—Preferiste a Vellix —siguió diciendo él, en tono aún más desapasionado—, tras hacerme una promesa. ¿Por qué no elegiste entonces a Hringorl, en vez de a Vellix y a mí, si parecía más probable que ese hombre ganara? ¿Por qué no ayudaste a Vellix con tu cuchillo, cuando con tanta valentía se enfrentó a Hringorl? ¿Por qué gritaste al verme, destruyendo mi posibilidad de acabar con Hringorl de un solo golpe silencioso?
Recalcó cada pregunta moviendo vagamente la espada en dirección a la mujer. Ahora podía respirar con facilidad, y el cansancio había desaparecido de su cuerpo, aun cuando una negra depresión llenaba su mente.
Lentamente, Vlana apartó las manos de sus labios y tragó dos veces. Entonces, con voz áspera pero clara y no muy alta, le dijo:
—Una mujer ha de mantener siempre todos los caminos abiertos. ¿Puedes comprender eso? Sólo estando dispuesta a aliarse con cualquier hombre, descartando a uno u otro a medida que la fortuna varíe sus planes, puede empezar a contrarrestar la gran ventaja de los hombres. Elegía Vellix porque su experiencia era mayor que la tuya y porque, créelo o no, como quieras..., no creía que mi compañero tuviese muchas oportunidades de larga vida y quería que tú vivieras. No ayudé a Vellix porque entonces pensé que tanto él como yo estábamos condenados. El bloqueo de la carretera y luego la certeza de que íbamos a caer en una emboscada me acobardaron, aunque Vellix no parecía creer eso, o preocuparse. En cuanto a mi grito cuando te vi, se debió a que no te reconocí. Creí que eras la misma Muerte.
—Bien, parece que así ha sido —comentó Fafhrd en voz baja, mirando a su alrededor por tercera vez, a los cadáveres desparramados.
Se quitó los esquíes. Luego, tras golpear varias veces el suelo con los pies, se arrodilló junto a Hringorl, le extrajo la daga del ojo y la limpió con las pieles del muerto.
—Y temo a la Muerte más de lo que detestaba a Hringorl —siguió diciendo Vlana—. Sí, huiría de buen grado con Hringorl, si fuera para alejarme de la Muerte.
—Esta vez Hringorl iba en la dirección equivocada —comentó Fafhrd, sopesando la daga. Estaba bien equilibrada para golpear o lanzarla.
—Ahora, naturalmente, soy tuya —dijo Vlana—. Ansiosa y felizmente tuya, lo creas o no de nuevo. Si me deseas. Tal vez todavía piensas que intenté matarte.
Fafhrd se volvió hacia ella y le lanzó la daga.
—Cógela —le dijo, y ella así lo hizo.
El muchacho se echó a reír.
—No, una muchacha de espectáculo que ha sido también ladrona tiene que ser experta en el lanzamiento de cuchillo. Y dudo de que Hringorl fuese alcanzado en el cerebro, a través del ojo, por accidente. ¿Todavía estás decidida a vengarte del Gremio de Ladrones?
—Lo estoy —respondió ella.
—Las mueres sois horribles. Quiero decir, tan horribles como los hombres. ¿Hay alguien en el ancho mundo que tenga algo más que agua helada en las venas?
Fafhrd volvió a reírse, más ruidosamente, como si supiera que era imposible responder a aquella pregunta. Entonces limpió su espada con las pieles de Hringorl, la guardó en su vaina y, sin mirar a Vlana, pasó junto a ella y los caballos silenciosos hasta los enredados arbustos, cuyo resto empezó a separar para dejar el camino expedito. Las ramas estaban juntas y heladas, y tuvo que tirar de ellas y retorcerlas para que se soltaran. Pensó que aquello le costaba mucho más esfuerzo del que había visto hacer a Vellix.
Vlana no le miraba, ni siquiera cuando pasó por su lado. Tenía la mirada fija en la cuesta, con su sinuoso sendero de esquí que llevaba a la negra boca de túnel de la Antigua Carretera. Su mirada blanca no se fijaba en Harrax y Hrey, ni en la boca del túnel. Miraba más arriba.
Se oía un incesante tintineo, muy débil. Con un ruido de cristales desprendidos, Fafhrd desgajó y echó a un lado el último de los arbustos cargados de hielo.
Miró la carretera que llevaba al sur, a la civilización, cualquiera que fuese ahora su valor.
Aquella carretera era también un túnel, que discurría entre pinos cargados de nieve.
Y estaba lleno, como revelaba la luz de la luna, de una red de cristales que parecían extenderse indefinidamente, hebras de hielo que se extendían de una rama a otra, de un árbol a otro, una profundidad helada tras otra.
Fafhrd recordó las palabras de su madre: «Existe un frío embrujado que puede seguirte a cualquier parte en Nehwon. Allá donde el hielo ha ido una vez, la brujería puede enviarlo de nuevo. Ahora tu padre lamenta amargamente... »
Pensó en una gran araña blanca, tejiendo su frígida tela alrededor de aquel claro.
Vio el rostro de Mor, junto al de Mara, encima del precipicio, al otro lado de la gran brecha.
Se preguntó qué estarían cantando ahora en la Tienda de las 1VIujeres, y si Mara cantaba también. De algún modo pensó que no.
—¡Desde luego las mujeres son horribles! —exclamó Vlana con voz ahogada—. ¡Mira, mira, mira!
En aquel instante, el caballo de Hringorl emitió un gran relincho. Se oyó el golpear de sus cascos mientras huía por la Antigua Carretera.
Un instante después, los caballos de Vellix se encabritaron gritaron.
Fafhrd acarició el cuello del caballo más cercano. Luego miró la pequeña máscara blanca triangular, de grandes ojos, que era el rostro de Vlana, y siguió la dirección de su mirada.
Surgiendo de la cuesta que conducía a la Antigua Carretera, había media docena de tenues formas altas como árboles. Parecían mujeres encapuchadas. Fueron haciéndose más y más sólidas a medida que Fafhrd miraba.
Se agachó, aterrorizado. Este movimiento hizo que su bolsa quedara encajada entre el vientre y el muslo. Sintió un débil calor.
Se enderezó de un salto y desandó el camino que había seguido. Levantó el toldo del trineo. Cogió los ocho cohetes restantes uno a uno y clavó sus colas en la nieve, de modo que sus cabezas apuntaban a las grandes figuras de hielo que iban engrosándose.
Rodeado por el múltiple chisporroteo, saltó al trineo.
Vlana no se movió cuando el muchacho se sentó a su lado y la rozó, pero produjo un tintineo. Parecía haberse puesto un manto translúcido de cristales de hielo que la mantenía paralizada donde estaba. La luna se reflejaba impasible en los cristales. Notó que se movería sólo cuando la luna se moviera.
Cogió las riendas. Le quemaron los dedos como hierro helado, y no pudo moverlos. La tela de hielo había crecido alrededor de los caballos, formaban parte de ella... grandes estatuas equinas encerradas en un cristal más grande. Uno estaba cuatro patas, el otro se alzaba sobre dos. Las paredes de la matriz de hielo se estaban cerrando. «Hay un frío embrujado que puede seguirte... »
Rugió el primer cohete y luego el segundo. Fafhrd sintió su calor. Oyó el poderoso tintineo cuando alcanzaron sus blancos en la cuesta.
Las riendas se movían, golpeaban los lomos de los caballos. Se oyó un choque cristalino cuando se lanzaron hacia delante. Fafhrd agachó la cabeza y, sujetando las riendas con la mano izquierda, alzó la derecha y arrastró a Vlana hacia el asiento. Su manto de hielo cascabeleó intensamente y se desvaneció. Cuatro, cinco...
Se oía un continuo cascabeleo a medida que los caballos y el trineo se abrían paso entre la red de hielo. Los cristales se desprendían sobre la cabeza agachada de Fafhrd. El cascabeleo fue haciéndose menor. Siete, ocho...
Todas las ligaduras de hielo desaparecieron. Los cascos atronaban. Se levantó un fuerte viento del norte, que puso fin a la larga calma. Más adelante el cielo empezaba a tener el tenue color rosado del alba. Detrás era levemente rojo, con el fuego de la pinaza prendido por los cohetes. A Fafhrd le pareció que el viento del norte traía el rugido de las llamas.
—¡Gnamph Nar, Mlurg Nar, la gran Kvarch Nar... las veremos a todas! ¡Todas las ciudades de la Tierra del Bosque! Toda la Tierra de las Ocho Ciudades.
Junto a él, Vlana se agitó, caliente bajo el brazo con que la abrazaba, y reanudó las entusiastas exclamaciones del muchacho, diciendo:
—¡Sarheenmar, Ilthmar, Lankhmar! ¡Todas las ciudades del sur! ¡Quarmall! ¡Horborixen! ¡Tisilinilit de esbeltas agujas! La Tierra Creciente.
A Fafhrd le pareció que los espejismos de todas aquellas ciudades desconocidas llenaban el brillante horizonte.
—¡Viaje, amor, aventura, el mundo! —gritó, abrazando a Vlana con el brazo derecho mientras con el izquierdo, que sujetaba las riendas, golpeaba a los caballos.
Se preguntó por qué, aunque su imaginación rugía en llamas como el cañón a sus espaldas, su corazón seguía tan impasible.
Tres cosas advirtieron al aprendiz de brujo de que algo iba mal: primero, la huellas profundas de herraduras en el camino del bosque, que percibió a través de sus botas antes de agacharse para palparlas en la oscuridad; luego el misterioso zumbido de una abeja, cuya presencia de noche no era en absoluto natural, y, finalmente, un débil y aromático olor a quemado. El Ratón echó a correr, esquivando troncos de árboles y raíces que conocía de memoria, y gracias también a un sentido como el de los murciélagos, que recogía el eco de ligeros sonidos emitidos. Las medias grises, la túnica, la capucha puntiaguda y el manto ondeante, hacían que el delgado y ascético joven, pareciera una sombra apresurada.
La exaltación que el Ratón había sentido al terminar con éxito su larga búsqueda y su retorno triunfal a su maestro brujo, Glavas Rho, se desvaneció ahora de su mente y dio lugar a un temor que apenas se atrevía a formular con el pensamiento. ¿Daño al gran mago de quien él era un simple aprendiz? «Mi Ratón Gris, todavía a medio camino en su fidelidad a la magia blanca y la negra», le había dicho una vez Glavas Rho... No, era impensable que aquella gran figura de sabiduría y espíritu hubiera sufrido algún mal. El gran mago... (había algo histérico en la forma en que el Ratón insistía en aquel «grande», pues para el mundo Glavas Rho era un pobre brujo, no mejor que un nigromante mingol con su perro moteado clarividente o un mendigo conjurador de Quarmall)... El gran mago y su morada estaban protegidos por fuertes encantamientos que ningún profano del exterior podía quebrantar, ni siquiera (el corazón del Ratón se saltó un latido) el señor supremo de aquellos bosques, el duque Janarrl, el cual odiaba toda magia, pero la blanca más aún que la negra.
Y sin embargo, el olor a quemado era ahora más fuerte, y la cabaña de Glavas Rho estaba construida con madera resinosa.
También se desvaneció de la mente del Ratón la visión de un rostro de muchacha, perpetuamente asustado pero dulce..., el de Ivrian, la hija del duque Janarrl, la cual iba a estudiar en secreto con Glavas Rho y que en sentido figurado tomaba la leche de su blanca sabiduría, al lado del Ratón. En secreto se llamaban el uno al otro Ratón y Ratilla, y bajo su túnica el Ratón llevaba un sencillo guante verde que le dio Ivrian cuando emprendió su búsqueda, como si fuera su caballero armado y no un aprendiz de mago sin espada.
Cuando el Ratón llegó al claro en lo alto de la colina, respiraba con dificultad, pero no de cansancio.
La luz que había allí le permitió abarcar de una sola mirada el huerto de hierbas mágicas pisoteado por cascos de caballos, la colmena de paja volcada, la enorme mancha de hollín que cubría la vasta superficie de la roca granítica que protegía la casita del mago.
Pero incluso sin la luz del alba habría visto las vigas encogidas por el fuego y los postes roídos por las llamas, en los que reptaban los rojos gusanos de las pavesas y la llama verde como la ira que aún ardía alimentada por algún terco ungüento brujeril. Habría olido la confusión de olores de preciosas drogas y bálsamos quemados, y el hedor horrible de la carne quemada.
Todo su delgado cuerpo se estremeció. Luego, como un sabueso estimulado por un olor, corrió hacia la casa.
El mago estaba al lado de la puerta combada, y su aspecto no era mejor que el de la vivienda: las vigas de su cuerpo desnudas y ennegrecidas; los jugos inapreciables y las sutiles sustancias hervidos, quemados, destruidos para siempre o ascendidos hacia algún infierno frío más allá de la luna.
De los alrededores llegaba un rumor leve, bajo y triste, como si llorasen las abejas sin hogar.
Los recuerdos se sucedieron vertiginosamente en la horrorizada mente del Ratón: aquellos labios encogidos cantando suaves hechizos, aquellos dedos chamuscados que señalaban las estrellas o acariciaban un animalillo del bosque.
Temblando, el Ratón extrajo de la bolsa de cuero que le colgaba del cinto una piedra plana, en uno de cuyos lados tenía grabadas unas inscripciones jeroglíficas, y en la otra un monstruo con coraza y numerosas junturas, como una hormiga gigantesca, que avanzaba entre diminutas figuras humanas. Aquella piedra había sido el objeto de la búsqueda ordenada por Glavas Rho. Por ella había recorrido en balsa los lagos de Pleea, pisado las laderas de las Montañas del Hambre, se había escondido de un grupo de piratas de barbas rojas, entregados al saqueo, había engañado a obtusos pescadores—campesinos, halagado y flirteado con una vieja bruja muy perfumada, robado el santuario de una tribu y eludido a los sabuesos lanzados en su busca. Que hubiera conseguido la piedra verde sin derramar sangre significaba que había avanzado otro grado en su aprendizaje. Ahora miraba tristemente la vieja superficie de la piedra, y, controlando sus estremecimientos, la depositó con cuidado en la palma ennegrecida del maestro. Al agacharse se dio cuenta de que las plantas de sus pies estaban dolorosamente calientes, las botas humeaban un poco en los bordes, pero no apresuró sus pasos para alejarse de allí.
Ahora había más claridad y pudo observar pequeñas cosas, como el hormiguero junto al umbral. El maestro había estudiado las negras criaturas acorazadas con tanto interés como a sus primas las abejas. Ahora el hormiguero tenía un gran orificio en forma de tacón, y mostraba un semicírculo de hoyos producidos por estacas... pero algo se movía. Mirando con atención, vio un diminuto guerrero mutilado por el calor que se esforzaba por avanzar entre los granos de arena. El joven recordó al monstruo de la piedra verde y se encogió de hombros, pues había tenido un pensamiento que no conducía a ninguna parte.
Cruzó el claro a través de las dolientes abejas hasta los troncos iluminados por la pálida luz, y pronto se detuvo junto a un tronco nudoso, en un punto donde la ladera descendía en una pendiente muy pronunciada.