La luz de la luna no suavizaba las ásperas líneas angulosas de la gran casa de piedra de Muulsh, el prestamista. Cuadrada, de tejado plano, con pequeñas ventanas y con tres pisos de altura, se alzaba a corta distancia de las casas similares pertenecientes a los ricos comerciantes de granos, como un gorrero rechazado.
Cerca de la casa fluían las aguas del Hlal, impetuoso en aquella parte de la ciudad, que penetraba como un codo en la poderosa corriente. En el lado más cercano al río se levantaba una estructura oscura, en forma de torre, uno de los varios edificios malditos y abandonados de Lankhmar, cerrado en tiempos antiguos por razones que ahora sólo conocían ciertos sacerdotes y nigromantes.
En el otro lado se amontonaban las formas oscuras y sólidas de los almacenes. La casa de Muulsh daba una impresión de poder taciturno, de gran riqueza y tremendos secretos celosamente guardados.
Peto el Ratonero Gris, que atisbaba por una de las claraboyas del tejado, típicas de Lankhmar, y veía el cuarto de vestir de la esposa de Muulsh, podía ver un aspecto muy distinto del carácter del prestamista. Aquel hombre sin corazón, amedrentado por el azote verbal de su mujer, parecía un servil perro faldero, o quizás una ansiosa y solícita gallina clueca.
—¡Gusano, babosa, bestia fofa y grosera! —le decía su esbelta esposa, casi cantando las palabras—. ¡Has arruinado mi vida con tu sucio manejo del dinero! Ninguna mujer noble quiere siquiera hablar conmigo. Ni un solo señor o mercader de granos se atreve a coquetear conmigo. En todas parees sufro el ostracismo. ¡Y todo porque tienes los dedos grasientos y mancillados de tanto tocar monedas!
—Pero Arya—murmuró él tímidamente—. Siempre he creído que ibas a visitar a tus amigos. Casi todos los días estás fuera durante horas enteras..., aunque sin decirme nunca adónde vas.
—¡Zoquete insensible! —exclamó ella—. ¿Qué tiene de extraño que salga y vaya a algún lugar solitario para llorar y buscar amargo consuelo en privado? Jamás entenderás la delicadeza de mis emociones. Por qué te casaste conmigo? Yo no lo habría hecho, puedes estar seguro..., pero tú obligaste a mi pobre padre cuando estaba en dificultades. ¡Me compraste! Es la única manera que sabes de conseguir algo. Y entonces, cuando murió mi padre, tuviste la desfachatez de comprar esta casa, la suya, la casa donde nací. Lo hiciste para completar mi humillación, para hacerme volver allá donde todo el mundo me conocía y que pudieran decir: «Ahí va la esposa de este prestamista insoportable». ¡Si es que usan una palabra tan cortés como esposa! Lo único que quieres es torturarme y degradarme, llevarme a rastras hasta tu nivel infame. ¡Eres un cerdo obsceno!
Y mientras así hablaba, trazó un tatuaje con sus tacones dorados sobre la brillante madera del suelo. Era menuda, ligera, muy mita, vestida con una túnica de seda amarilla y calzones. Su rostro de ojos vivos y mentón pequeño tenía un atractivo exótico bajo el dosel del cabello liso, de un negro reluciente. Sus rápidos movimientos parecían un aleteo incansable. En aquel momento sus gestos traslucían enojo y una profunda irritación, pero había también una especie de naturalidad estudiada en sus maneras, lo cual sugirió al Ratonero, el cual disfrutaba a conciencia de todo aquello, que la escena había sido repetida innumerables veces.
La habitación armonizaba bien con su moradora: tenía colgaduras de seda y muebles delicados, y había esparcidas por todas partes mesitas cargadas de tarros de cosméticos, cuencos de dulces y toda clase de objetos frívolos. La brisa cálida que penetraba por las ventanas abiertas hacía oscilar las llamas de unas velas largas y delgadas.
Una docena de jaulas estaban suspendidas del techo por medio de cadenas delicadas. Contenían canarios, ruiseñores, cotorras y otros diminutos pájaros cantores, algunos de los cuales dormían mientras otros piaban somnolientos. Aquí y allá había mullidas esteras, y, en conjunto, era un nido aterciopelado en medio del carácter pétreo de Lankhmar.
Muulsh era un poco como ella le había descrito: gordo, feo y tal vez veinte años mayor que ella. Su túnica llamativa le sentaba como si fuera un saco. La mirada que dirigía a su esposa, mezcla de aprensión y deseo, era irresistiblemente cómica.
—Oh, Atya, mi palomita, no estés enfadada conmigo. Hago cuanto puedo por complacerte, y te amo muchísimo.
Trató de tocarle el brazo y ella le eludió; corrió con torpeza tras ella y tropezó de inmediato con una de las jaulas, que colgaba a una altura inconveniente. La mujer se volvió hacia él, convertida en una furia en miniatura.
—¡No molestes a mis animalitos, bruto! Vamos, vamos, queridos míos, no os asustéis. No es más que el viejo elefante.
—¡Malditos sean tus animales —exclamó el prestamista impulsivamente, llevándose una mano a la frente, pero se dominó en seguida y retrocedió, como si temiera que su esposa le azotara con una zapatilla.
—¡Vaya! ¿De modo que, además de todos tus demás ultrajes, hemos de soportar tus maldiciones? —inquirió ella en un súbito tono glacial.
—No, no, mi amada Atya. No he podido dominarme. Te quiero mucho, y también a tus pajaritos, a los que no deseo ningún daño.
—¡Claro que no les deseas ningún daño! Sólo deseas atormentarnos a
muerte. Quieres
degradarnos y...
—Pero Atya —la interrumpió él en tono apaciguador—. No creo que te haya degradado realmente. Recuerda que incluso antes de que me casaca contigo tu familia no se mezclaba nunca con la sociedad de Lankhmar.
Esta observación fue un error, como el Ratonero, que hizo pan esfuerzo para ahogar la risa, pudo ver claramente. Muulsh también debió de darse cuenta, pues mientras Atya palidecía y se disponía a coger una pesada botella de cristal, el retrocedió y le dijo:
—Te he traído un regalo.
—Puedo imaginar qué es —replicó ella desdeñosamente, relajándose un poco pero empuñando la botella—. Alguna baratija que una señora regalaría a su doncella, o unos trapos chillones sólo apropiados para una ramera.
—Oh, no, querida mía, es un regalo digno de una emperatriz.
—No te creo. Si en Lankhmar no me aceptan se debe a tu gusto atroz y sus asquerosos modales. —Sus finos rasgos, decadentemente blandos, se contrajeron en un mohín, y su seno encantador aún estaba agitado por la cólera—. «Es la concubina de Muulsh, el prestamista», dice todo el mundo, y se ríen can disimulo de mí. ¡Se ríen!
—No tienen derecho a hacerlo. ¡Puedo comprarlos a todos! Espera hasta que te vean llevando mi regalo. ¡Es una joya por la que la esposa del Señor Supremo bebería los vientos!
A la mención de la palabra «joya», el Ratonero percibió que un sutil estremecimiento de expectación recorría la estancia. Aun más, vio que una de las colgaduras de seda se movía de una forma que difícilmente podía deberse a una ligera brisa.
Avanzó con cautela, estiró el cuello y escudriñó el espacio entre las colgaduras y la pared. Lentamente, una sonrisa malévola apareció en su rostro compacto, de nariz chata.
Agazapados en la ligera luminiscencia ambarina que se filtraba a través de los cortinajes había dos hombres enjutos, desnudos con excepción de sendos taparrabos oscuros. Cada uno tenía una bolsa lo bastante grande para encajar ampliamente en ella una cabeza humana, y de las cuales salía un débil aroma soporífero que el Ratonero había percibido antes sin Poder localizar su origen.
La sonrisa del Ratonero se intensificó. Sin hacer ruido llevó hacia delante la caña de pescar que tenía a su lado e inspeccionó el sedal y las garras untadas de una sustancia viscosa que hacían de anzuelo.
—¡Muéstramela joya! —dijo Arya.
—Lo haré en seguida, querida —replicó Muulsh—, pero no crees que primero deberíamos cerrar la claraboya y las demás ventanas?
—¡No haremos nada de eso! —le espetó Arya—. ¿He de sofocarme porque unas cuantas viejas han sido presa de un temor absurdo?
—Pero no es un temor absurdo, paloma mía. Todo Lankhmar tiene miedo, y con razón.
Pareció que el prestamista iba a llamar a un esclavo, pero Atya pateó el suelo con irritación.
—¡Basta ya, cobarde gordinflón! Me niego a ceder a esos temores infantiles. No creo ni una palabra de esas historias fantásticas, por muchas que sean las grandes señoras dispuestas a jurar que son ciertas. No te atrevas a hacerme cerrar las ventanas y enséñame la joya en seguida o..., o nunca volveré a ser amable contigo.
Parecía próxima a la histeria Muulsh emitió un suspiro de resignación.
—Muy bien, cariño.
Se dirigió a una mesa taraceada, agachándose con dificultad para evitar varias jaulas, y buscó algo en un pequeño cofre. Cuatro pares de ojos le seguían atentamente. Cuando regresó tenía algo resplandeciente en la mano. Lo depositó en el centro de la mesa.
—Aquí está —dijo al tiempo que daba un paso atrás—. Te he dicho que es adecuado para una emperatriz, y lo es.
Se hizo un silencio absoluto en la habitación. Los dos ladrones escondidos detrás de las cortinas se adelantaron codiciosamente, soltando en silencio los cordones de las bolsas, sus pies acariciando la madera pulimentada del suelo como patas de gato.
El Ratonero deslizó la delgada caña de pescar a través de la claraboya, evitando las cadenas de plata de las jaulas, hasta que la garra colgante quedó situada sobre el centro de la mesa, como una araña preparada para abatirse contra un confiado escarabajo, grande y rojo.
Atya contemplaba la joya, que relucía como una gota de sangre gruesa, brillante y temblorosa. Una nueva expresión de dignidad y amor propio apareció en el rostro de Muulsh.
Los dos ladrones se agacharon para saltar. El Ratonero sacudió ligeramente la caña, calculando la distancia antes de dejar caer la garra. Arya se acercó a la mesa con la mano extendida.
Pero todas estas acciones preparatorias fueron interrumpidas simultáneamente.
Se oyó el batir de unas alas poderosas, y un pájaro negro como la tinta, algo mayor que un cuervo, entró aleteando por una ventana lateral y voló dentro de la habitación, como un fragmento de negrura desprendido de la noche. Sus garras hicieron rasguños de un brazo de largo al posarse en la mesa. Entonces arqueó el cuello, emitió un graznido estridente y estremecedor y se lanzó contra Atya.
En la sala se produjo un torbellino de movimientos caóticos. La garra engomada se detuvo a medio camino; los dos ladrones trataron desmañadamente de mantener el equilibrio y evitar que les vieran. Muulsh agitaba los brazos y gritaba: « ¡Fuera! ¡Fuera! ». Atya se desplomó.
El pájaro negro pasó cerca de Arya, rozando y golpeando las jaulas de plata con sus alas, y desapareció en la noche.
Volvió a hacerse un silencio momentáneo en la habitación. La incursión de su hermano raptor había acallado los cantos de las aves. La caña se desvaneció a través de la claraboya. Los dos ladrones se escabulleron detrás de las cortinas y avanzaron sin hacer ruido hacia una puerta. A sus miradas de asombro y temor sucedía una expresión de profesionales fracasados.
Atya se puso de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos. Un escalofrío recorrió el orondo cuerpo de Muulsh.
—¿Te ha..., te ha herido? Se lanzó contra tu cara.
Arya apartó las manos, revelando el rostro ileso, y se quedó mirando fijamente a su marido. De súbito la fría mirada se tiñó de indignación, como un recipiente que llega repentinamente al punto de ebullición.
—¡Gallina inútil! —le gritó—. ¡Por lo que te has preocupado bien podría haberme arrancado los dos ojos! ¡No has hecho más que gritar «fuera, fuera» cuando me atacó! ¿Por qué no hiciste algo? ¡Y la joya ha desaparecido! ¡Oh, desgraciado pollo castrado!
Se incorporó y cogió una de sus zapatillas con un ademán de furia incontenible. Muulsh retrocedió protestando y tropezó con un grupo de jaulas.
Sólo el manto arrojado a un lado de Fafhrd señalaba el lugar donde el Ratonero Gris le había dejado. Corrió al borde del tejado y distinguió la voluminosa forma de Fafhrd a cierta distancia, al otro lado de los almacenes anexos. El bárbaro miraba el cielo iluminado por la luna. El Ratonero recogió el manto, saltó el estrecho vacío entre los edificios y le siguió.
Cuando el Ratonero le dio alcance, Fafhrd sonreía con gran satisfacción, mostrando sus dientes blancos. El tamaño de su cuerpo flexible y musculoso y la cantidad de cuero con incrustaciones metálicas que llevaba en forma de brazaletes y ancho cinto desentonaban mucho en la civilizada Lankhmar, al igual que su cabello largo y cobrizo, sus rasgos de tosca belleza y su pálida piel de nórdico, espectral bajo la luz lunar. Tenía una mano enfundada en un guante de cetrería, a cuya muñeca se aferraba un águila de cabeza blanca, que ahuecó las plumas e hizo un desagradable ruido gorgoteante cuando se aproximó el Ratonero.
—¡Ahora dime que no puedo cazar a la luz de la luna llena! —exclamó alegremente—. No sé lo que ha sucedido en la habitación o la suerte que has tenido, pero en cuanto al pájaro negro que entró y salió... ¡Míralo! ¡Aquí lo tienes!
Empujó con el pie un montón inerte de plumas negras. El Ratonero susurró los nombres de varios dioses en rápida sucesión y luego preguntó:
—Pero ¿y la joya?
—No sé nada de eso —dijo Fafhrd con despreocupación—. ¡Ah, pero deberías haberlo visto, pequeño! ¡Una lucha maravillosa! —Su voz rebosaba entusiasmo—. El otro voló rápida y astutamente, pero
Kooskra
se alzó como el viento del norte en un puerto de montaña. Eran tan rápidos que por un momento los perdí de vista. Luego
Kooskra
lo derribó.
El Ratonero se había arrodillado y examinaba cuidadosamente la presa de
Kooskra.
Se sacó un pequeño cuchillo del cinco.
—¡Y pensar que, según me han dicho, creen que estos pájaros son demonios o feroces fantasmas de la oscuridad! —siguió diciendo Fafhrd, mientras colocaba una capucha de cuero en la cabeza del águila—. ¡Qué tontería! No son más que feos cuervos que vuelan de noche.
—Hablas demasiado alto —observó el Ratonero, y alzó la vista—, pero es evidente que esta noche el águila ha vencido a la caña de pescar. Mira lo que he encontrado en el buche de este pájaro. Lo guardó hasta el final.
Fafhrd arrebató el rubí al Ratonero con su mano libre y lo izó para mirarlo a la luz de la luna.
—¡El rescate de un rey! —exclamó—. ¡Somos ricos, Ratonero! Lo veo claramente. Seguiremos a esos pájaros en sus robos y paremos que
Kooskra
les despoje de su boten.