Espadas y demonios (11 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y demonios
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—¿Por qué miras atrás? ¿Es que te han seguido?

—No.

La expresión de la muchacha se endureció.

—Los viejos están escandalizados. Los hombres jóvenes te llaman gallina, mis hermanos entre ellos. No supe qué decir.

—¡Tus hermanos! —exclamó Fafhrd—. Que el asqueroso Clan de la Nieve me llame lo que le venga en gana. No me importa.

Mara puso los brazos en jarras.

—últimamente insultas con mucha liberalidad. No voy a permitir que ofendas a mi familia, ¿me oyes? Ni tampoco que me insultes, ahora que pienso en ello. —Respiraba con dificultad—. Anoche volviste con ese pendejo de bailarina. Pasaste varias horas en su tienda.

—¡No es cierto! —negó Fafhrd, pensando que había pasado una hora y media como mucho. La discusión caldeaba su sangre y extinguía su temor sobrenatural.

—¡Mientes! Todo el campamento lo sabe. Cualquier otra chica habría pedido a sus hermanos que resolvieran esto.

Fafhrd recuperó su habilidad para fraguar tretas. Precisamente aquella noche no debía arriesgarse a líos innecesarios... cabía la posibilidad de que le dieran una paliza, incluso de que le mataran.

Se dijo que debía emplear las tácticas adecuadas, y se acercó ansiosamente a Mara, exclamando en tonos dolidos y melifluos:

—Mara, mi reina, ¿cómo puedes creer semejante cosa de mí, yo que te amo más que...?

—¡Apártate de mí, embustero y tramposo!

—Y llevas a mi hijo en tu seno —insistió él, tratando todavía de abrazarla—. ¿Cómo va el pequeñín?

—Escupe a su padre. Te digo que no te me acerques.

—Pero anhelo tocar esa piel deliciosa, pues no hay otro bálsamo para mí a este lado del Infierno, ¡oh, la más bella, cuya belleza aumenta aún más la maternidad!

—Vete al infierno, entonces. Y acaba con estos repugnantes fingimientos. Tu actuación no engañaría a una marmitona borracha. ¡Eres un mal comediante!

—¿Y tus propias mentiras? —replicó Fafhrd, acalorado—. Ayer te jactaste de cómo intimidarías y dominarías a mi madre. Y al instante fuiste a lloriquearle para decirle que esperas un hijo de mí.

—Sólo cuando me enteré de tus deseos lujuriosos por la actriz. ¿Y no ha sido acaso la verdad absoluta? ¡Trapacero!

Fafhrd retrocedió y se cruzó de brazos antes de declarar:

—Mi esposa ha de serme fiel, ha de confiar en mí, debe preguntarme antes de actuar y comportarse como la compañera de un futuro jefe supremo. Me parece que en nada de todo esto das la talla.

—¿Serte fiel? ¡Mira quién habla! —Su rostro se volvió desagradablemente bermejo y tenso de rabia—. ¡Jefe supremo! Será mejor que te conformes con que el Clan de la Nieve te llame hombre, lo que todavía no han hecho. Ahora escúchame, ruin hipócrita. Ahora mismo vas a pedirme perdón de rodillas y luego vendrás conmigo para pedir a mi madre y mis tías mi mano, o de lo contrario...

—¡Antes me arrodillo delante de una serpiente, o de una osa! —gritó Fafhrd, desvanecidos todos sus pensamientos y tácticas.

—¡Haré que mis hermanos te den tu merecido! —replicó ella—. ¡Palurdo cobarde!

Fafhrd alzó el puño, lo dejó caer, se llevó las manos a la cabeza y meneó ésta en un gesto de desesperación maniaca, y de repente echó a correr hacia el campamento, dejando allí plantada a la muchacha.

—¡Levantaré contra ti a toda la tribu! Lo diré en la Tienda de las Mujeres. Se lo diré a tu madre...

Los gritos de Mara se desvanecieron con rapidez entre los arbustos, la nieve y la distancia.

Deteniéndose apenas para observar que no había nadie entre las tiendas del Clan de la Nieve, ya fuera porque estaban todavía en la feria de trueques, ya porque se hallaran dentro preparando la cena, Fafhrd subió de un salto a su árbol del tesoro y abrió la puerta de su hueco oculto. Maldiciendo porque se rompió una uña al hacerlo, sacó el arco, las flechas y los cohetes envueltos en la piel de foca y añadió su mejor par de esquíes y palos de esquí, un paquete algo menor que contenía la segunda espada mejor de su padre, bien engrasada, y una bolsa con objetos más pequeños. Saltó a la nieve, recogió todos los objetos largos en un solo paquete y se lo echó al hombro.

Tras un momento de indecisión, penetró en la tienda de Mor, sacando de su bolsa un pequeño recipiente de piedra que llenó con rescoldos del hogar, sobre los que espolvoreó ceniza, cerró herméticamente el recipiente y lo guardó de nuevo en la bolsa.

Entonces se volvió con frenético apresuramiento hacia la puerta, pero se detuvo en seco. Mor estaba en el umbral, una alta silueta de bordes blancos y el rostro en sombras.

—De modo que nos abandonas a mí y al Yermo, para no regresar. Eso es lo que piensas.

Fafhrd no dijo nada.

—Sin embargo regresarás. Si quieres 9ue todo quede en arrastrarte a cuatro patas, o con suerte en dos, y no estar tendido sin vida en un lecho de lanzas, sopesa pronto tus deberes y tu nacimiento.

Fafhrd pensó una respuesta desabrida, pero las mismas palabras eran una mordaza en su garganta. Avanzó hacia Mor.

—Déjame pasar, madre —logró decir en un susurro.

Ella no se movió.

El muchacho apretó las mandíbulas en una horrenda mueca de tensión, tendió las manos, cogió a la mujer por las axilas —recorriendo su carne un hormigueo de temor— y la hizo a un lado. Ella parecía tan rígida y fría como el hielo. No protestó, y su hijo no pudo mirarla al rostro.

Una vez fuera, el joven se dirigió a paso vivo a la Sala de los Dioses, pero había hombres en su camino, cuatro robustos jóvenes rubios flanqueados por doce más. .

Mara no sólo había avisado a sus hermanos en la feria, sino también a todos sus parientes disponibles.

Sin embargo, ahora parecía haberse arrepentido de su acto, pues se arrastraba cogida del brazo de su hermano mayor y hablaba vivamente con él, a juzgar por su expresión y los movimientos de sus labios.

El hermano mayor le hacía caso omiso y seguía andando. Y cuando su mirada se cruzó con la Fafhrd, lanzó un grito de alegría, se zafó de la presa de su hermana y echó a correr seguido por los demás. Todos blandían garrotes o sus espadas envainadas.

Mara, desolada, exclamó: «¡Huye, amor mío!», pero Fafhrd ya se había adelantado a estas palabras al menos por dos latidos de corazón. Dio media vuelta y corrió al bosque, su largo y rígido paquete golpeándole la espalda. Cuando el camino que seguía en su huida se juntó con la senda de huellas que había hecho al salir corriendo del bosque, se preocupó de poner un pie en cada lado sin reducir su velocidad.

—¡Cobarde! —gritaron tras él, y corrió con más rapidez.

Cuando alcanzó los salientes de granito, a poca distancia dentro del bosque, se volvió bruscamente a la derecha y, saltando de roca en roca, sin imprimir más huellas, llegó a un bajo acantilado de granito que escaló ayudándose sólo con las manos, y luego siguió ascendiendo hasta que el borde del acantilado le ocultó de quienquiera que pasara por debajo.

Oyó que sus perseguidores entraban en el bosque, lanzando gritos airados, pues al rodear los árboles chocaban unos con otros, y luego una voz potente ordenó silencio.

Con todo cuidado, Fafhrd volteó por lo alto tres piedras, para que cayeran en su falsa senda, muy por delante de los sabuesos humanos de Mara. El ruido de las piedras y el fragor de las ramas que hicieron caer provocaron gritos de «¡Allá va!» y otra exigencia de silencio.

Alzando una piedra mayor, el muchacho la arrojó con ambas manos, de manera que golpeó el tronco de un robusto árbol en el lado más próximo de la senda, desprendiendo grandes ramas cargadas de nieve y hielo. Hubo gritos ahogados de sobresalto, confusión y rabia por parte de los hombres que habían recibido el chaparrón y que probablemente estaban casi enterrados bajo la nieve. Fafhrd sonrió con malicia, luego se puso serio y su mirada se hizo vigilante mientras se ponía en marcha a paso largo a través del sombrío bosque.

Pero esta vez no percibió presencias enemigas y tanto los seres vivos como los inanimados, rocas o espectros, reprimieron sus asaltos. Tal vez Mor, juzgándole lo bastante acosado por los parientes de Mara, había dejado de prodigar sus hechizos. O tal vez... Fafhrd dejó de pensar y se entregó por entero a su veloz y silenciosa carrera. Vlana y la civilización le esperaban adelante. Su madre y la barbarie estaban detrás, pero el muchacho se esforzaba por no pensar en ella.

La noche estaba próxima cuando Fafhrd abandonó el bosque. Había dado la vuelta más amplia posible, saliendo cerca del cañón de los Duendes. La correa de su largo paquete le rozaba el hombro.

Había luces y sonidos de fiesta entre las tiendas de los mercaderes. La Sala de los Dioses y las tiendas de los actores estaban a oscuras. Aun más cerca se alzaba la oscura masa de la tienda del establo.

Fafhrd cruzó en silencio los surcos de grava helada de la Nueva Carretera, que conducía al sur del cañón.

Entonces vio que la tienda del establo no estaba del todo a oscuras. Un resplandor espectral se movía en su interior. El muchacho se acercó cautamente a la puerta y vio la silueta de Hor asomada a ella. Sin hacer el menor ruido, llegó a espaldas de Hor y miró por encima de su hombro.

Vlana y Velhx colocaban los arreos a los caballos que tiraban del trineo de Essedinex, del cual Fafhrd había robado los tres cohetes.

Hor alzó la cabeza y se llevó una mano a los labios para lanzar un grito de búho o de lobo.

Fafhrd desenfundó su cuchillo y, cuando estaba a punto de degollar a Hor, cambió de intención, invirtió el cuchillo y golpeó al otro con el mango en la sien, dejándole sin sentido. Hor cayó al suelo y Fafhrd le arrastró a un lado de la puerta.

Vlana y Velhx subieron al trineo, el último tocó a sus caballos con las riendas y salieron deslizándose con un ruido sordo. Fafhrd apretó con furia el mango de su cuchillo, luego lo envainó y volvió a ocultarse en las sombras.

El trineo se deslizó por la Nueva Carretera. Fafhrd se quedó mirándolo, de pie, los brazos fláccidos a los costados como los de un cadáver abandonado, pero con los puños fuertemente apretados.

De repente dio media vuelta y corrió hacia la Sala de los Dioses.

Se oyó el aullido de una lechuza desde detrás de la tienda que servía de establo. Fafhrd se detuvo en la nieve y se volvió, los puños todavía apretados.

Surgieron dos formas de la oscuridad, una de ellas provista de fuego, y se apresuraron hacia el cañón de los Duendes. La figura más alta era sin duda Hringorl. Se detuvieron al borde del cañón. Hringorl hizo girar su antorcha en un gran círculo de fuego. La luz mostró el rostro de Harrax a su lado. Una, dos, tres veces, como si hicieran señales a alguien que estuviera lejos, al sur del cañón. Luego corrieron al establo.

Fafhrd corrió hacia la Sala de los Dioses. Se oyó un áspero grito a sus espaldas. Se detuvo y se giró de nuevo. Del establo salió galopando un gran caballo montado por Hringorl. Mediante una cuerda arrastraba a un hombre con esquíes: Harrax. Los dos carenaron por la Nueva Carretera, envueltos en un torbellino de nieve.

Fafhrd corrió hasta rebasar la Sala de los Dioses y recorrió la cuarta parte de la cuesta que llevaba a la Tienda de las Mujeres. Se quitó el paquete, lo abrió, sacó sus esquíes y se los ató a los pies. Luego desenvolvió la espada de su padre y se la colgó al costado izquierdo, equilibrando el peso con la bolsa en el derecho.

Entonces se colocó ante el cañón de los Duendes, donde había desaparecido la Antigua Carretera. Tomó dos de sus palos de esquí, se agachó y los clavó en la nieve. Su rostro era una calavera, el rostro de alguien que juega a los dados con la muerte.

En aquel instante, más allá de la Sala de los Dioses, por el camino que había seguido, hubo un ligero chisporroteo amarillo. Fafhrd se detuvo, contando los latidos del corazón, sin saber por qué.

Nueve, diez, once... Hubo una gran llamarada. El cohete se levantó, señalando el espectáculo de aquella noche. Veintiuno, veintidós, veintitrés... y la cola se desvaneció y estallaron las nueve estrellas blancas.

Fafhrd dejó caer sus palos de esquí, cogió uno de los tres cohetes que había robado y extrajo la mecha de su extremo, tirando con la fuerza suficiente para quebrar el alquitrán cimentador sin romper la mecha.

Sujetando con delicadeza el fino cilindro alquitranado, largo como un dedo, sacó de su bolsa el recipiente con los rescoldos. La piedra apenas estaba caliente. Desató la cubierta y eliminó las cenizas hasta que vio —y notó al quemarse— un resplandor rojo.

Se quitó la mecha de entre los dientes y la colocó de manera que un cabo se apoyara en el borde del recipiente mientras el otro tocaba el resplandor rojo. Hubo un chisporroteo. Siete, ocho, nueve, diez, once, doce... doce, y el chisporroteo se convirtió en un chorro llameante. Estaba hecho.

Dejando el recipiente con los rescoldos en la nieve, cogió los dos cohetes restantes, apretó sus gruesos cuerpos bajo sus brazos y clavó sus colas en la nieve, comprobando que tocaran el suelo. Las colas eran en verdad tan rígidas y fuertes como palos de esquí.

Sostuvo los cohetes paralelos en una mano y sopló el interior del recipiente de fuego, acercándolo a los dos cohetes.

Mara salió corriendo de la oscuridad y dijo:

—¡Querido, qué contenta estoy de que mis parientes no hayan podido cogerte!

El resplandor del recipiente de fuego mostró la belleza de su rostro. Fafhrd la miró a través de aquella luz.

—Me voy de Rincón Frío. Abandono la Tribu de la Nieve. Te dejo.

—No puedes —dijo Mara.

Fafhrd dejó en el suelo el recipiente de fuego y los cohetes.

Mara tendió los brazos.

Fafhrd se quitó de las muñecas los brazaletes de plata y los puso en las palmas de Mara. Ella los apretó y gritó:

—No te pido esto. No te pido nada. Eres el padre de mi hijo. ¡Eres mío!

Fafhrd se arrancó del cuello la pesada cadena de plata, la depositó sobre las muñecas de la muchacha y le dijo:

—¡Sí! Eres mía para siempre, y yo soy tuyo. Tu hijo es mío. Nunca tendré otra esposa del Clan de la Nieve. Estamos casados.

Entretanto, había cogido de nuevo los dos cohetes y colocado sus mechas en el recipiente de fuego. Chisporrotearon simultáneamente. Los dejó en el suelo, cerró bien el recipiente y lo guardó en su bolsa: Tres, cuatro...

Mor miró por encima del hombro de Mara y exclamó:

—Soy testigo de tus palabras, hijo mío. ¡Detente!

Fafhrd cogió los cohetes, cada uno por su cuerpo chisporroteante, clavó los extremos de los palos y se deslizó cuesta abajo con un gran impulso. Seis, siete...

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