Fafhrd se fijó de nuevo en el trineo ligero. Como poseído por un demonio arriesgado, desató la rígida tela que cubría el espacio para almacenar objetos entre los dos asientos. Debajo, entre otras cosas, estaba la provisión de cohetes para el espectáculo. Eligió tres de los mayores —con sus gruesas colas de fresno eran tan largos como palos de esquí— y luego ató de nuevo con cuidado la cubierta. Todavía sentía un furioso deseo de destrucción, pero ahora podía controlarlo.
Una vez fuera del establo, colocó la collera a la yegua, atándole con firmeza un extremo de la cuerda. Con el otro extremo formó un amplio lazo corredizo. Luego recogió el resto de la cuerda, sujetó los cohetes bajo el brazo izquierdo, montó ágilmente la yegua y se encaminó a las proximidades de la tienda de Essedinex. Las dos tenues siluetas seguían sentadas a la mesa, cara a cara.
Hizo girar el lazo por encima de su cabeza y lo lanzó. La cuerda se enganchó en el vértice de la tienda sin hacer ruido apenas, pues Fafhrd se apresuró a correr el nudo antes de que la cuerda rozara con la pared de piel.
El lazo se tensó alrededor del extremo del mástil central. Refrenando su excitación, dirigió la yegua hacia el bosque a través de la nieve que brillaba bajo la luna, soltando la cuerda. Cuando sólo quedaban cuatro vueltas de ésta, azuzó a la yegua para que corriera al paso largo. Se agachó por encima de la collera, sujetándola con firmeza, los talones adheridos a los flancos de la yegua. La cuerda se tensó. El animal se esforzó para avanzar y el muchacho oyó un satisfactorio crac apagado a sus espaldas. Miró atrás y vio la tienda que se arrastraba tras ellos. Observó el fuego y oyó gritos de sorpresa y cólera. Rió de nuevo.
Al llegar al borde del bosque sacó su cuchillo y cortó la cuerda. Desmontó de un salto, susurró su aprobación al oído de la yegua y le dio una palmada en el flanco que la hizo ir a medio galope hacia el establo. Entonces pensó en disparar los cohetes contra la tienda caída, pero decidió que no sería apropiado. Con los proyectiles todavía bajo el brazo, se dirigió al borde del bosque, a cuyo amparo emprendió el regreso a su hogar. Caminaba con ligereza para minimizar sus huellas, a lo que contribuía también arrastrando una rama de pino tras él y, cuando podía, caminando sobre las rocas.
Tanto su buen humor como su rabia habían desaparecido, sustituidos por una negra depresión. Ya no odiaba a Vellix, ni siquiera a Vlana, pero la civilización le parecía algo vergonzoso, indigno de su interés. Se alegraba de lo que había hecho a Hringorl y Essedinex, pero aquél par eran como cochinillas. Él mismo era un espectro solitario, condenado a vagar por el Yermo Frío.
Pensó dirigirse al norte a través del bosque hasta que encontrara una nueva vida o se congelara, en ir a buscar sus esquíes y tratar de saltar el abismo tabú en el que Skif encontró la muerte, en coger una espada y desafiar a todos los sicarios de Hringorl a la vez, en un centenar de otras acciones igualmente peligrosas.
Las tiendas del Clan de la Nieve parecían pálidos hongos bajo el absurdo resplandor de la luna. Algunas eran conos sobre un cilindro bajo; otras hinchados hemisferios, formas de nabo. Como las setas, no tocaban el suelo en los bordes. Sus suelos de ramas unidas, alfombrados con pellejos y apuntalados con ramas más fuertes se alzaban sobre gruesos postes, de los cuales extraplomaban, a fin de que el calor de la tienda no convirtiera el terreno helado de abajo en una masa blanda y espesa.
El enorme tronco plateado de un roble de la nieve muerto, terminado en lo que parecían las uñas partidas de un gigante, donde una vez le alcanzó un rayo, señalaba el lugar donde se alzaba la tienda de Mor y Fafhrd, y donde estaba también la tumba de su padre, bajo la tienda.
Algunas de las tiendas estaban iluminadas, entre ellas la gran Tienda de las Mujeres que se encontraba más allá, en dirección a la Sala de los Dioses, pero Fafhrd no pudo ver a nadie por aquellos parajes. Con un gruñido de desaliento se dirigió a su tienda, pero, recordando los cohetes, cambió de rumbo y fue al roble muerto. El árbol tenía la superficie suave, pues la corteza hacía mucho que había desaparecido. Las pocas ramas que quedaban estaban también desnudas y rotas, y las más bajas de ellas estaban fuera de alcance.
Tras recorrer unos pasos más, se detuvo para echar otro vistazo a su alrededor. Tras asegurarse de que nadie le veía, corrió hacia el roble y, dando un salto vertical más propio de un leopardo que de un hombre, logró asirse a la rama más baja con la mano libre y se subió a ella antes de que cesara su impulso ascensional.
De pie sobre la rama muerta, tocando el tronco con un dedo, efectuó una exploración final en busca de mirones o caminantes tardíos, y entonces, presionando con los dedos, abrió en la madera gris aparentemente continua una puerta alta como él mismo pero apenas la mitad de ancha. Palpando entre esquíes y palos de esquí, encontró un bulto largo y delgado, un objeto envuelto con tres dobleces en una piel de foca ligeramente aceitada. Fafhrd lo abrió y expuso un arco de aspecto potente y una aliaba de largas flechas. Añadió los cohetes, lo envolvió todo de nuevo con la piel, cerró la extraña puerta de su caja fuerte arbórea y descendió a la nieve con un suave salto.
Al entrar en su tienda, volvió a sentirse como un fantasma e hizo tan poco ruido como si lo fuera. Los olores del hogar le confortaron de un modo incómodo y contra su voluntad; olores de carne, cocido, humo viejo, pieles, sudor, el orinal, el débil y agridulce hedor de Mor. Cruzó el muelle suelo y se tendió sin desvestirse en las pieles que le servían de yacija. Estaba muerto de cansancio. El silencio era profundo. No podía oír la respiración de Mor. Pensó en la última vez que vio a su padre, azulado y con los ojos cerrados, sus miembros rotos enderezados, su mejor espada desnuda a su lado, con los dedos color pizarra debajo de la tienda, roído por los gusanos hasta quedar convertido en un esqueleto, la espada negra de orín, los ojos abiertos —unas órbitas mirando hacia arriba a través del polvo compacto—. Recordó la última visión de su padre vivo: un largo manto de piel de lobo que se alejaba a paso vivo, seguido por las advertencias y amenazas de Mor. Entonces el esqueleto volvió a su mente. Era una noche apropiada para los espectros.
—¿Fafhrd? —llamó su madre desde el otro lado de la tienda.
El muchacho se puso rígido y contuvo el aliento. Cuando no pudo más, empezó a soltarlo y a aspirar con la boca abierta, sin hacer ruido.
—¿Fafhrd? —La voz era algo más alta, aunque aún parecía un grito fantasmal—. Te he oído entrar. No estás dormido.
Era inútil permanecer en silencio.
—¿Tampoco tú has dormido, madre?
—Los viejos dormimos poco.
El pensó que eso no era cierto. Mor no era vieja, ni siquiera por la ingrata medida del Yermo Frío. Y, al mismo tiempo, era verdad. Mor era tan vieja como la tribu, el mismo Yermo, tan vieja como la muerte.
Mor habló entonces serenamente; debía de estar tendida boca arriba, mirando al techo.
—Desearía que tomases a Mara por esposa. No es que me complazca, pero lo deseo. Aquí hace falta un lomo fuerte, mientras tú te dediques a soñar despierto, disparando tus pensamientos como flechas, muy altos y al azar, haciendo travesuras por ahí y persiguiendo actrices y esa clase de basura dorada. Además, le has hecho un hijo a Mara y a su familia no le falta buena posición.
—¿Mara te ha hablado esta noche? —preguntó Fafhrd. Procuró hablar en un tono desapasionado, pero las palabras le salieron ahogadas.
—Como lo haría cualquier Muchacha de la Nieve, aunque debería haberlo hecho antes, y tú aún más pronto. Pero has heredado por triplicado la reserva de tu padre junto con su impulso a descuidar a su familia. y embarcarse en inútiles aventuras. Pero en ti esa enfermedad adopta una forma más repulsiva. Las frías cumbres de las montañas eran las queridas de tu padre, mientras que a ti te .atrae la civilización, ese pudridero del cálido sur, donde no existe un severo frío natural para castigar a los estúpidos y lujuriosos y hacer que se mantenga la decencia. Sin embargo, descubrirás que hay un frío embrujado que puede seguirte adondequiera que vayas en Nehwon. Una vez el hielo cubrió todas las tierras cálidas, como castigo de un ciclo anterior de mal lascivo. Y allá donde el hielo fue una vez, la brujería puede hacer que vuelva. Llegarás a creer eso y abandonarás tu enfermedad, o de lo contrario aprenderás lo que tu padre aprendió.
Fafhrd trató de hacer la acusación de asesora de su marido que había insinuado aquella mañana con tanta facilidad, pero las palabras se atascaron, no en su garganta, sino en su misma mente, que se sintió invadida. Hacía mucho que Mor había vuelto su corazón frío. Ahora, entre los más íntimos pensamientos de su cerebro, creaba cristales que lo distorsionaban todo y le impedían utilizar contra ella las armas del deber fríamente cumplido y unido a una fría razón que le dejaba mantener su integridad. Sintió como si se cerrara sobre él para siempre todo el mundo de frío, en el que la rigidez del hielo, de la moral y del pensamiento eran una sola y única rigidez.
Como si percibiera su victoria y se permitiera gozar de ella un poco, Mor añadió en el mismo tono profundo y reflexivo:
—Sí, tu madre se lamenta ahora amargamente de Gran Hanack, Colmillo Blanco, la Reina del Hielo y todas sus demás montañas queridas, que ahora no pueden ayudarle. Le han olvidado. Las mira sin cesar desde sus órbitas sin párpados en el hogar que despreció y que ahora anhela, tan cercano y, sin embargo, en tan imposible lejanía. Los huesos de sus dedos escarban débilmente contra la tierra helada, intenta en vano retorcerse bajo su peso...
Fafhrd oyó un débil ruido de rozadura, quizá de ramitas heladas contra el cuero de la tienda, pero el cabello se le erizó. Sin embargo, no podía mover ninguna otra parte de su cuerpo, como descubrió cuando intentó levantarse. La negrura que le rodeaba era un peso inmenso. Se preguntó si Mor, mediante uno de sus hechizos, le habría enterrado bajo el suelo, al lado de su padre. Pero era un peso mucho mayor que el de ocho pies de tierra helada, era el peso de todo el Yermo Frío y su letalidad, de los tabúes, desprecios y cerrazón mental del Clan de la Nieve, de la codicia pirática y la tosca lujuria de Hringorl, hasta del alegre ensimismamiento de Mara y su mente brillante y semiciega, y, por encima de todo ello, Mor con los cristales de hielo que se formaban en las puntas de sus dedos cuando trazaba con ellos un hechizo paralizante.
Y entonces pensó en Vlana.
Quizá la causa no fuera el pensamiento de Vlana. Tal vez una estrella había pasado casualmente sobre el pequeño agujero por donde salía el humo de la tienda, lanzando su diminuta flecha de plata a la pupila de uno de sus ojos. Tal vez fue que su aliento retenido salió de súbito y sus pulmones aspiraron de modo automático más aire, demostrándole que sus músculos podían moverse.
En cualquier caso, se levantó de un salto y se precipitó a la salida. No se atrevió a detenerse para desanudar las ataduras, porque los dedos erizados de hielo de Mor se aferraban a él, y desgarró el quebradizo y viejo cuero con un movimiento hacia abajo de su mano derecha provista del cuchillo. Entonces saltó desde la puerta, porque los brazos esqueléticos de Nalgron se tendían hacia él desde el estrecho espacio negro entre el terreno helado y el suelo elevado de la tienda.
Corrió como jamás lo había hecho hasta entonces. Corrió como si todos los espectros del Yermo Frío le pisaran los talones... y en cierto modo así era. Rebasó las últimas tiendas del Clan de la Nieve, todas oscuras, y la Tienda de las Mujeres, en la que titilaba una débil luz, siguiendo a todo correr por la suave cuesta que la luna plateaba y que llevaba al borde curvo y empinado del cañón de los Duendes. Sintió un impulso de precipitarse al vacío, desafiando al aire para que le sostuviera y le llevara al sur o para que le hundiera al instante en la nada, y por un instante le pareció que no le quedaba ninguna otra alternativa.
Entonces corrió no muy lejos del frío y sus horrores paralizantes y sobrenaturales, como si se dirigiera hacia la civilización, que una vez más era un brillante emblema en su cerebro, una respuesta a toda la cerrazón mental.
Redujo un poco su velocidad, al tiempo que su cabeza se aclaraba algo, de modo que escudriñó en busca de transeúntes tardíos tanto como demonios y apariciones.
Vio el parpadeo azul de Shadah sobre las copas de los árboles, al oeste.
Cuando llegó a la Sala de los Dioses lo hizo caminando. Pasó entre la Sala y el borde del cañón, que ya no tiraba de él.
Observó que habían levantado de nuevo la tienda de Essedinex y que volvía a estar iluminada. No había ningún otro gusano de nieve sobre la tienda de Vlana. La rama de sicomoro de nieve por encima de ésta estaba llena de cristales que brillaban a la luz de la luna.
Entró sin avisar por la puerta trasera, quitando en silencio los ganchos flojos, usando por debajo de la pared y los dobladillos de los vestidos colgados, el cuchillo en la mano derecha.
Vlana yacía sola en el jergón, boca arriba, con una manta ligera de lana roja cubriéndola hasta las axilas desnudas. La pequeña lámpara de luz amarillenta bastaba para mostrar el interior de la tienda, en la que no había más que la bailarina. El brasero abierto y recién removido irradiaba calor.
Fafhrd penetró del todo, se enfundó el cuchillo y se quedó mirando a la actriz. Los brazos de ésta parecían muy delgados, sus manos de largos dedos y de tamaño algo excesivo. Tenía los grandes ojos cerrados y su rostro parecía más bien pequeño en el centro de la magnífica cabellera extendida, de color castaño oscuro. Pero tenía un aspecto de nobleza y sabiduría, y sus labios húmedos, largos, generosos, pintados de rojo reciente y minuciosamente, excitaron y tentaron al intruso. Su piel tenía una leve pátina aceitosa. Fafhrd podía oler su perfume.
Por un momento la postura supina de Vlana le recordó a Mor Nalgron, pero este pensamiento fue barrido al instante por el intenso calor del brasero, como el de un pequeño sol de hierro intenso por las ricas texturas y los elegantes instrumentos de la civilización que le rodeaban, y por la belleza y la gracia de Vlana, que parecía consciente de sí misma incluso cuando dormía. Era como el signo cabalístico de la civilización.
Fafhrd retrocedió hacia el perchero y empezó a desnudarse, doblando ~ apilando pulcramente sus ropas. Vlana no se despertó, o a menos no abrió los ojos.