Espadas y demonios (17 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y demonios
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Un estrechamiento del camino la acercó a él, y avergonzada, apresuradamente, le dijo:

—Si hay algo que pueda hacer para que me perdones un poco...

La mirada que él le dirigió de soslayo, fue aguda, valorativa y sorprendentemente vivaz.

—Tal vez puedas —murmuró en un tono muy bajo para que los cazadores que iban delante de ellos no pudieran oírle—. Como debes saber, tu padre me torturará hasta la muerte. Te pedirá que lo contemples. Hazlo. Mantén tus ojos fijos en los míos durante todo el tiempo. Siéntate cerca de tu padre y mantén una mano en su brazo. Sí, bésale también. Por encima de todo, no muestres ningún signo de temor o revulsión. Sé como una estatua tallada en mármol. Mira hasta el final. Otra cosa... si puedes, ponte un vestido de tu madre o, si no es posible, lleva alguna de sus prendas. —Le sonrió levemente—. Haz esto y yo tendré al menos la satisfacción de ver cómo te acobardas.

—¡Ahora no musites encantamientos! —gritó de pronto el cazador, dando una palmada al caballo del Ratón para que se adelantara.

Ivrian se tambaleó como si la hubieran golpeado en el rostro. Creía que su desgracia no podía ser más profunda, pero las palabras del Ratón la habían hundido más. En aquel instante el desfile llegó a terreno abierto y la fortaleza se alzó ante ellos, un gran borrón alargado y hendido contra la luz del sol naciente. Nunca como entonces le había parecido tan comparable a un monstruo horrendo. Ivrian tuvo la sensación de que sus altas puertas eran las mandíbulas de hierro de la muerte.

Janarrl penetró en la cámara de tortura situada en los sótanos de su fortaleza y experimentó una intensa oleada de júbilo, como cuando él y sus cazadores cercaban a un animal para matarlo. Pero por encima de aquella oleada había una espuma muy tenue de temor. Sus sentimientos eran como los de un hombre muerto de hambre e invitado a un suntuoso banquete, pero a quien un adivino ha advertido que tema la muerte por envenenamiento. Le perseguía el rostro febril y atemorizado del hombre herido en el brazo por la espada de bronce corroído del aprendiz de mago. Su mirada se encontró con la del alumno de Glavas Rho, cuyo cuerpo semidesnudo estaba extendido —aunque aún no muy dolorosamente— en el potro, y la sensación de temor del duque se agudizó. Aquellos ojos eran demasiado inquisitivos, demasiado fríos y amenazantes, demasiado sugeridores de poderes mágicos.

Se dijo enojado que un poco de dolor cambiaría pronto aquella mirada por otra de pánico. Se dijo que era natural que aún estuviera nervioso a causa de los horrores de la noche anterior, cuando le habían arrancado la vida con repugnantes embrujamientos. Pero en lo más hondo de su corazón sabía que el miedo no le abandonaba, miedo de algo o alguien que algún día podría ser más fuerte que él y hacerle daño como se lo había hecho a otros, temor de los muertos a los que había perjudicado y ya no podría perjudicar más, temor de su esposa muerta, que desde luego fue más fuerte y cruel que él y que le había humillado de mil maneras, pero ninguna de las cuales podía recordar.

Pero también sabía que su hija no tardaría en estar allí y que entonces podría volcar su temor en ella; obligándola a temer, podría recuperar su propio valor, como lo había hecho innumerables veces en el pasado.

Y así, confiadamente, ocupó su lugar y dio orden de que comenzaran la tortura.

Cuando la gran rueda empezó a crujir y las correas de cuero que le sujetaban las muñecas y los tobillos empezaron a tensarse, el Ratón sintió que un escalofrío de pánico e impotencia recorría su cuerpo. La angustiosa sensación se centró en sus articulaciones, aquella bisagras de hueso colocadas a considerable profundidad y normalmente exentas de peligro. Aún no sentía dolor; tan sólo su cuerpo estaba un poco estirado, como si bostezara.

Su rostro estaba cerca del techo bajo. La luz parpadeante de las antorchas revelaba las muescas en la piedra y las polvorientas telarañas. Hacia sus pies podía ver la porción superior de la rueda y las dos grandes manos que cogían sus radios, bajándolos sin esfuerzo, muy lentamente, deteniéndose cada vez durante veinte latidos de corazón. Al volver la cabeza y los ojos a un lado pudo ver la figura del duque, ancha, aunque no tanto como su muñeco, sentado en una silla de madera tallada, con dos hombres armados de pie a cada costado. Las manos morenas del duque, sus dedos enjoyados y destellantes, se cerraban sobre los brazos de la silla. Sus pies se apoyaban con firmeza en el suelo, y tenía las mandíbulas tensas. Sólo sus ojos mostraban inquietud o vulnerabilidad. Se movían sin cesar de un lado a otro, con rapidez y regularidad, como los ojos de un muñeco montados sobre pivotes.

—Mi hija debería estar aquí —oyó que decía el duque con voz ronca—. Apresuradla. No hay que permitirle que se retrase.

Uno de los hombres salió a toda prisa.

Entonces comenzaron las punzadas de dolor, atacando al azar en el brazo, la espalda, la rodilla, el hombro. Haciendo un esfuerzo, el Ratón mantuvo la serenidad de sus rasgos. Fijó su atención en los rostros que le rodeaban, observándolos en detalle como si formaran un cuadro, los toques de luz en las mejillas, los ojos y las barbas, y las sombras oscilando con las llamas de las antorchas, que sus figuras proyectaban en los muros bajos.

Entonces aquellos muros se fundieron y, como si la distancia ya no fuera real, vio todo el ancho mundo que jamás había visitado más allá de ellos: grandes extensiones de bosque, el brillante desierto ámbar y el mar turquesa; el Lago de los Monstruos, la Ciudad de los Espíritus, la magnífica Lankhmar, la Tierra de las Ocho Ciudades, las Montañas de los Duendes, el fabuloso Yermo Frío y, del modo más imprevisto, vio a un joven que andaba a grandes zancadas, alto, de rostro franco y pelirrojo, al que había visto entre los piratas y con el que luego había hablado... todos los lugares y personas a los que ahora nunca encontraría, pero mostrados con un fino y maravilloso detalle, como tallado y coloreado por un maestro miniaturista.

Con sorprendente rapidez el dolor volvió y se hizo más intenso. Tenía la sensación de que le horadaban las entrañas con agujas y que unos potentes dedos le pintaban brazos y piernas y se dirigían a su espina dorsal, al tiempo que sentía un creciente malestar en las caderas. Desesperadamente tensó los músculos contra todo aquello.

Entonces oyó la voz del duque:

—No tan rápido. Esperad un poco.

El Ratón creyó percibir un tono de pánico en su voz. Volvió la cabeza, a pesar de las punzadas que le ocasionó el movimiento, y le dirigió una mirada inquieta. Los ojos del duque iban de un lado a otro, como pequeños péndulos.

De súbito, como si el tiempo ya no fuera real, el Ratón vio otra escena en aquella cámara. El duque estaba allí y su mirada se movía inquieta, pero era más joven y su rostro reflejaba pánico y horror. Cerca de él había una mujer de gran belleza, con un vestido rojo oscuro escotado y aberturas forradas de seda amarilla. Tendida sobre el mismo potro, en el lugar del Ratón, había una doncella bella y robusta, pero que gemía lastimeramente, a la que interrogaba la mujer de rojo, con gran frialdad e insistencia en los detalles, sobre sus encuentros amorosos con el duque y su intento de envenenarla a ella, la esposa del duque.

Un ruido de pisadas rompió aquella escena, como las piedras destruyen un reflejo en el agua, e hicieron volver el presente. Entonces se oyó una voz:

—Vuestra hija viene, oh, duque.

El Ratón hizo acopio de valor. No se había dado cuenta de cuánto temía aquel encuentro, incluso en su dolor. Tenía la amarga seguridad de que Ivrian no habría hecho caso de sus palabras. El muchacho sabía que no era mala y que no había querido traicionarle, pero por la misma razón ella carecía de coraje. Entraría gimoteando, y su angustia acabaría con el poco dominio de sí mismo que él pudiera tener, echando a perder sus últimas mañas.

Ahora se aproximaban unas pisadas más ligeras, las de Ivrian. Había en ellas algo curiosamente comedido.

El muchacho tenía que añadir dolor a su sufrimiento para poder ver el umbral; aun así lo hizo, observando su figura que se definía al entrar en la región de luz rojiza proyectada por las antorchas.

Entonces vio los ojos, muy abiertos, de mirada fija. Miraban más allá de él. El rostro estaba pálido, sereno, con una absoluta tranquilidad.

Vio que vestía un vestido rojo oscuro, escotado y con aberturas forradas de seda amarilla.

Y entonces el alma del Ratón exultó, pues supo que la muchacha le había obedecido. Glavas Rho le dijo una vez: «Quien sufre puede arrojar su sufrimiento sobre su opresor, con sólo que pueda tentar a éste para que abra un canal a su odio». Ahora allí había un canal abierto para él, que llevaba al ser más interno de Janarrl.

Ávido, el Ratón fijó su mirada en aquellos ojos que no parpadeaban, como si fueran pozos de magia negra en una luna fría. Sabía que aquellos ojos podrían recibir lo que él pudiera dar.

La vio sentarse al lado del duque. Vio a éste mirar de soslayo a su hija y sobresaltarse como si fuera un fantasma. Pero Ivrian no le miró, y se limitó a tender su mano y posarla en la muñeca del duque, el cual se hundió estremecido en su asiento.

—¡Proceded! —oyó que el duque gritaba a los torturadores, y esta vez el pánico en su voz estaba muy cerca de la superficie.

La rueda giró y el Ratón exhaló lastimeros gemidos, pero ahora había algo en él que podía sobreponerse al dolor y era ajeno a los gemidos. Sintió que había una senda entre sus ojos y los de Ivrian, su canal con muros de roca a través del cual las fuerzas del espíritu humano y de algo más que el espíritu humano podían ser impulsadas, rugiendo como un torrente de montaña. Y ella no desvió la vista. Ninguna expresión cruzó su rostro cuando el muchacho gimió, y sólo sus ojos parecieron oscurecerse mientras su palidez aumentaba todavía más. El Ratón percibió un cambio de sensaciones en su cuerpo. A través de las aguas ardientes del dolor, su odio salió a la superficie, avanzando también en lo alto. Empujó su odio por el canal de paredes rocosas, vio que el rostro de Ivrian palidecía más cuando la alcanzó, vio que apretaba la muñeca de su padre y percibió el temblor que éste ya no podía controlar.

La rueda giró. Como desde muy lejos, el Ratón oyó un gimoteo desgarrador y continuo. Pero ahora una parte de él estaba fuera de la estancia, a gran altura, le pareció, en el helado vacío por encima del mundo. Vio extendido por debajo de él un panorama nocturno de colinas y valles boscosos. Cerca de la cumbre de una colina había un grupo apretado de pequeñas torres de piedra. Pero como si estuviera dotado de un ojo mágico de buitre, pudo ver a través de los muros y tejados de aquellas torres sus mismos cimientos, una pequeña estancia oscura en la que unos hombres más pequeños que insectos estaban reunidos y agazapados. Algunos accionaban un mecanismo que infligía dolor a una criatura que podría haber sido una hormiga blanqueada y que se contorsionaba. Y el dolor de aquella criatura, cuyos diles gritos él podía oír levemente, ejercían un extraño efecto a aquella altura, reforzando sus poderes internos y arrancando un velo de sus ojos, un velo que hasta entonces había ocultado todo un universo negro.

Empezó a oír a su alrededor un poderoso murmullo. Alas de piedras golpeaban la frígida oscuridad. La luz acerada de las estrellas penetraba en su cerebro como indoloros cuchillos. Sintió un frenético y negro torbellino de maldad, como un torrente de tigres negros, que se precipitaba contra él desde arriba, y supo que podía controlarlo. Lo dejó brotar a través de su cuerpo y entonces lo arrojó por el sendero continuo que conducía a dos puntos de oscuridad en la pequeña estancia de abajo... los dos ojos de Ivrian, hija del duque Janarrl. Vio la negrura del centro del torbellino extenderse por su rostro como una mancha de tinta, rezumar de sus brazos blancos y teñir sus dedos. Vio que su mano apretaba convulsamente el brazo de su padre. Vio que tendía la otra mano hacia el duque y alzaba sus labios abiertos para rozarle la mejilla.

Entonces, por un momento, mientras las llamas de las antorchas oscilaban bajas y azules bajo un viento físico que parecía soplar a través de las piedras melladas de la cámara subterránea... por un momento mientras los torturadores y guardias dejaban los instrumentos de sus oficios respectivos... por un momento indeleble de odio satisfecho y venganza cumplida, el Ratón vio el rostro fuerte y cuadrado del duque Janarrl estremecerse con la agitación del terror definitivo, sus facciones contorsionadas como pesadas telas retorcidas entre manos invisibles para abatirse luego derrotadas, muertas.

El hilo que sujetaba al Ratón se rompió. Su espíritu cayó como una pomada hacia la estancia subterránea.

Le inundó un dolor atroz, pero que prometía vida, no muerte. Por encima de él estaba el techo bajo la piedra. Las manos sobre la rueda eran blancas y esbeltas. Entonces supo que aquel dolor era el de la liberación del potro.

Lentamente lvrian aflojó las anillas de cuero de sus muñecas y tobillos. Lentamente le ayudó a bajar, sosteniéndole con todas sus fuerzas mientras cruzaban tambaleándose la habitación, de la que todos los demás habían huido aterrados, salvo una figura hundida y enjoyada en una silla tallada, junto a la que se detuvieron. El muchacho miró al muerto con la mirada fría y satisfecha, como una máscara, de un felino. Luego continuaron su camino, Ivrian y el Ratonero Gris, a través de corredores desiertos por el pánico, y salieron a la noche.

Aciago encuentro en Lankhmar

Silenciosos como espectros, el ladrón alto y el grueso pasaron junto al leopardo guardián muerto, estrangulado con un lazo, tras salir por la puerta descerrajada de Jengao, el mercader de gemas, y se dirigieron al este, por la calle del Dinero, a través de la leve niebla oscura de Lankhmar, la Ciudad de los Ciento cuarenta mil Humos.

Hacia el este, por la calle del Dinero, tenía que ser, pues al oeste, en el cruce de Dinero y Plata, había un puesto de policía con guardias sin sobornar, con corazas y yelmos metálicos, que afilaban sin descanso sus picas, mientras que la casa de Jengao carecía de pasadizo de entrada e incluso de ventanas en sus muros de piedra con tres palmos de grosor y el tejado y el suelo casi igual de gruesos y sin escotillones.

Pero el alto Slevyas, de labios tensos, candidato a maestro ladrón, y el gordo Fissif, de ojos vivaces, jefe de segunda clase, al que habían conferido la categoría de primera clase para aquella operación, considerado como un talento en perfidias, no estaban preocupados en lo más mínimo. Todo salía de acuerdo con lo planeado. Cada uno llevaba en su bolsa atada con un bramante una bolsita mucho más pequeña con joyas sólo de la mejor clase, pues a Jengao, que ahora respiraba estertóreamente en el interior, sin sentido a causa de los golpes recibidos, había que permitirle, más aún, había que cuidarle y alentarle para que levantara de nuevo su negocio y que volviera a estar maduro para otro atraco. Casi podía considerarse como la primera ley del Gremio de los Ladrones no matar nunca a la gallina que ponía huevos marrones con un rubí en la yema, o huevos blancos con un diamante en la clara.

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