La proa y el combés de aquella curiosa nave, que se movía sólo con los vientos de la imaginación, estaban abarrotados de Hombres de la Nieve con sus pieles de oscuros colores y sentados en tacones y gruesas mantas enrolladas. Bebían, reían, charlaban, rezongaban y se gastaban bromas, pero sin levantar demasiado la voz. La reverencia religiosa y el temor se apoderaban de ellos en cuanto entraban en la Sala de los Dioses o, por denominarla de un modo más apropiado, la Nave de Dios, a pesar, o más probablemente a causa del uso profano que le daban aquella noche.
Se oyó un tamborileo rítmico, siniestro como las pisadas de un leopardo de la nieve, y al principio tan suave que nadie podría decir exactamente cuándo había empezado, pero en un momento había charla y movimiento entre el público y al instante siguiente el silencio era absoluto; las manos se aferraban a las rodillas o reposaban laxas sobre ellas, y los ojos exploraban el escenario iluminado por velas entre dos pantallas pintadas con espirales negras y grises.
El tamborileo se hizo más intenso, rápido y complicado, formando arabescos de percusión, y luego volvió a imitar las pisadas de leopardo.
Al ritmo del tamborileo apareció en el escenario un delgado felino de piel plateada, cuerpo breve, largas patas y orejas erguidas, largos bigotes y larguísimos colmillos. El cuarto delantero y la grupa se alzaban a cosa de una vara del suelo. Su único rasgo era una brillante melena de pelo largo y lacio que le caía sobre la testuz y el cuarto delantero.
El extraño animal recorrió en círculo el escenario por tres veces, agachando la cabeza, husmeando como si percibiera algún aroma especial y emitiendo profundos gruñidos guturales.
Entonces se fijó en el público y con un grito retrocedió, poniéndose en actitud rampante y amenazando a los presentes con las largas y brillantes garras en que terminaban sus patas delanteras.
Dos miembros del público quedaron tan prendidos en la ilusión que sus vecinos tuvieron que impedirles que lanzaran un cuchillo o un hacha de mango corto a lo que estaban seguros de que era una bestia verdadera y peligrosa.
El felino les miró fijamente, abriendo la negra boca para mostrar los colmillos y los dientes más pequeños. Mientras movía con rapidez el morro de un lado a otro, inspeccionándoles con sus grandes ojos marrones, agitó rítmicamente la breve cola peluda.
Entonces inició una danza leopardesca de vida, amor y muerte, unas veces sobre las patas traseras pero sobre todo con las cuatro pata:. Se escabullía e investigaba, amenazaba y se encogía, atacaba y huía, maullaba y se retorcía lascivamente.
A pesar del largo pelo negro, al público no le resultaba más fácil pensar en aquella figura como en una hembra humana vestida con un ceñido traje de piel. En primer lugar, sus patas delanteras eran tan largas como las traseras y parecía tener en ellas una articulación más.
Algo blanco chirrió y apareció aleteando desde detrás de una de las pantallas. El felino plateado dio un rápido salto y atacó con un zarpazo de una pata delantera.
Todos los presentes en la Sala de los Dioses oyeron el grito de la paloma de nieve y el crujido de su cuello al romperse.
Sujetando el pájaro muerto entre sus colmillos, el felino, ahora de pie, lo que mostraba sus líneas femeninas, dirigió al público una larga mirada, y luego avanzó despaciosamente hasta ocultarse tras la pantalla más próxima. Surgió del público un suspiro compuesto de odio y anhelo, de la ansiedad por saber lo que ocurriría después y el deseo de ver lo que ocurría ahora.
Pero Fafhrd no suspiró. En primer lugar, el más ligero movimiento habría revelado su escondite. Por otro lado, podía ver claramente todo lo que sucedía tras dos pantallas decoradas con espirales.
Tenía prohibido asistir al espectáculo por su juventud, y no digamos por los deseos y brujerías de Mor, y media hora antes de que empezara la función, cuando nadie podía verle, había subido a uno de los troncos—columnas de la Sala de los Dioses, por el lado del precipicio. Las fuertes ataduras de las paredes formadas por pellejos cosidos entre sí facilitaban la ascensión. Luego, con cautela, se había deslizado sobre dos fuertes ramas de pino que crecían hacia adentro, muy juntas, por encima de la sala, poniendo mucho cuidado para no desprender ni agujas marrones ni nieve acumulada, hasta que encontró un buen punto de observación, una abertura hacia el escenario, pero fuera de la vista del público. Después, sólo tuvo que mantenerse lo bastante quieto para que no cayeran agujas o nieve que pudieran denunciarle. Confiaba en que cualquiera que alzase la vista a través de la oscuridad y viese partes de su blanca indumentaria la confundiría con la nieve.
Ahora observó cómo las dos muchachas mingolas quitaban rápidamente las ceñidas mangas de piel de los brazos de Vlana, junto con las rígidas patas adicionales también recubiertas de piel y terminadas en garra, que la bailarina había sujetado por dentro. Luego extrajeron las cubiertas de piel de las piernas de Vlana, la cual estaba sentada en un taburete y, tras desprenderse de los colmillos superpuestos a sus dientes, se desenganchó rápidamente la máscara de leopardo y la pieza de los hombros que representaba el cuarto delantero del felino.
Un momento después, regresó al escenario, vestida como una mujer de las cavernas, con un corto sarong de piel plateada y mordisqueando perezosamente el extremo de un hueso largo y grueso. Imitó las faenas que llenaban la jornada de una cavernícola: atender el fuego y los bebés, azotar a los rapaces, mascar el cuero y coser trabajosamente. Las cosas resultaban algo más excitantes cuando regresaba su marido, una presencia invisible evidenciada por su mímica.
El público seguía el relato con facilidad, sonriendo cuando ella le preguntó a su marido qué clase de carne había traído, se mostró insatisfecha por la magra caza y se negó a dejarse abrazar. Estallaron en carcajadas cuando trató de golpear al marido con el hueso de masticar y el resultado era que caía al suelo espatarrada, los niños retrocediendo a su alrededor.
Desde aquella posición se escabulló del escenario detrás de la otra pantalla, que ocultaba la puerta de los actores (normalmente del Sacerdote de la Nieve) y que también ocultaba al mingol manco, cuyos ágiles cinco dedos se encargaban del tamborileo en el instrumento que sujetaba entre sus pies. Vlana se quitó el resto de sus pieles, cambió la inclinación de sus ojos y cejas con cuatro diestros toques de maquillaje, aparentemente en un solo movimiento se puso una larga bata gris con capucha y regresó al escenario caracterizada como una mujer mingola de las estepas.
Tras otra breve sesión de mímica, se agachó grácilmente ante una mesa baja, cubierta de frascos, y empezó a maquillarse con minuciosidad el rostro y peinarse, utilizando al público como espejo. Retiró la bata y la capucha, revelando la prenda más breve de seda roja que la piel anterior había ocultado. Era de lo más fascinante verla aplicarse los ungüentos de colores, cosméticos y polvos brillantes a los labios, mejillas y ojos, y verla peinarse el oscuro cabello en una alta estructura mantenida en su sitio mediante largas agujas cuyas cabezas eran gemas.
Fue entonces cuando más a prueba estuvo la compostura de Fafhrd: un gran puñado de nieve le golpeó en los ojos y se quedó allí adherido.
Permaneció perfectamente inmóvil durante tres latidos de corazón. Luego cogió una muñeca bastante delgada y la arrastró una corta distancia, mientras meneaba con suavidad la cabeza y parpadeaba.
La muñeca atrapada se retorció para liberarse y el puñado de nieve cayó por el cuello de piel de lobo del abrigo de Hor, el hombre de Hringorl, que estaba sentado debajo. Hor emitió un extraño grito bajo y empezó a mirar hacia arriba; pero por suerte en aquel momento Vlana se desprendió del sarong de seda roja y empezó a untarse los pezones con un ungüento coralino.
Fafhrd miró a su alrededor y vio que Mara le sonreía ferozmente desde donde estaba tendida sobre las dos ramas al lado de la suya, la cabeza al nivel del hombro del muchacho.
—¡Si hubiera sido un gnomo del hielo estarías muerto! —le susurró—. O si hubiera encargado a mis cuatro hermanos que te cazaran, como debería haber hecho. Tus oídos estaban sordos, toda tu mente concentrada en los ojos que miraban embobados a esa flaca ramera. ¡Me he enterado de cómo has desafiado a Hringorl por ella! ¡Y has rechazado su regalo de un brazalete de oro!
—Admito, querida, que te has deslizado por detrás de mí con la mayor habilidad y sigilo —le dijo Fafhrd en voz baja—, al tiempo que pareces tener ojos y oídos para todo lo que se rumorea en Rincón Frío, y hasta algunas cosas que no se comentan, pero debo decir, Mara...
—¡Ah! Ahora me dirás que no debería estar aquí porque soy una mujer. Prerrogativas masculinas, sacrilegio intersexual y todo eso. Pues bien, tampoco tú deberías estar aquí.
Fafhrd reflexionó gravemente en aquellas palabras.
—No, creo que todas las mujeres deberían estar aquí. Lo que podrían aprender les resultaría muy interesante y beneficioso.
—¿Hacer cabriolas como una gata en celo? ¿Moverse con indolencia como una esclava idiota? Sí, también he visto esas actuaciones... ¡mientras tú babeabas mudo y sordo! ¡Los hombres os reiréis de cualquier cosa, sobre todo cuando una zorra desvergonzada que hace un espectáculo de su flaca desnudez os despierte la lujuria y os deje boquiabiertos y sonrojados!
Los acalorados susurros de Mara se estaban haciendo peligrosamente fuertes y muy bien podrían haber atraído la atención de Hor y otros, pero una vez más intervino la buena suerte, puesto que sonó de nuevo el tamborileo mientras Vlana abandonaba el escenario, y entonces empezó una música briosa, algo ligera pero galopante, pues al mingol manco se le había unido el pequeño ilthmarix que tocaba una flauta nasal.
—No me he reído, querida —susurró Fafhrd con cierta altivez—, ni tampoco he babeado, no me he sonrojado ni se ha acelerado mi respiración, como estoy seguro que habrás notado. No, Mara, mi único propósito al estar aquí es aprender más de la civilización.
Ella le dirigió una mirada furibunda, rió irónicamente y luego, de repente, le sonrió con ternura.
—¿Sabes? Sinceramente me parece que te crees eso. Eres un niño increíble. —Suspiró, en actitud reflexiva—. Concedo que la decadencia llamada civilización podría interesar a cualquiera y que una puta brincadora podría ser capaz de transmitir su mensaje, o más bien la ausencia de mensaje.
—Ni pienso ni creo, sino que lo sé —replicó Fafhrd, ignorando las demás observaciones de Mara—. ¿Hay todo un mundo que nos llama y sólo tenemos ojos para Rincón Frío? Mira conmigo, Mara, y obtén sabiduría. La actriz interpreta con sus danzas las culturas de todas las tierras y épocas. Ahora es una mujer de las Ocho Ciudades.
Tal vez Mara estaba persuadida hasta cierto punto. O tal vez fuera que el nuevo vestido de Vlana la cubría totalmente —mangas, corpiño verde, larga falda azul, medias rojas y zapatos amarillos— y que la bailarina cultural jadeaba un poco y mostraba los tendones del cuello a causa de la danza briosa y vertiginosa que estaba interpretando. En cualquier caso, la Muchacha de la Nieve se encogió de hombros, sonrió con benevolencia y susurró:
—Bien, debo admitir que todo esto tiene un cierto interés repugnante.
—Sabía que lo comprenderías, querida. Tu mentalidad es dos veces superior a la de cualquier mujer de nuestra tribu y, ¡ay!, a la de cualquier hombre.
Mientras decía esto, Fafhrd la acarició tierna pero más bien distraídamente, mirando al escenario.
Sucesivamente, siempre haciendo veloces cambios de vestuario, Vlana se convirtió en una hurí de las Tierras Orientales, una reina quarmalliana entorpecida por la costumbre, una lánguida concubina del Rey de Reyes y una altiva señora de Lankhmar que llevaba una toga negra. Esto último era una licencia teatral: sólo los hombres de Lankhmar llevaban la toga, pero la prenda era el principal símbolo de Lankhmar de un lado a otro del mundo de Nehwon.
Entretanto Mara hizo cuanto pudo por compartir el excéntrico capricho de su futuro marido. Al principio estaba intrigada de verdad y tomó mentalmente nota de los estilos de vestir de Vlana y los comportamientos que ella también podría adoptar en beneficio propio. Pero entonces se sintió gradualmente abrumada al darse cuenta de la superioridad de la otra mujer en adiestramiento, conocimiento y experiencia. La danza y la mímica de Vlana eran cosas que, con toda claridad, sólo podían aprenderse con mucho aprendizaje y ejercicio. ¿Y cómo, y sobre todo dónde, podía llevar tales ropas una Muchacha de la Nieve? Los sentimientos de inferioridad cedieron el paso a los celos y éstos al odio.
La civilización era repugnante, a Vlana habría que echarla de Rincón Frío y Fafhrd necesitaba una mujer que dirigiera su vida y refrenara su alocada imaginación. No su madre, claro —aquella terrible e incestuosa devoradora de su propio hijo—, sino una hermosa y astuta esposa joven. Ella misma.
Empezó a mirar con fijeza a Fafhrd. No parecía un macho encaprichado, sino frío como el hielo, pero era evidente que estaba totalmente concentrado en el escenario. La muchacha recordó que pocos hombres eran diestros en la ocultación de sus verdaderos sentimientos.
Vlana se despojó de su toga y se puso una túnica con finos hilos de plata. En cada cruce de los hilos había una diminuta campanilla de plata. Relucía y las campanillas tintineaban, como un árbol lleno de pajarillos que piaran juntos un himno a su cuerpo. Ahora su esbeltez parecía adolescente, mientras que entre las hebras de su cabellera brillante sus grandes ojos relucían con misteriosas sugerencias e invitaciones.
La controlada respiración de Fafhrd se apresuró. ¡Así pues, su sueño en la tienda de los mingoles había sido cierto! Su atención, que a medias había estado volcada en las tierras y épocas que Vlana evocaba con sus danzas, se centró por entero en ella y se convirtió en deseo.
Esta vez su compostura se encontró ante una prueba aún más amarga, pues la mano de Mara, sin previo aviso, se cerró en su entrepierna.
Pero el muchacho tuvo poco tiempo para demostrar su compostura. Ella le soltó gritando:
—¡Sucia bestia! ¡Lujurioso!
Y al mismo tiempo le golpeó en el costado, por debajo de las costillas. El trató de cogerle las muñecas, mientras seguía en sus ramas. Ella no abandonó su intento de golpearle. Las ramas de pino crujieron y desprendieron nieve y agujas.