Ocultándose al otro, cada uno consultó a brujas, hechiceros, astrólogos, magos, nigromantes, adivinadores, médicos famosos, incluso sacerdotes, buscando una cura a sus males (cada uno deseaba ver más de su amada muerta o nada en absoluto), pero sin encontrar ninguna.
Al cabo de tres lunas el Ratonero y Fafhrd —muy amables entre sí, muy tolerantes en todos los aspectos, prestos siempre a la broma y sonriendo mucho más de lo que deseaban— se estaban volviendo rápidamente locos. El Ratonero lo comprendió una mañana gris, cuando, al abrir los ojos, una pálida Ivrian bidimensional apareció al fin y le miró tristemente un momento desde el techo, tras lo cual se desvaneció por completo. Grandes gotas de sudor perlaron el rostro y la cabeza del hombrecillo, desde la línea donde nacía el cabello. Notaba un sabor ácido en la garganta y tenía ganas de vomitar. Entonces apartó con violencia las ropas de cama y salió corriendo desnudo de su dormitorio, cruzó la sala de estar y entró en el de Fafhrd.
El nórdico no estaba allí.
Durante largo tiempo se quedó mirando el lecho revuelto y vacío. Luego bebió de un trago media botella de vino fortalecido y se preparó un cazo de gahveh vitalizance, que tomó casi hirviendo. Una vez engullido se echó a temblar intensamente. Se puso una túnica de lana, que se ató con firmeza a la cintura, se calzó sus botas de lana y siguió estremeciéndose mientras terminaba su gahveh todavía humeante.
Durante todo el día anduvo de un lado a otro por la sala de estar o se arrellanó en una de las grandes sillas, alternando el vino fortalecido con el gahveh caliente, esperando el regreso de Fafhrd, todavía estremeciéndose de vez en cuando y arrebujándose más en la túnica. Pero el nórdico no aparecía.
Cuando las ventanas de cuerno delgado y ceniza en polvo amarillearon y se oscurecieron al anochecer, el Ratonero empezó a pensar de una manera más práctica en su penosa situación. Se le ocurrió que el único brujo al que no había consultado acerca de su obsesionante y horrible Ivrian (plausible precisamente porque era el único brujo que no le parecía un impostor y un farsante) era Sheelba del Rostro Sin Ojos, que vivía en la choza de cinco patas en el Gran Pantano Salado, al este de Lankhmar.
Se quitó las prendas de lana y se puso rápidamente su túnica gris de seda ásperamente tejida, sus botas de piel de rata y se colocó al cinto la delgada espada .Escalpelo» y la daga «Garra de Gato» (ya había observado antes que las ropas ordinarias de Fafhrd, así como su espada «Varita Gris» y su daga «Buscacorazones» habían desaparecido), se puso el manto con capucha del mismo material que su túnica y salió de la casita a toda prisa, temeroso de que el triste fantasma de Ivrian se le apareciera de nuevo y, sin hablar ni tocarle, volviera a desvanecerse.
El sol se ponía. El muchacho de la «Anguila de Plata» estaba limpiando los retretes.
—¿Has visto hoy a Fafhrd? —le preguntó el Ratonero con vehemencia.
El muchacho empezó a retroceder.
—Sí —respondió—. Salió esta mañana en un gran caballo blanco.
—Fafhrd no tiene ningún caballo —dijo el Ratonero en un tono áspero y amenazante.
El muchacho retrocedió de nuevo.
—Era el caballo más grande que he visto jamás. Tenía silla y arreos marrones, con incrustaciones de oro.
El Ratonero soltó un gruñido y desenfundó a medias a «Escalpelo» de su vaina de piel de ratón. Entonces, más allá del muchacho, vio, centelleante en la penumbra, un caballo enorme, negro como el azabache, con silla de montar y arreos negros que tenían incrustaciones de plata.
Se aparcó corriendo del muchacho, el cual se arrojó de costado al suelo, saltó a la silla, cogió las riendas, puso los pies en los estribos, que colgaban exactamente a la altura adecuada para él, y azuzó al caballo, el cual partió al instante por el Sendero Mortecino y galopó al norte por la calle del Carretero y al oeste por la calle de los Dioses —los transeúntes se apartaban espantados al ver la velocidad de aquel corcel— y cruzó el Portal del Pantano abierto antes de que los guardianes pudieran coger sus picas de filo mellado para lanzarlas o hacerlas servir de barrera.
El sol se ponía a la espalda, la noche estaba delante, el Ratonero sentía el viento húmedo en las mejillas, y todo esto le parecía bueno.
El caballo negro galopó por la Carretera del Origen a lo largo de unos sesenta tiros de flecha, o dieciocho veintenas de lanzamientos de pica, y luego se internó en la carretera que llevaba tierra adentro y al sur. El giro fue tan repentino, que el Ratonero casi salió despedido de su silla Pero logró mantenerse montado, esquivando lo mejor que pudo las ramas de zarzales y árboles espinosos. Tras unos cien alientos jadeantes, el caballo se detuvo, y allí, ante ellos, estaba la choza de Sheelba, y un poco por encima de la cabeza del Ratonero, la entrada baja y oscura y una figura enfundada en una túnica negra y cubierta con una capucha también negra estaba agazapada en ella.
—Qué es lo que te propones, mago tramposo? —inquirió el Ratonero en tono estentóreo—. Sé que has enviado este caballo para que me traiga aquí.
Sheelba no dijo una sola palabra ni se movió, aun cuando su postura en cuclillas parecía muy incómoda, al menos para un ser con piernas en lugar de, por ejemplo, tentáculos.
Al cabo de un rato el Ratonero preguntó, con voz todavía más fuerce:
—¿Hiciste venir a Fafhrd esta mañana? ¿Enviaste a buscarle un gran caballo blanco con arreos marrones que tenían incrustaciones de oro?
Esta vez Sheelba se movió un poco, aunque volvió a quedar inmóvil en seguida y siguió sin decir palabra, mientras el espacio donde debería estar su rostro continuaba más negro que sus vestiduras.
La oscuridad se hizo más profunda. Al cabo de un rato mucho más largo, el Ratonero dijo en voz baja y entrecortada:
—Oh, Sheelba, gran mago, concédeme un don o de lo contrario me volveré loco. Devuélveme a mi amada Ivrian, dámela completa, o bien (brame de ella por entero, como si nunca hubiera existido. Haz una de estas dos cosas y pagaré el precio que estipules.
Con una voz rasposa, como el tintineo de pequeños guijarros movidos por una ola lenta, Sheelba dijo desde su umbral:
—¿Me servirás fielmente mientras vivas? ¿Cumplirás todas mis justas órdenes? Por mi parte, prometo no llamarte más que una vez al año, o dos como máximo, ni exigirte más que tres de cada trece lunas de tu tiempo. Debes jurarme por los huesos de Fafhrd y los tuyos propios que: primero, usarás cualquier estratagema, no importa lo vergonzosa y degradante que sea, para conseguirme la Máscara de la Muerte del Reino de las Sombras, y que, segundo, matarás a todo ser que intente impedírtelo, aunque fuera tu madre desconocida o el mismo Gran Dios.
Tras una pausa todavía más larga, el Ratonero dijo con un hilo de voz:
—Lo prometo.
—Muy bien —dijo Sheelba—. Quédate con el caballo y cabalga hacia el este, más allá de Ilthmar, la ciudad de los Espectros, el Mar de los Monstruos y las Montañas Calcinadas, hasta que llegues al Reino de las Sombras. Busca allí la Llama Azul y en el sitial del trono ante ella coge y tráeme la Máscara de la Muerte, o arráncasela del rostro a la Muerte, si está en casa. A propósito, en el Reino de las Sombras encontrarás a tu Ivrian. En particular, cuídate de un cierto duque Danius, cuya casa de jardín robaste recientemente, no por pura casualidad, y cuya biblioteca de la muerte imagino que has descubierto y examinado. Ese tal Danius teme a la muerte más de lo que 4 cualquier otra criatura la ha temido jamás en la historia registrada o recordada por hombre, demonio o dios, y planea hacer una incursión en el Reino de las Sombras para matar a la misma Muerte (tanto si es una mujer como un hombre u otro ser, pues mi conocimiento no llega a tanto) y destruir todas las posesiones de la Muerte, incluida la Máscara que has prometido procurarme. Ahora, cumple mi encargo. Eso es todo.
El paralizado y asombrado, pero aun así desdichado y suspicaz Ratonero, se quedó mirando el umbral oscuro durante el tiempo que tardó la luna en alzarse y siluetearse tras las angulosas ramas de un árbol espinoso muerto, pero Sheelba no dijo otra palabra ni hizo el menor movimiento, mientras que al Ratonero no se le ocurría ni una sola pregunta juiciosa que formularle. Así pues, finalmente tocó con los tacones los flancos del caballo negro, el cual giró al instante, avanzó a paso fino hasta la Carretera del Origen y emprendió el galope hacia el este.
Entretanto, casi exactamente al mismo tiempo, dado que hay una buena jornada de viaje a caballo desde Lankhmar, a través del Gran Pantano Salado y el Reino Hundido hasta las montañas detrás de Ilthmar, ciudad de mala reputación, Fafhrd tenía una conversación idéntica y hacía el mismo trato con Ningauble de los Siete Ojos en su cueva vasta y laberíntica, con la excepción de que Ningauble, chismoso por costumbre, habló un millar de palabras por cada una de las que dijo Sheelba, aunque al final no dijo nada más de lo que había dicho éste.
Así los dos héroes con más mala fama y menos principios partieron hacia el Reino de las Sombras. El Ratonero siguió prudentemente la carretera de la costa por el norte, hasta Sarheenmar, desde donde se dirigió tierra adentro, y Fafhrd cabalgó con imprudencia directamente al noroeste, a través del Desierto Envenenado. Pero ambos tuvieron buena suerte y cruzaron las Montañas Calcinadas el mismo día; el Ratonero tomó el paso del norte y Fafhrd el meridional.
El cielo empezó a nublarse en las vertientes de las Montañas Calcinadas, y las nubes se espesaron, aunque no caía una gota de lluvia ni se entablaba niebla. El aire era frío y húmedo, el suelo estaba cubierto de espesa hierba verde y había un bosque de cedros negros; toda aquella vegetación quizá se nutría de agua subterránea cuyo origen era muy lejano. Manadas de antílopes negros y renos comían las largas yerbas hasta reducirlas al tamaño de césped, pero no se veían pastores ni otros seres humanos. El cielo se oscureció aun más, dando la impresión de una noche perpetua, aparecieron unas extrañas colinas bajas coronadas por cúmulos de rocas negras, había fuegos distantes de muchos colores, aunque ninguno azul, y cada uno se desvanecía cuando el viajero se aproximaba y no hallaba cenizas ni ninguna otra señal de su presencia. El Ratonero y Fafhrd supieron que habían entrado en el Reino de las Sombras, mortalmente temido por los implacables mingoles al norte, por los Espectros marfileños al oeste, de carne invisible y orgullosos de sus huesos, al este por las gentes calvas y las bestias sin pelo del reducido pero diplomáticamente sutil y duradero Imperio de Eevarensee, y al sur por el mismo Rey de Reyes, quien había decretado la pena de muerte instantánea a toda persona, aunque fuera su propio visir, o su hijo más querido, o su reina favorita a quien susurrara el nombre del Reino de las Sombras, y no digamos hablara de la lóbrega región.
Finalmente el Ratonero avistó un pabellón negro y cabalgó hacia él, desmontó de su caballo negro, separó las cortinas de seda y allí, tras una mesa de ébano, sorbiendo apáticamente vino de una copa de cristal, vestida con su túnica de seda violeta, favorita tanto de ella como del Ratonero, estaba sentada su amada lvrian, con un chal de armiño alrededor de los hombros.
Pero sus manos pequeñas y esbeltas tenían la coloración azulada de la muerte, el color de la pizarra, lo mismo que el rostro, y la mirada de sus ojos se perdía en el vacío. Sólo su cabello era tan negro, vivo y brillante como siempre, aunque más largo de lo que recordaba el Ratonero, como mucho más largas eran sus uñas.
En sus ojos de mirada fija el Ratonero vio ahora una ligera película de un blanco veteado. La muchacha separó los labios y dijo con voz monótona:
—Me complace verte más allá de mis poderes de expresión, Ratonero, siempre amado, que ahora has arriesgado por mí incluso los horrores del Reino de las Sombras, pero estás vivo y yo muerta. No vuelvas jamás a turbarme, amor mío querido. Goza, goza.
Y cuando el Ratonero se abalanzó hacia ella, apartando a un lado la frágil mesa negra, la figura de la muchacha se difuminó y se hundió rápidamente en el suelo como si éste estuviera formado por unas arenas movedizas diáfanas, suaves y no temidas, aunque era de sólida tierra cuando el Ratonero le clavó las uñas.
Entretanto, a unas leguas al sur de Lankhmar, Fafhrd sufría exactamente la misma experiencia con su amada Vlana, de rostro y manos color de pizarra, con sus dedos largos y fuertes, vestida de actriz con una túnica negra y medias rojas, brillante el cabello castaño oscuro. Pero antes de que ella también se hundiera en el suelo, como era una mujer bastante más ruda que Ivrian, acabó entonando con una voz que era muy extraña a causa de su monotonía y falta de vida, más que por las implicaciones de sus palabras:
—Y ahora vete rápido, mi amado tonto, el hombre más dulce en el mundo vivo del Reino de las Sombras. Haz el idiota trabajo que te ha encargado Ningauble, el cual con certeza te costará la vida, estúpido muchacho, pues se lo has prometido imprudentemente. Luego galopa como el Infierno al sudoeste. Si mueres por el camino y te reúnes conmigo en el Reino de las Sombras, te escupiré en el rostro, no cambiaré contigo una sola palabra y nunca compartiré tu negro y musgoso lecho. Así es la muerte.
Mientras Fafhrd y el Ratonero, aunque estaban a leguas de distancia el uno del otro, partían simultáneamente como ratones aterrados de los dos pabellones negros, cada uno avistó al este una llama de color azul acero que se alzaba como el más largo y brillante de los estiletes, mucho más alta que cualquier otra llama que hubieran visto en el Reino de las Sombras, una llama muy estrecha, azul brillante, que horadaba las nubes negras. El Ratonero la vio un poco al sur y Fafhrd un poco al norte. Cada uno hundió frenéticamente los tacones en los flancos de su caballo y siguió galopando: sus caminos convergían lentamente. En aquel momento, cuando las entrevistas con sus amadas ocupaban sus mentes, el encuentro con la Muerte parecía lo mejor del mundo para ello, lo más deseable, tanto si tenían que matar a la criatura más horrible de la vida como si eran muertos por ésta.
Pero mientras galopaba, Fafhrd no podía dejar de pensar en que Vlana tenía diez años más que él y en que esa diferencia de edad se notaba mucho más en el Reino de las Sombras, mientras que la mente del Ratonero no podía abandonar el tema de la estupidez y el esnobismo básico de Ivrian.
No obstante, ambos galoparon decidida, veloz y alegremente hacia la llama azul, que cada vez era más espesa y brillante, hasta que vieron su origen: la enorme chimenea central de un enorme castillo negro con las puertas abiertas, que se alzaba en una colina baja.