Espadas y demonios (15 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y demonios
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De manera gradual la cólera y el odio empezaron a girar confusamente en su interior. Vio a los dioses de Glavas Rho, sus rostros antes serenos pálidos y despectivos. Oyó las palabras de los antiguos encantamientos, pero ahora tenían un nuevo significado. Luego estas visiones retrocedieron, y sólo vio un remolino de rostros sonrientes y manos crueles, y en alguna parte de aquel remolino el rostro de una niña, pálido y con una expresión de culpabilidad. Espadas, palos, látigos. Todo girando. Y en el centro, como el eje de una rueda sobre la que hay hombres destrozados, la forma corpulenta y recia del duque.

¿Cuál era la enseñanza de Glavas Rho para aquella rueda? Había rodado sobre él, aplastándole. ¿Qué era la magia blanca para Janarrl y sus secuaces? Un simple pergamino sin valor que podían ensuciar, gemas mágicas que podían pisotear, pensamientos de profunda sabiduría que convertían en papilla junto con el cerebro que los producía.

Pero existía la otra magia, la magia que Glavas Rho le había prohibido, a veces sonriendo pero siempre con una seriedad subyacente. La magia de la que el Ratón estaba informado sólo por alusiones y advertencias. La magia que surgía de la muerte, el odio, el dolor y la decadencia, que trataba con venenos y gritos en la noche, que goteaba desde los negros espacios entre las estrellas, que, como el mismo Janarrl había dicho, maldecía en la oscuridad por la espalda.

Era como si todo el conocimiento anterior del Ratón —sobre pequeñas criaturas, estrellas, brujerías beneficiosas y códigos de cortesía de la naturaleza— ardiera en un súbito holocausto. Y las cenizas negras cobraban vida y empezaban a agitarse, y de ellas ascendía una multitud de sombras nocturnas, que se parecían a las que se habían quemado, pero todas distorsionadas. Formas reptantes, acechantes, que se escabullían. Sin corazón, todo odio y terror, pero tan bellas a la observación como arañas negras balanceándose de sus telas geométricas.

¡Llamar a aquella jauría con un cuerno de caza! ¡Lanzarlos en persecución de Janarrl!

En lo más hondo de su cerebro una voz maligna empezó a susurrar: «El duque debe morir. El duque debe morir». Y supo que oiría siempre aquella voz, hasta que hubiera realizado su propósito.

Trabajosamente se levantó, sintiendo un dolor punzante indicador de costillas rotas. Se preguntó cómo se las había arreglado para huir hasta tan lejos. Apretando los dientes, cruzó el claro tambaleándose. Cuando alcanzó de nuevo el refugio de los árboles, el dolor le había obligado a caminar apoyándose en las manos y las rodillas. Se arrastró un poco y luego se derrumbó.

El tercer día de la cacería, al anochecer, Ivrian salió sigilosamente de su habitación en la torre, ordenó al paje sonriente que fuera en busca de su caballo y cabalgó por el valle, cruzó el arroyo y subió por la colina opuesta hasta llegar a la casa al abrigo de las rocas de Glavas Rho. La destrucción que vio aumentó aún más la tristeza de su rostro pálido y tenso. Desmontó y se acercó a la ruina devorada por el fuego, temblando al pensar que podría encontrarse con el cuerpo de Glavas Rho. Pero no estaba allí. Pudo ver que alguien había agitado las cenizas, como si buscara entre ellas objetos que pudiesen haberse librado del fuego. Todo estaba muy sereno.

Vio un desnivel en el terreno, hacia el lado del claro, y avanzó en aquella dirección. Era una tumba recién abierta, y en lugar de lápida había una pequeña piedra plana y verdusca, rodeada de guijarros grises, con unos extraños signos tallados en su superficie.

Un sonido breve y repentino procedente del bosque le produjo un escalofrío y se dio cuenta de que tenía mucho miedo, pero hasta aquel momento su tristeza había superado al terror. Alzó la vista y exhaló un grito, al ver un rostro que la miraba a través de un orificio en las hojas. Era un rostro desordenado, sucio de polvo y jugos herbáceos, salpicado aquí y allá de viejas manchas de sangre seca y ensombrecido por un inicio de barba. Entonces la muchacha lo reconoció.

—Ratón —le llamó con voz entrecortada.

Apenas conoció la voz que le respondió.

—Así que has vuelto para regodearte de la destrucción que ha causado tu propia traición.

—¡No, Ratón, no! —exclamó ella—. No quería que ocurriera esto. Debes creerme.

—¡Embustera! Fueron los hombres de tu padre quienes le mataron y quemaron su casa.

—¡Pero jamás pensé que lo harían!

—¡Nunca pensaste que lo harían! Como si eso fuera una excusa. Temes tanto a tu padre que le dirías cualquier cosa. Vives por el temor.

—No siempre, Ratón. Al final, maté al jabalí.

—Tanto peor... Mataste a la bestia que los dioses habían enviado para que acabara con tu padre.

—Pero la verdad es que no maté al jabalí. Sólo me jactaba cuando lo he dicho... Pensé que te gustaba valiente. La verdad es que no recuerdo esa matanza. Mi mente quedó en suspenso. Creo que mi difunta madre entró en mí y dirigió la lanza.

—¡Embustera y patrañera! Pero corregiré mi juicio: vives por el temor excepto cuando tu padre te zurra para que seas valerosa. Debí haberme dado cuenta de eso y advertir a Glavas Rho contra ti. Pero soñaba contigo.

—Me llamabas Ratilla —dijo ella débilmente.

—Sí, jugábamos a los ratones, olvidando que los gatos son reales. Y entonces, mientras yo estaba ausente, ¡unos simples azotes te asustaron y traicionaste a Glavas Rho diciéndole a tu padre dónde vivía!

—No me condenes, Ratón. —lvrian sollozaba—. Ya sé que en mi vida no ha habido más que temor. Desde que era una niña mi padre ha intentado obligarme a creer que la crueldad y el odio son las leyes del universo. Me ha torturado y atormentado. No había nadie a quien pudiera recurrir, hasta que encontré a Glavas Rho y aprendí que el universo tiene leyes de simpatía y amor que determinan incluso la muerte y los odios aparentes. Pero ahora Glavas Rho está muerto y yo más asustada y sola que nunca. Necesito tu ayuda, Ratón. Estudiaste con Glavas Rho y conoces sus enseñanzas. Ven y ayúdame.

Él se rió burlonamente.

—¿Para que me traiciones? ¿Para que me zurren de nuevo mientras miras? ¿Escuchar tu dulce voz de embustera mientras los cazadores de tu padre se acercan con sigilo? No, tengo otros planes.

—¿Planes? —inquirió ella en tono aprensivo—. Ratón, tu vida corre peligro mientras permanezcas aquí. Los hombres de mi padre han jurado matarte en cuanto te vean. Me moriría, créeme, si te capturan. Note retrases, márchate. Pero dime primero que no me odias.

Y tras decir esto se acercó a él. De nuevo el muchacho lanzó una risa burlona.

—Estás por debajo de mi odio —dijo con sarcasmo—. No siento más que desprecio por tu cobarde debilidad. Glavas Rho hablaba demasiado de amor. Existen leyes de odio en el universo, que determinan incluso sus amores, y ya es hora de que las haga trabajar para mí. ¡No te acerques más! No tengo intención de revelarte mis planes ni mis nuevas madrigueras. Pero algo sí te diré, y escucha bien. Dentro de siete días empezará el tormento de tu padre.

—¿El tormento de mi padre... ? Ratón, Ratón, escúchame. Quiero preguntarte por algo más que las enseñanzas de Glavas Rho. Quiero preguntarte por el mismo Glavas. Mi padre me dio a entender que él conocía a mi madre, que tal vez fue mi verdadero padre.

Esta vez hubo una pausa antes de la risa burlona, pero cuando llegó, fue mucho más intensa.

—¡Bien, bien, bien! Me es grato pensar que el viejo Barbablanca disfrutó un poco de la vida antes de llegar a ser tan sabio. Confío de veras en que tumbara a tu madre. Eso explicaría su nobleza. Donde había tanto amor, amor por toda criatura nacida, antes debió de haber lujuria y culpabilidad. Gracias a aquel encuentro, y a toda la maldad de tu madre, aumentó su magia blanca. ¡Es cierto! La culpa y la magia blanca lado a lado... ¡y los dioses nunca mintieron! De lo que se desprende que eres la hija de Glavas Rho, y que traicionaste a tu padre verdadero haciéndole morir quemado.

Y entonces su rostro desapareció y las ramas enmarcaron tan sólo un agujero negro. La muchacha corrió a ciegas por el bosque, tras él, gritando: «¡Ratón! ¡Ratón!» y tratando de seguir la risa que iba alejándose. Pero la risa se desvaneció, ella se encontró en una sombría soledad y empezó a darse cuenta de lo maligna que había sonado la risa del aprendiz, como si se riera de la muerte de todo amor, o incluso de su imposibilidad de nacer. Entonces el pánico se apoderó de ella, y huyó a través de los matorrales; las zarzas se prendían de sus ropas, las ramitas le rasguñaban las mejillas, hasta que llegó ~ nuevo al claro y emprendió el regreso a su hogar, a través de la oscuridad, corriendo como una loca, asediada por mil temores y acongojándole la idea de que ahora no había nadie en todo el ancho mundo que no la odiara y despreciara.

Cuando llegó a la fortaleza, parecía agazaparse por encima de ella como un monstruo horrendo de cresta mellada, y cuando pasó por el gran portal, le pareció que el monstruo la había engullido para siempre.

Llegó la noche del séptimo día, cuando servían la cena en la gran sala de banquetes, con mucha charla ruidosa, bullicio, ajetreo y entrechocar de cubiertos y platos de plata. En medio de aquel jaleo, Janarrl ahogó un grito de dolor y se llevó la mano al corazón.

—No es nada —dijo un momento después al enjuto sicario sentado a su lado—. ¡Dame una copa de vino! Eso acallará las punzadas.

Pero siguió pálido e incómodo, y apenas probó la carne que sirvieron en grandes tajos humeantes. Su mirada recorrió la mesa, deteniéndose al fin en su hija.

—¡Deja de mirarme con esa cara fúnebre, muchacha! —exclamó—. Se diría que me has envenenado el vino y estás esperando ver que me lleno de manchas verdes, o rojas con bordes negros.

Esto provocó una carcajada general que pareció complacer al duque, pues arrancó el ala de un ave y la comió ávidamente, pero un instante después exhaló otro grito de dolor, más fuerte que el primero, se puso en pie tambaleándose, se apretó convulsamente el pecho y se derrumbó sobre la mesa, donde quedó gimiendo y retorciéndose de dolor.

—El duque ha sufrido un ataque —anunció el enjuto guardaespaldas, del modo más innecesario pero también más ominoso tras inclinarse sobre él—. Llevadle al lecho. Que uno de vosotros le afloje la camisa. Boquea en busca de aire.

Los murmullos se desataron a lo largo de la mesa. Cuando abrieron al duque la gran puerta que daba acceso a sus aposentos, una ráfaga de viento helado hizo que las llamas de las antorchas oscilaran y se volvieran azules, de modo que las sombras llenaron la estancia. Entonces una antorcha destelló con un blanco brillante, como una estrella, mostrando el rostro de una muchacha. Ivrian notó que los demás se apartaban de ella con miradas y susurros sospechosos, como si estuvieran seguros de que había verdad en la broma del duque. Ella no alzó la vista. A1 cabo de un rato alguien llegó y le dijo que el duque requería su presencia. Sin decir palabra, la muchacha se levantó y le siguió.

El rostro del duque estaba gris y tenía una expresión dolorosa, pero se dominaba, aunque con cada aliento su mano se aferraba convulsa al borde de la cama, hasta que sus nudillos eran como protuberancias rocosas. Estaba recostado sobre unas almohadas, le habían echado una túnica de piel sobre los hombros y unos braseros de largas patas brillaban alrededor del lecho. A pesar de todo, se estremecía convulsamente.

—Ven aquí, muchacha —le ordenó en voz baja, trabajosa y siseante a través de los labios tensos—. Sabes lo que ha ocurrido. El corazón me duele como si hubiera fuego bajo él, pero mi piel está envuelta en hielo. Siento unas punzadas en las articulaciones como si largas agujas me atravesaran la médula. Esto es obra de brujería.

—Obra de brujería, sin duda alguna ——confirmó Giscorl, el enjuto guardaespaldas, que permanecía a la cabecera de la cama—. Y no hace falta adivinar quién es el autor. ¡Esa joven serpiente a la que no mataste en seguida hace diez días! Se le ha visto al acecho en los bosques, sí, y hablando con... ciertas personas —añadió, mirando a Ivrian con suspicacia.

Un espasmo de dolor estremeció al duque.

—Debí haber aplastado al cachorro junto con su progenitor —gimió. Entonces sus ojos volvieron a posarse en Ivrian—. Mira, chiquilla, te han insto husmeando en el bosque donde mataron a ese viejo brujo. Creen que hablaste con su cachorro.

Ivrian se humedeció los labios, trató de hablar y meneó la cabeza. Podía notar la mirada de su padre que la sondeaba. Luego tendió los dedos, que se retorcieron en el aire.

—¡Creo que estás aliada con él! —Su susurro era como un cuchillo oxidado— Le estás ayudando a hacerme esto. ¡Admítelo! ¡Admítelo! —Y le empujó la mejilla contra el brasero más cercano, de modo que su cabello humeó y su «¡no!» se convirtió en un grito estremecido. El brasero se tambaleó y Giscorl lo enderezó. El duque gruñó, imponiéndose al grito de la joven—: Una vez tu madre sostuvo carbones al robo para demostrar su honor.

Una espectral llama azul ascendió por el cabello de Ivrian. El duque la apartó bruscamente del brasero y se dejó caer sobre las almohadas.

—Que se vaya—susurró al fin débilmente, con un esfuerzo para pronunciar cada palabra—. Es una cobarde y no se atrevería a hacer daño, ni siquiera a mí. Entretanto, Giscorl, envía más hombres para que busquen en el bosque. Deben encontrar su guarida antes del alba, o se me romperá el corazón aguantando el dolor.

Con un gesto seco, Giscorl llevó a Ivrian hacia la puerta. La muchacha estaba encogida de miedo y salió cabizbaja de la habitación, reprimiendo las lágrimas. La mejilla le latía dolorosamente. No pudo ver la extraña sonrisa especulativa con la que el guardaespaldas de rostro de halcón la contempló mientras se alejaba.

Ivrian se hallaba ante la estrecha ventana de su habitación, contemplando los pequeños grupos de jinetes que iban y venían, sus antorchas brillando como fuegos fatuos en el bosque. La fortaleza estaba llena de misteriosos movimientos. Las mismas piedras parecían inquietamente vivas, como si compartieran el tormento de su amo.

Se sintió atraída hacia un punto determinado en la oscuridad. Una y otra vez acudía a su mente el recuerdo del día en que Glavas Rho le mostró una pequeña caverna en la falda de la colina y le advirtió de que aquel era un lugar maligno, donde muchas brujerías ponzoñosas se habían realizado en el pasado. La muchacha se pasó las puntas de los dedos por la ampolla en forma de medialuna que le había salido en la mejilla y por el mechón de pelo chamuscado.

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