Ningauble suspiró honda y un tanto hipócritamente.
Todo esto es muy malo, gentil hijo mío —siguió diciendo, los ojos danzando hipnóticamente dentro de la capucha—, pero es bastante natural en universos administrados por dioses como los que tenemos... Bastante natural y tal vez soportable. Sin embargo —hizo una pausa— ¡luego viene algo peor! Los Devoradores no sólo quieren tener por clientes a todos los seres de todos los universos, sino que, sin duda porque temen que alguien haga algún día una pregunta desagradable, quieren reducir a todos sus clientes al estado de esclavitud y sumisión inducida con sus artes sugestivas, de modo que sólo sirvan para quedarse boquiabiertos ante sus mercancías y comprar la basura que ofrecen los Devoradores. Esto significa, naturalmente, que al final sus clientes no tendrán con qué pagarles sus chucherías, pero esta eventualidad no parece preocupar a los Devoradores. Tal vez crean que siempre hay un nuevo universo por explorar. ¡Y puede que lo haya!
—¡Monstruoso! —comentó Fafhrd—. Pero ¿qué ganan los Devoradores con todas esas furiosas incursiones comerciales, todo ese tráfico loco? ¿Qué quieren en realidad?
—Los Devoradores sólo quieren amasar dinero —replicó Ningauble—, criar a otros como ellos para que amasen más dinero y competir entre ellos en ese acaparamiento. Por cierto, Fafhrd, ¿no es ése el nombre de una ciudad? ¿Amesadinero? Y los Devoradores quieren meditar acerca del gran servicio que hacen a los muchos universos, pues afirman que los clientes serviles son los súbditos más obedientes de los dioses, y quejarse sobre cómo el trabajo de amasar dinero les tortura la mente y trastorna sus digestiones. Aparte de esto, cada uno de los Devoradores colecciona en secreto y oculta para siempre, a fin de que sólo sus ojos gocen de ellos, los objetos y pensamientos mejores creados por verdaderos hombres y mujeres (así como magos y demonios verdaderos) y que han comprado a precios de saldo y pagado con basura o, y esta es su última preferencia, no han pagado en absoluto.
—¡Es realmente monstruoso! —repitió Fafhrd—. Los mercaderes siempre han sido un misterio maligno, y estos parecen la peor especie. Pero ¿qué tiene todo esto que ver conmigo?
—Oh, gentil hijo mío —respondió Ningauble, la piedad de su tono teñida ahora con una cierta decepción benevolente—, una vez más me obligas a recurrir a las hipótesis. Volvamos a la suposición de que ese hombre valiente cuyo universo está espantosamente amenazado, que no da importancia a su vida y a la mencionada suposición de que el sabio tío de ese hombre, cuyo consejo el valiente sigue invariablemente...
—¡Los Devoradores han puesto tienda en la Plaza de las Ocultas Delicias! —le interrumpió Sheelba de un modo tan abrupto, con tal aspereza que esta vez Fafhrd se sobresaltó—. ¡Esta noche tienes que destruir ese lugar!
Fafhrd reflexionó un poco en estas palabras y luego dijo con voz insegura:
—Los dos me acompañaréis, supongo, para ayudarme con vuestras brujerías en lo que me parece que puede ser una operación de lo más peligroso, para servirme como una especie de artillería brujeril y cuerpo de arqueros mientras yo hago el papel de batallón de asalto...
—Oh, gentil hijo mío... —interrumpió Ningauble en un tono de profunda decepción, meneando la cabeza de modo que sus resplandores oculares saltaron dentro de la capucha.
—¡Tienes que hacerlo solo! graznó Sheelba.
—¿Sin ninguna ayuda? inquirió Fafhrd—. ¡No! Buscad a otro, a ese estúpido valiente que siempre sigue el consejo de su intrigante tío tan servilmente como dices que los clientes de los Devoradores responden a las mercancías que venden. ¡Buscadle a él! Pero en cuanto a mí... ¡Digo que no!
—¡Entonces déjanos, cobarde! —dijo duramente Sheelba.
Pero Ningauble se limitó a suspirar y dijo en tono de disculpa:
—Queríamos que tuvieras un camarada en esta misión, un compañero de armas contra el fétido mal, a saber, el Ratonero Gris. Pero por desgracia se presentó demasiado pronto a la cita que tenía aquí con mi colega, fue atraído a la tienda de los Devoradores y sin duda ahora está cogido en sus trampas, si no ha muerto ya. Puedes ver, pues, que pensamos en tu bienestar y no deseábamos sobrecargarte con una misión en solitario. Sin embargo, gentil hijo mío, si todavía tienes la firme resolución...
Fafhrd emitió un suspiro más profundo que el de Ningauble.
—Muy bien gruñó, admitiendo la derrota—. Lo haré por vosotros. Alguien tendrá que sacar a ese bobalicón grisáceo del lío en que se ha metido, ya sea un bonito fuego 0 aguas centelleantes lo que le ha tentado. Pero ¿cómo voy a hacerlo? —Agitó un largo dedo en dirección a Ningauble—: ¡Y no vuelvas a llamarme gentil hijo mío!
Ningauble hizo una pausa; luego se limitó a decir:
—Usa tu propio juicio.
—¡Ten cuidado con la pared negra! —le advirtió Sheelba.
—Espera, tengo un regalo para ti —le dijo Ningauble, y le tendió una cinta raída, de una vara de largo, cogida entre los pliegues de la larga manga del mango, de modo que era imposible ver la clase de mano que la sostenía.
Fafhrd cogió el andrajo soltando un bufido, hizo con él una pelotita y se la guardó en el bolsillo.
—Cuídalo mucho —le advirtió Ningauble—. Es el Manto de la Invisibilidad, algo gastado por muchos usos mágicos. No te lo pongas hasta que estés cerca del bazar de los Devoradores. Tiene dos pequeñas debilidades: no te hará del todo invisible a un brujo maestro si percibe tu presencia y da ciertos pasos. Además, procura no sangrar durante esta visión, pues el manto no oculta la sangre.
—¡También yo tengo un regalo! —dijo Sheelba, sacando del negro agujero de su capucha, con una mano enmascarada por la manga, como Ningauble había hecho, algo que brillaba débilmente en la oscuridad como..., como una telaraña.
Sheelba la agitó, como para desalojar una araña o quizá dos.
—Es la Venda de la Verdadera Visión —dijo mientras se la ofrecía a Fafhrd—. ¡Muestra todas las cosas tal como realmente son! No te la pongas ante los ojos hasta que entres en el bazar. Pero si valoras tu vida o tu cordura, ¡no se te ocurra ponértela ahora!
Fafhrd la tomó cautelosamente, sintiendo un hormigueo en los dedos. Estaba inclinado a obedecer las instrucciones del mago taciturno. En aquel momento no le importaba realmente ver el verdadero rostro de Sheelba o del Rostro Sin Ojos.
El Ratonero Gris estaba leyendo el libro más interesante de todos, un gran compendio de conocimiento secreto escrito con signos astrológicos y geománticos, cuyos significados saltaban fácilmente de la página a su mente.
Para reposar la mirada, o más bien para no devorar con demasiada rapidez el libro, miró a través de un tubo de latón de nueve codos una escena que sólo podría ser el azulado pináculo del universo donde los ángeles resplandecen en su vuelo como libélulas y donde unos pocos héroes selectos descansan tras su gran escalada a la montaña y observan con ojo crítico las labores de hormiga de los dioses a muchos niveles por debajo.
Tras esta visión su mirada necesitaba otro descanso, por lo que alzó la vista y miró entre los barrotes escarlatas (¿de un metal sanguíneo?) de la jaula situada al fondo de la tienda, donde estaba la muchacha más atractiva de todas, esbelta, rubia, de ojos negro azabache, la cual se arrodilló, sentándose sobre los talones, con la parte superior del cuerpo un poco inclinada atrás. Llevaba una túnica de terciopelo rojo y su cabello dorado era tan espeso y dócil que podía dejarlo caer como un telón ante el rostro, casi hasta los labios fruncidos. Con los delgados dedos de una mano apartó ligeramente aquella sedosa cortina dorada para mirar juguetonamente al Ratonero, mientras que con la otra mano hacía sonar unas castañuelas con un lánguido ritmo lento, aunque con ocasionales staccatos rápidos.
El Ratonero estaba considerando la posibilidad de dar una o dos vueltas a la manivela de oro con rubíes incrustados que estaba al lado de su codo, cuando vio por primera vez la pared brillante al fondo de la tienda. Se preguntó de qué material estaría hecha. ¿Innumerables diamantes diminutos como arena pegada en un cristal ahumado? ¿Ópalo negro? ¿Perla negra? Brillo de luna negra?
Fuera lo que fuese, la fascinación que producía era absoluta, pues el Ratonero dejó en seguida el libro, usando el tubo de nueve codos para señalar las páginas, un par de páginas absorbentes sobre el duelo en las que se revelaba la Parada Universal y sus cinco variantes falsas, así como las tres formas verdaderas de la Estocada Secreta, hizo un gesto con un dedo a la hechizadora rubia vestida de rojo y se dirigió rápidamente al fondo de la tienda.
Mientras se acercaba a la pared negra pensó por un instante que había atisbado un espectro plateado, o quizás un esqueleto, que salía de la pared y caminaba hacia él, pero entonces vio que se trataba tan sólo de su propio reflejo, agradablemente realzado por el resplandeciente material. Lo que por un momento le pareció costillas de plata era el reflejo de los cordones plateados de su túnica.
Sondó a su imagen y alargó un dedo para tocar el brillante dedo reflejado cuando, ¡oh, maravilla!, su mano penetró en la pared sin ninguna sensación salvo un ligero frescor cosquilleante que prometía comodidad como las sábanas de una cama recién hecha.
Miró su mano dentro de la pared y, ¡oh, nueva maravilla!, tenía un hermoso color plateado, recubierta por un tenue diseño de escamas diminutas. Y aunque era sin duda alguna su mano, como podía ver si la cerraba, ahora carecía de cicatrices y era algo más esbelta y de dedos más largos, en conjunto, más bella de lo que era un momento antes.
Agitó los dedos y fue como si contemplara pequeños peces plateados que nadaban en una superficie acuática.
Pensó en el raro capricho que era tener un estanque oscuro o más bien una piscina instalada en una pared, de modo que uno podía entrar suave y tranquilamente en el fluido erecto sin necesidad del ruidoso ejercicio atlético de zambullirse. ¡Y qué encantador resultaba que el estanque estuviera lleno no de agua fría y mojadora, sino de una especie de esencia lunar oscura! Y una esencia que tenía también propiedades cosméticas, como una especie de baño de barro sin el barro. El Ratonero decidió que debería sumergirse en aquella maravillosa piscina en seguida, pero en aquel momento su mirada descubrió un largo canapé negro hacia el otro extremo de la liquida pared oscura, y más allá del canapé una mesita que sustentaba viandas, una jarra de cristal y una copa. Caminó a lo largo de la pared para inspeccionar aquello, acompañado a cada paso por su apuesto reflejo.
Pasó un momento la mano por la pared y, cuando la retiró, las escamas desaparecieron al instante y regresaron las viejas cicatrices familiares.
El canapé resultó ser un ataúd estrecho y de costados altos, forrado de satén acolchado negro y con pequeños cojines de satén negro en un extremo. Producía una invitadora sensación de comodidad y descanso, no tan invitadora como la pared negra, pero igualmente atractiva. Incluso había un anaquel con pequeños libros negros anidados en el satén negro para diversión del ocupante y también una vela negra, apagada.
La comida que estaba sobre la mesita de ébano más allá del ataúd consistía en alimentos totalmente negros. Primero por la vista y luego mordisqueándolos y tomando unos sorbos, el Ratonero descubrió su naturaleza: delgadas rebanadas de un pan de centeno muy oscuro, con semillas de adormidera incrustadas y embadurnadas de mantequilla negra; tiras de carne asadas hasta adquirir el color del carbón y diminutos fragmentos de hígado de ternera asados de igual manera, espolvoreados con especias negras y guarnecidos liberalmente de alcaparras; las más oscuras jaleas de uva, trufas cortadas en tiras delgadas como el papel y setas que se habían vuelto negras al freírlas, castañas en salmuera y, naturalmente, olivas maduras y negros huevos de pescado o caviar. La bebida negra, que producía espuma al verterla, resultó ser cerveza de malta mezclada con el vino espumoso de Ilthmar.
Decidió refrescar al Ratonero interior, el Ratonero que vivía una especie de vida superficial ciega, blanda, ávida y ondulante entre sus labios y su estómago, antes de sumergirse en la pared negra.
Fafhrd volvió a entrar en la Plaza de las Ocultas Delicias caminando con cautela y con el largo andrajo que era el Manto de la Invisibilidad sujeto entre los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, y la brillante tela de araña que era la Venda de la Verdadera Visión sujeta aún con mayor delicadeza entre los mismos dedos de la mano derecha. Aún no estaba seguro del todo de que el sedoso hexágono estuviera totalmente libre de arañas.
Al otro lado de la plaza descubrió la entrada brillante de la tienda que, según le habían dicho, era el puesto de avanzada de los mortíferos Devoradores, a través de la multitud de gente que pululaba sin cesar, haciendo comentarios y especulaciones, llenos de excitación.
El único rasgo de la tienda que Fafhrd podía distinguir claramente desde la distancia a que se hallaba era el portero con su gorro rojo y las babuchas y holgados calzones del mismo color, el cual ahora no hacía cabriolas sino que se apoyaba en su larga escoba al lado del portal en forma de arco trebolado.
Fafhrd se rodeó el cuello con el Manto de la Invisibilidad. La cinta raída quedó colgando a cada lado de su jubón de piel de lobo a medio camino del cinto del que pendía la larga espada y un hacha corta. No veía que su cuerpo desapareciera y dudó de que la cinta tuviera algún efecto. Como tantos otros taumaturgos, Ningauble nunca dudaba en darle a uno encantamientos inútiles, no con un propósito traicionero, sino simplemente para reforzar la moral. Se encaminó resueltamente hacia la tienda.
El nórdico era un hombre aleo, de anchos hombros y aspecto formidable, doblemente formidable por su atavío y su armamento bárbaros en la supercivilizada Lankhmar, y por ello daba por sentado que los ciudadanos ordinarios se apartarían de su camino; nunca se le había ocurrido pensar que pudieran dejar de hacerlo. Por ello sufrió una conmoción. Todos los menestrales, los matones andrajosos, mozos de las posadas, estudiantes, esclavos, mercaderes de segunda clase y las cortesanas de calidad inferior, los cuales automáticamente se habrían apartado de él (aunque las últimas con un pícaro movimiento de caderas) ahora avanzaban hacia él en línea recta, de modo que tenía necesidad de esquivarlos, desviarse, detenerse y a veces incluso retroceder para evitar que le dieran pisotones y tropezaran con él. Un individuo de vientre orondo casi se llevó por delante su tela de ataña, que ahora, a la luz de la tienda, Fafhrd pudo ver que estaba libre de ocupantes, o si aún contenía alguna ataña debía de ser muy pequeña.