

Divagaba de nuevo.

—Es una bonita casa —alabó mientras observaba lo que la rodeaba.

En realidad era poco más grande que un apartamento. Un moderno apartamento. Desde donde estaba, alcanzaba a ver unos muebles de cocina granates y un gran sofá color crudo, cuya chaise longe convertiría sus siestas de cada fin de semana en un paraíso. Al fondo, una escalera de caracol le indicó que el resto de la casa seguía tres metros más arriba.

—Es pequeña —se disculpó Martín mientras se desprendía de la cazadora y la tiraba sobre el respaldo del sofá de cualquier manera.

—Ya quisiera mucha gente tener un piso como este. Solo le veo un inconveniente —comentó misteriosa a la vez que se soltaba el nudo de la bufanda rosa que Martín había anudado con tanto cuidado.

Él se dirigió a la cocina.

—¿Cuál?

—El sitio. Odio vivir lejos de la panadería y salir a la calle y no encontrarme con la señora Paca de turno.

Él se giró y miró a su alrededor antes de contestar.

—Pues esto es justo lo que yo buscaba No le puedo pedir más.

Ella frunció el ceño. Otra cosa más para apuntar en la columna
Desventajas
de la lista. La palabra
rural
iba directamente debajo de
mentiroso, cruel
y
carácter variable
. Ya iba cuatro contra dos. Claro que las palabras
guapo
y
divertido
siempre habían tenido mucho peso en su diccionario particular. Intentó cambiar de tema. Lo último que deseaba ahora era ponerse a discutir sobre los beneficios de vivir en el campo.

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