Espadas y demonios (22 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y demonios
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—Quieres decir que temen desafiar al Gremio de los Ladrones, ¿verdad? —dijo Ivrian, con una expresión de odio en su rostro—. Siempre creí que mi Ratón era primero un hombre noble y en segundo lugar un ladrón. Robar no es nada. Mi padre vivía de los robos crueles perpetrados a ricos viajeros y vecinos menos poderosos que él, y sin embargo era un aristócrata.

¡Oh, qué cobardes sois los dos! ;Miedosos! —terminó con una mirada de frío desprecio primero al Ratonero y luego a Fafhrd.

Este último no pudo soportarlo más. Se puso en pie, .sonrojado, los puños apretados a cada lado, sin hacer caso de. su taza derribada ni el amenazante crujido que su súbita acción produjo en el suelo hundido.

—¡No soy un cobarde! —gritó—. Me arriesgaré a ir a la Casa de los Ladrones, cortaré la cabeza de tu Krovas y la arrojaré ensangrentada a los pies de Vlana. ¡Lo juro ante Kos, el dios de las condenas, por los huesos marrones de Nalgron, mi padre, y por su espada Varita Gris, que está aquí a mi lado!

Se dio una palmada en la cadera izquierda, no encontró nada allí salvo su túnica, y hubo de contentarse indicando con brazo tembloroso su cinto y espada envainada sobre su manto bien doblado. Entonces recogió su taza, volvió a llenarla y la apuró de un largo trago.

El Ratonero Gris empezó a reírse con grandes carcajadas.

Todos le miraron. Se acercó brincando a Fafhrd y, todavía sonriendo, le preguntó:

—¿Por qué no? ¿Quién habla de temer a los ladrones del Gremio? ¿A quién le trastorna la perspectiva de esta hazaña ridículamente fácil, cuando todos sabemos que esa gente, incluso Krovas y su camarilla no son más que pigmeos en mentalidad y destreza comparados conmigo o Fafhrd? Se me acaba de ocurrir una treta de maravillosa sencillez y totalmente segura para penetrar en la Casa de los Ladrones. El fuerte Fafhrd y yo la pondremos en efecto de inmediato. ¿Estás conmigo, norteño?

—Claro que lo estoy —respondió Fafhrd con rudeza, al tiempo que se preguntaba perplejo qué locura se había apoderado del pequeño individuo.

—¡Dame algunos latidos de corazón para recoger ciertas cosas imprescindibles y nos vamos! —exclamó el Ratonero.

De un estante cogió y desplegó un recio saco, y luego emprendió una actividad febril, reuniendo y guardando en el saco cuerdas enrolladas, vendas, trapos, frascos de ungüento, unturas y otras cosas curiosas.

—Pero no podéis ir esta noche —protestó Ivrian, pálida de repente y con la voz insegura—. No estáis... en condiciones para ir.

—Estáis borrachos —dijo Vlana ásperamente—, y de esa manera lo único que lograréis en la Casa de los Ladrones es que os maten. Fafhrd, ¿dónde está aquella maravillosa razón que empleaste para matar, o contemplar a sangre fría cómo morían un puñado de poderosos rivales y me conseguiste en Rincón Frío y en las heladas y embrujadas profundidades del cañón de los Duendes? ¡Recuérdalo! E infunde un poco en tu brincador amigo gris.

—Oh, no —le dijo Fafhrd mientras se abrochaba el cinto con la espada—. Querías la cabeza de Krovas a tus pies en un gran charco de sangre, y eso es lo que vas a tener, quieras o no!

—Tranquilízate, Fafhrd —intervino el Ratonero, el cual se detuvo de súbito y ató fuertemente el saco con sus cuerdas—. Y calmaos también, señora Vlana y mi querida princesa. Esta noche sólo pretendo realizar una expedición de reconocimiento, sin correr riesgos, en busca tan sólo de la información necesaria para planear nuestro golpe fatal mañana o pasado. Así que esta noche no habrá cortes de cabeza, ¿me oyes, Fafhrd? Pase lo que pase, chitón. Y ponte el manto con capucha.

Fafhrd se encogió de hombros, asintió y le obedeció.

Ivrian pareció algo aliviada. Y Vlana también, aunque dijo:

—De todos modos estáis borrachos.

—¡Tanto mejor! —le aseguró el Ratonero con una sonrisa desbordante—. La bebida puede hacer más lento el brazo del espadachín y suavizar un poco sus golpes, pero enciende su ingenio y su imaginación, y éstas son las cualidades que necesitaremos esta noche. Además —se apresuró a añadir, impidiéndole a Ivrian expresar alguna duda que estaba a punto de ofrecer—, ¡los hombres borrachos tienen una cautela suprema! ¿No habéis visto nunca a un beodo tambaleante erguirse y andar derecho de repente a la vista de un guardia?

—Sí, y caerse de bruces en cuanto lo ha dejado atrás —dijo Vlana.

—¡Bah! —se limitó a replicar el Ratonero, y echando atrás la cabeza se dirigió hacia ella a lo largo de una imaginaria línea recta, pero tropezó al instante y habría caído al suelo si no hubiera dado un increíble salto adelante y una voltereta, aterrizando suavemente —los dedos, tobillos y rodillas doblados en el momento preciso para absorber el impacto— delante de las mujeres. El suelo apenas se quejó.

—¿Lo veis? —les dijo, enderezándose; de pronto empezó a oscilar hacia atrás, tropezó con el cojín sobre el que estaba su manto y espada, pero con ágiles movimientos logró permanecer en pie y empezó a ataviarse rápidamente.

Escudándose en esta acción, Fafhrd, con disimulo pero también con rapidez, llenó una vez más su taza y la del Ratonero, pero Vlana lo observó y le dirigió una mirada tan furibunda que el muchacho dejó las tazas y el jarro descorchado, y luego, con gesto resignado, se apartó de las bebidas e hizo a Vlana una mueca de aceptación.

El Ratonero se echó el saco al hombro y abrió la puerta. Fafhrd se despidió de las mujeres agitando una mano pero sin decir palabra, y salió al porche diminuto. La niebla nocturna era tan espesa que casi se perdió de vista. El Ratonero agitó cuatro dedos en dirección a Ivrian y le dijo en voz baja: «Adiós, Ratilla». Entonces siguió a Fafhrd.

—Que tengáis buena suerte —gritó con vehemencia Vlana.

—Oh, Ratón, ten cuidado —dijo Ivrian, compungida.

El Ratonero, su figura ligera contra el fondo oscuro de la de Fafhrd, cerró en silencio la puerta.

Las muchachas se abrazaron al instante, esperando el inevitable crujido y gemido de las escaleras, pero no se producía. La niebla nocturna que había entrado en la estancia se disipó y aún no se había roto el silencio.

—¿Qué pueden estar haciendo ahí afuera? —susurró Ivrian—. ¿Planeando su acción?

Vlana frunció el ceño, meneó con impaciencia la cabeza y luego se separó de su compañera y se dirigió de puntillas a la puerta, la abrió, bajó en silencio algunos escalones, que crujieron lastimeramente, y regresó, cerrando la puerta tras ella.

—Se han ido —dijo en tono de asombro, los ojos muy abiertos, las manos un poco extendidas a cada lado, con las palmas hacia arriba.

—¡Estoy asustada! —susurró Ivrian y cruzó corriendo la estancia para abrazar a la muchacha más alta.

Vlana la abrazó con fuerza y luego liberó un brazo para echar los tres pesados cerrojos de la puerta.

En el Callejón de los Huesos, el Ratonero guardó en su bolsa la cuerda de nudos con la que había descendido desde el gancho de la lámpara.

—¿Qué te parece si pasamos un rato en la Anguila? —sugirió.

—¿Quieres decir que hagamos eso y les digamos a las chicas que hemos estado en la Casa de los Ladrones? —preguntó Fafhrd, no demasiado indignado.

—Oh, no protestó el Ratonero—, pero te has dejado arriba la copa del estribo, y yo también.

Al pronunciar la palabra «estribo» miró sus botas de piel de rata y, agachándose, emprendió un breve galope circular, las suelas de sus botas golpeando suavemente en los adoquines. Agitó unas riendas imaginarias —«¡Hia, hia!»— y aceleró su galope, pero echándose hacia atrás tiró de las riendas para detenerse —«¡Sooo!»— cuando Fafhrd, con una sonrisa taimada sacó de su manto dos jarros llenos.

—Los escamoteé, por así decirlo, cuando dejé las tazas. Vlana ve mucho, pero no todo.

—Eres un individuo prudente y muy previsor, además detener cierta habilidad en el manejo de la es rada —le dijo admirado el Ratonero—. Me enorgullezco de amarte camarada.

Cada uno descorchó un jarro y bebió un buen trago. Luego el Ratonero tomó la delantera para ir hacia el oeste, y caminaron tambaleándose sólo un poco. Pero no llegaron a la calle de la Pacotilla, sino que giraron al norte y entraron en un callejón aún más estrecho y ruidoso. .

—El patio de la Peste —dijo el Ratonero, y Fafhrd asintió.

Tras escudriñar el entorno, cruzaron la ancha y vacía calle de los Oficios y salieron de nuevo al patio de la Peste. Era extraño, pero la atmósfera estaba un poco más despejada. Al mirar hacia arriba vieron estrellas. Sin embargo, ningún viento soplaba del norte. El aire estaba totalmente inmóvil.

Preocupados como estaban por el proyecto que tenían entre manos y por la mera locomoción, algo difícil a causa de su borrachera, no miraron hacia atrás. Allí la niebla nocturna era más espesa que nunca. Un balcón que hubiera volado en círculo, muy alto, habría visto aquella negra niebla convergiendo de todas las partes de Lankhmar, de todos los puntos cardinales, del Mar Interior, del Gran Pantano Salado, de los campos de cereales surcados de acequias, del río Hlal... formando rápidos ríos y riachuelos negros, amontonándose, girando, arremolinándose, oscura y hedionda esencia de Lankhmar procedente de sus hierros de marcar, sus braseros, hogueras, fogatas, fuegos de cocina y calefacción, hornos, forjas, fábricas de cerveza, destilerías, innumerables fuegos consumidores de desperdicios y basuras, cubiles de alquimistas y brujos, crematorios, quemadores de carbón en montículos de turba, todos estos y muchos más... convergiendo en el Sendero Sombrío, en la Anguila de Plata y en la casa desvencijada que se alzaba tras ella, vacía excepto en el ático. Cuanto más se acercaba a aquel centro más densa se hacía la niebla, y de ella se desgajaban hebras arremolinadas y giratorios jirones que se aferraban a los ásperos cantos de piedra y cubrían los ladrillos como telarañas negras.

Pero e1 Ratonero y Fafhrd se limitaban a mirar asombrados las estrellas, preguntándose hasta qué punto la visibilidad mejorada aumentaría el riesgo de su indagación, y cautamente cruzaron la calle de los Pensadores, a la que los moralistas llamaban calle de los Ateos, siguiendo por el patio de la Peste hasta su bifurcación.

El Ratonero eligió el ramal izquierdo, que iba hacia el noroeste.

—El callejón de la Muerte.

Fafhrd asintió.

Tras una curva y un tramo en sentido opuesto, la calle de la Pacotilla apareció a unos treinta pasos de distancia. El Ratonero se detuvo en seguida y aplicó suavemente el brazo contra el pecho de Fafhrd.

Al otro lado de la calle de la Pacotilla se veía claramente un umbral ancho, bajo y abierto, enmarcado por mugrientos bloques de piedra. Conducían a él dos escalones ahuecados por siglos de pisadas. Una luz anaranjada amarillenta surgía de las antorchas agrupadas en el interior. No podían ver mucho de éste a causa del ángulo que hacía el callejón de la Muerte. Pero por lo que podían ver, no había portero o guardián alguno a la vista, nadie en absoluto, ni siquiera un perro atado con una cadena. El efecto era amedrentador.

—¿Ahora cómo entramos en ese condenado sitio? —preguntó Fafhrd con un áspero susurro—. Explora el callejón del Asesinato en busca de una ventana trasera que podamos forzar. Supongo que tienes palancas en ese saco. ¿O lo intentamos por el tejado? Ya sé que eres hombre de tejados. Enséñame ese arte. Yo conozco los árboles y las montañas, la nieve, el hielo y la roca desnuda. ¿Ves aquella pared?

Retrocedió unos pasos, a fin de tomar impulso para subir por la pared.

—Tranquilízate, Fafhrd —le dijo el Ratonero, manteniendo la mano contra el corpulento pecho del joven—. Tendremos el tejado en reserva, y también todas las paredes. Confío en que eres un maestro de la escalada. En cuando a la manera de entrar, caminaremos directamente a través de ese portal. —Frunció el ceño y añadió—: Más bien cojeando y con un bastón. Haré los preparativos. Vamos.

Mientras conducía al escéptico Fafhrd por el callejón de la Muerte hasta que toda la calle de la Pacotilla quedó fuera de su vista, la explicó:

—Fingiremos que somos mendigos, miembros de su gremio, que no es más que una filial del Gremio de los Ladrones y se alberga en la misma casa, o en cualquier caso informa a los Maestros Mendigos en la Casa de los Ladrones. Seremos nuevos miembros, que han salido de día, por lo que no es de esperar que el Maestro Mendigo de noche, como ningún vigilante nocturno conozcan nuestro aspecto.

—Pero no parecemos mendigos —protestó Fafhrd—. Los mendigos tienen lesiones horribles y miembros torcidos o que les faltan del todo.

—De eso precisamente voy a ocuparme ahora —dijo el Ratonero, riendo entre dientes, y desenvainó a Escalpelo.

Fafhrd dio un paso atrás y miró al Ratonero con alarma, pero éste contempló atentamente la larga cinta de acero y en seguida, con un gesto de satisfacción, desprendió del cinto la vaina de Escalpelo, forrada de piel de rata, envainó la espada y la envolvió, con empuñadura y todo, utilizando un rollo de venda ancha que extrajo del saco.

—¡Ya está! —dijo mientras ataba los extremos de la venda—. Ahora tengo un bastón.

—¿Qué es eso? —le preguntó Fafhrd—. ¿Y para qué?

—Para convertirme en ciego. —Dio unos cuantos pasos, golpeando los adoquines con la espada envuelta, cogiéndola por los arriaces o gavilanes, de modo que el puño y el pomo quedaban ocultos por la manga, y tanteando delante él con la otra mano—. ¿Te parece bien? —le preguntó a Fafhrd cuando se volvió.

—Me parece perfecto. Ciego como un murciélago, ¿eh?

—Oh, no te preocupes, Fafhrd... el trapo es de gasa y puedo ver a su través bastante bien. Además, no tengo que convencer a nadie dentro de la Casa de los Ladrones de que soy realmente ciego. La mayoría de los mendigos del Gremio se hacen pasar por tales, como debes saber. Pero ahora, ¿qué hacemos contigo? No puedes fingir también que eres ciego... Eso sería demasiado obvio y levantaría sospechas.

Descorchó el jarro y bebió en busca de inspiración. Fafhrd le imitó, por principio.

—¡Ya lo tengo! —exclamó el Ratonero, y chascó los labios—. Fafhrd, apóyate en la pierna derecha y dobla la izquierda por la rodilla hacia atrás. ¡Aguanta! ¡No te me caigas encima! ¡Largo de aquí! Pero sujétate en mi hombro. Está bien. Ahora levanta más el pie izquierdo. Disimularemos tu espada como la mía, a guisa de muleta... es más gruesa y parece adecuada. También puedes apoyarte con la otra mano sobre mi hombro, a medida que avanzas a saltos... ¡el cojo llevando al ciego, eso es siempre conmovedor, muy teatral! No, no sale bien... Tendré que atarla. Pero primero quítate la vaina.

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