Pero cuando al fin se iluminó la boca de la cueva, Fafhrd despertó estirándose, bostezando y gruñendo de un modo tan estentóreo y afable como jamás le había visto hacer su amigo, y actuó de un modo tan brioso y alegre que los temores del Ratonero desaparecieron por completo, o al menos fueron a parar al fondo de su mente. Los dos aventureros desayunaron carne fría y se abrigaron con cuidado las piernas y los hombros que se habían calentado durante toda la noche.
Mientras Fafhrd le cubría con un flecha presta en la cuerda tensa de su arco, el Ratonero salió velozmente de la cueva y corrió a refugiarse bajo la gran piedra que protegía la entrada. Moviéndose de un lado a otro para echar rápidas ojeadas por encima de la parte superior, exploró el risco que se alzaba sobre la cueva, en busca de posibles emboscados. Con la honda preparada, cubrió a Fafhrd mientras éste corría para reunirse con él. Al cabo de un rato se dieron por satisfechos, seguros de que nadie les acechaba por lo menos en las cercanías, bajo el alba pálida, y Fafhrd precedió a su amigo, marchando con briosa zancada. El Ratonero le siguió tan rápido como le permitían sus cortas piernas, pero al cabo de un rato una duda se apoderó de él. Le pareció que Fafhrd no avanzaba en línea recta por la dirección que deberían seguir, sino que se desviaba de un modo bastante brusco a la izquierda. Era difícil estar seguro, pues el sol aún no había salido y el cielo estaba cubierto por nubes púrpuras y amarillentas, como velos, y el Ratonero no sabía con seguridad la dirección que habían tomado el día anterior, ya que las cosas son muy diferentes cuando uno mira hacia atrás o hacia delante.
No obstante, expresó en voz alta sus dudas, pero Fafhrd le replicó con afable seguridad:
—El Yermo Frío fue el terreno de juego de mi infancia, y me resulta tan familiar como los laberínticos callejones de Lankhmar o los senderos del Gran Pantano Salado lo son para ti.
Con esto el Ratonero casi se dio por satisfecho. Además, aquel día no se había levantado viento, lo cual complacía en extremo al Ratonero, que era un gran amante del calor.
Tras avanzar durante media jornada, subieron a una elevación cubierta de nieve y el Ratonero enarcó las cejas, incrédulo ante el paisaje que tenía delante: una llanura inclinada de hielo verde pulida como el cristal, cuyo borde superior, que quedaba algo a su derecha, estaba quebrado por pináculos mellados, como la cresta de una gran ola lisa. La pendiente inferior se extendía a lo largo de una gran distancia a su izquierda, y finalmente se perdía en lo que parecía una niebla blanca, mientras que hacia delante no parecía tener fin.
La llanura era tan verde que parecía un océano frívolamente encantado, inclinado por orden de algún mago poderoso. El Ratonero estaba seguro de que en una noche clara reflejaría las estrellas.
Se sintió más bien horrorizado, aunque apenas sorprendido, cuando su camarada le propuso cruzar aquella inmensa extensión helada. La penetrante mirada del nórdico había descubierto un sector delante de ellos donde la pendiente se nivelaba brevemente antes de hundirse de nuevo. A lo largo de aquella franja, aseguró Fafhrd, podrían caminar con facilidad, y dicho esto el nórdico emprendió la marcha sin esperar ninguna réplica.
Encogiéndose de hombros con gesto fatalista, el Ratonero le siguió. Al principio caminó como si lo hiciera sobre huevos y echando muchas miradas inquietas a la gran pendiente. Deseaba tener unas botas con calces de bronce, o de suela desgastada, como las de Fafhrd, o unas espuelas para fijarlas a sus zapatos resbaladizos, a fin de tener una mejor oportunidad de detenerse si empezaba a resbalar. Al cabo de un rato aumentó su confianza y caminó con pasos más largos y rápidos, aunque muy cautelosos, acortando pronto la distancia que le separaba de Fafhrd.
Habían recorrido la distancia de unos tres tiros de flecha a través de la llanura, cuando un ligero movimiento que percibió por el rabillo del ojo, hizo volverse al Ratonero.
Deslizándose rápida y silenciosamente desde algún escondrijo en la cresta mellada, avanzaban los restantes sacerdotes negros, los tres en una línea. Se mantenían sobre el hielo como expertos patinadores, y realmente parecían calzar alguna clase de patines. Dos de ellos llevaban lanzas improvisadas mediante la introducción de los mangos de sus dagas en las bocas de las largas cerbatanas, mientras que el del medio tenía por lanza un largo y estrecho carámbano o fragmento de hielo, agudo como la aguja, que mediría por lo menos ocho pies de largo.
Ahora no había tiempo para utilizar el arco y la honda, y, de qué serviría atravesar con la espada a uno que ya te ha ensartado con su lanza? Además, una pendiente de hielo no es un lugar adecuado para realizar refinadas maniobras. Sin decir ni una palabra a Fafhrd, tan seguro estaba de que el nórdico haría lo mismo, el Ratonero se deslizó por la temible pendiente hacia la izquierda.
Fue como si se hubiera arrojado en brazos del demonio de la velocidad. El hielo crepitaba suavemente bajo sus botas; en la atmósfera calma se entabló un viento frío que azotaba sus prendas y le helaba las mejillas.
Pero la velocidad no era suficiente, pues los sacerdotes negros patinadores les llevaban ventaja. El Ratonero confiaba en que la franja plana les haría perder pie, pero ellos la salvaron con un salto majestuoso y descendieron sin perder el equilibrio, apenas a dos longitudes de lanza a sus espaldas. Las dagas y la lanza de hielo resplandecían malignamente.
El Ratonero desenvainó a «Escalpelo» y, tras intentar en vano utilizarla como un palo para adquirir mayor velocidad, se agachó para ofrecer la menor resistencia al aire, pero aun así los sacerdotes negros le estaban dando alcance. Detrás de él, Fafhrd clavó en el suelo su larga espada cuyo pomo era una cabeza de dragón, arrancando una nube de polvo de hielo, y dio un gran giro lateral. El sacerdote que enarbolaba la lanza de hielo giró tras él.
Entretanto los otros dos sacerdotes llegaron a la altura del Ratonero, el cual arqueó el cuerpo para esquivar la lanza del primero y paró la del segundo con < Escalpelo», y durante unos momentos hubo el más extraño de los duelos, casi como si no se movieran en absoluto, ya que todos se movían a la misma velocidad. En un momento determinado el Ratonero se echó hacia atrás y paró las repulsivas lanzas—cerbatanas con su arma más corea.
Pero dos contra uno siempre es una ayuda, y esta vez podría haber resultado fatal si en aquel momento Fafhrd no hubiera rebotado de su gran giro lateral a toda velocidad, desde alguna pendiente que sólo él había visto, remolineando su espada. Pasó justamente por detrás de los dos sacerdotes, cuyas cabezas, desprendidas de los cuerpos, rodaron por separado, aunque a la misma velocidad.
Sin embargo, aquel podría haber sido el fin de Fafhrd, pues el último sacerdote negro, tal vez ayudado por el peso de su lanza de hielo, llegó lanzado en pos de Fafhrd aun a mayor velocidad, y le habría ensartado si el Ratonero no hubiera desviado hacia arriba el delgado carámbano, sujetando con las dos manos a «Escalpelo», de modo que la punta de hielo sólo rozó la rojiza cabellera flameante del nórdico.
Un instante después todos se internaron en la glacial niebla blanca. El último atisbo que el Ratonero tuvo de Fafhrd fue su veloz cabeza solitaria, abriendo una brecha en la niebla que le llegaba hasta el cuello. Luego los ojos del Ratonero quedaron balo la superficie algodonosa.
Era una extraña experiencia avanzar velozmente a través de una materia lechosa, los cristales de hielo punzándole las mejillas, sin saber a cada momento si una barrera desconocida podría alzarse fatalmente en su camino. Oyó un gruñido que parecía de Fafhrd y luego un crujido tintineante, que podría haber sido producido por la lanza de hielo al romperse, seguido de un lamento agónico. Tuvo entonces la sensación de que tocaba fondo y ascendía, y pronto salió de la niebla a la luz del día púrpura amarilla, patinó hasta caer en un blando banco de nieve y se echó a reír como un loco, aliviado. Transcurrieron unos instantes antes de darse cuenta de que Fafhrd, que también se desternillaba de risa, estaba igual que él semienterrado en la nieve, a su lado.
Cuando Fafhrd miró al Ratonero, éste hizo un gesto inquisitivo, señalando la niebla tras ellos. El nórdico asintió.
—El último sacerdote ha muerto. ¡No queda ninguno! —exclamó feliz el Ratonero, estirándose en la nieve como si fuera un lecho de plumas.
Su idea principal era encontrar la cueva más próxima (estaba seguro de que habría una), y disfrutar de un largo descanso.
Pero Fafhrd tenía otras ideas y una energía desbordante. Lo que iban a hacer era proseguir velozmente su camino hasta que oscureciera, y ofreció al Ratonero unas imágenes tan atractivas del Yermo Frío, al que llegarían por la mañana, o quizás aquella misma noche, que el hombrecillo pronto trotó al lado del grandullón, aunque de vez en cuando no podía evitar preguntarse cómo Fafhrd podía tener una seguridad tan absoluta de su dirección en aquel caos de hielo, nieve y nubes agitadas y de coloración desagradable. Se dijo que no todo el Yermo Frío habría sido el terreno de juego de Fafhrd, y se estremeció al pensar en la noción que habría tenido el Fafhrd niño de los lugares apropiados para jugar.
El crepúsculo les sorprendió antes de que hubieran llegado a los bosques que Fafhrd había prometido, y ante la insistencia del Ratonero empezaron a buscar un sitio donde pernoctar. Esta vez no iban a encontrar fácilmente una cueva. Era completamente de noche antes de que Fafhrd avistara una concavidad rocosa ante la que un grupo de árboles enanos prometían por lo menos combustible y un refugio aceptable.
Sin embargo, pareció que la madera apenas sería necesaria, pues muy cerca de los árboles había un afloramiento de roca negra parecido al que les había proporcionado el carbón la noche anterior. Pero en el preciso momento en que Fafhrd alzaba alegremente su hacha, la roca cobró vida y se lanzó contra su vientre con una daga.
Sólo la energía exuberante y sin merma de Fafhrd le salvó la vida. Arqueó el vientre a un lado con una rápida flexibilidad que asombró incluso al Ratonero y hundió el hacha en la cabeza del atacante. El negro cuerpo achaparrado agitó sus miembros convulsamente y en seguida quedó rígido. La risa profunda de Fafhrd retumbó como un trueno.
—¿Le llamaremos el sacerdote negro inexistente, Ratonero? —inquirió. '
Pero el Ratonero no veía motivo alguno de diversión, y retornó toda su inquietud, pues si habían contado mal a uno de los sacerdotes negros, por ejemplo el que había bajado rodando con la bola de nieve, o el supuestamente asesinado en la niebla, ¿no era posible que se les hubiera escapado algún otro? Además, ¿cómo podían haber estado tan convencidos, simplemente por el dato de una inscripción antigua, de que sólo había habido siete sacerdotes negros? Y una vez admitido que podrían ser ocho, ¿por qué no podían haber sido nueve, diez o veinte?
No obstante, Fafhrd se limitó a reírse de estas preocupaciones y se dedicó a corear leña y hacer una fogata crepitante en la concavidad rocosa. Aunque el Ratonero sabía que el fuego advertiría de su presencia en varias lenguas a la redonda, agradecía tanto su calor que era incapaz de criticar severamente a Fafhrd, y cuando se hubieron calentado y comieron la carne asada de la mañana, el Ratonero experimentó una fatiga tan deliciosa que se arrebujó en su manco y se dispuso a dormir de inmediato. Pero Fafhrd eligió aquel instante para sacar e inspeccionar a la luz del fuego el ojo de diamante, lo cual hizo que el Ratonero abriera un poco uno de los suyos.
Esta vez Fafhrd no parecía inclinado a entrar en trance.
Sonrió con una expresión vivaz y codiciosa mientras giraba la joya a un lado y a otro, como para admirar los rayos de luz que despedía mientras valoraba mentalmente su precio en cuadradas piezas de oro de Lankhmar.
Aunque tranquilizado, el Ratonero estaba molesto.
—Guárdalo, Fafhrd —le dijo somnoliento.
Fafhrd dejó de dar vueltas a la gema y uno de sus rayos incidió directamente en el Ratonero, el cual se estremeció, pues por un momento tuvo la firme convicción de que la gema le miraba con una inteligencia maligna.
Pero Fafhrd obedeció y, entre risas y bostezos, guardó la gema y se abrigó para dormir. Gradualmente las misteriosas sensaciones y temores realistas del Ratonero quedaron amortiguados mientras contemplaba las llamas que danzaban y se adormecía.
Las siguientes sensaciones conscientes del Ratonero fueron las de que le cogían y arrojaban rudamente sobre una espesa hierba que daba la desagradable impresión de un pelaje animal. Tenía un dolor de cabeza atroz y había un resplandor pulsátil amarillo y púrpura producido por unos rayos cegadores. Transcurrieron unos instantes antes de darse cuenta de que aquellas luces estaban fuera de su cráneo más que dentro.
Alzó la cabeza para mirar a su alrededor y sintió una insoportable punzada de dolor. Persistió, sin embargo, y poco después descubrió dónde estaba.
Estaba tendido en la orilla llena de altillos con una oscura vegetación, al otro lado del lago cuyas aguas parecían ácido y en cuya orilla contraria se alzaba la colina verde. En el cielo nocturno brillaban las estrellas del norte, mientras que de la hendidura en forma de boca, ahora muy abierta, de la cumbre rosada de la colina verde, surgía un humo rojo; parecía un hombre que jadeaba y exhalaba con esfuerzo. Todas las caras en los flancos de la colina verde parecían monstruosamente vivas en aquella mezcla de luces, sus bocas contorsionadas y sus ojos resplandecientes, como si cada una de ellas tuviera un ojo de diamante. Fafhrd, a pocos pies de distancia del Ratonero, permanecía en pie rígidamente detrás de la gruesa columna rocosa, que era en efecto una especie de altar tallado, coronado por un gran cuenco. El nórdico cantaba algo en un lenguaje ronco que el Ratonero desconocía y que nunca le había oído usar a Fafhrd.
El Ratonero hizo un esfuerzo para sentarse. Se palpó cuidadosamente el cráneo y descubrió un gran chichón sobre la oreja derecha. Al mismo tiempo Fafhrd hizo saltar chispas —aparentemente con piedra y acero— sobre el cuenco, del que surgió una columna de llamas púrpuras, y el Ratonero vio que los ojos de Fafhrd estaban cerrados con fuerza y que sostenía en la mano el ojo de diamante.
Entonces el Ratonero se dio cuenta de que el ojo en cuestión había sido mucho más sagaz que los sacerdotes negros que habían servido a su montaña—ídolo. Al igual que tantos sacerdotes, habían sido demasiado fanáticos y no tan inteligentes, ni mucho menos, como el dios al que servían. Mientras habían tratado de rescatar el ojo extraído y destruir a los ladrones blasfemos que lo habían robado, el ojo había cuidado muy bien de sí mismo. Había encantado a Fafhrd y le había engañado para que siguiera un camino circular que le llevaría, a el y al Ratonero, de regreso a la vengativa colina verde. Incluso había acelerado la última etapa del viaje, obligando a Fafhrd a avanzar por la noche, llevando al Ratonero con él tras haberle propinado mientras dormía un golpe peligrosamente fuerte.