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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas y demonios (24 page)

BOOK: Espadas y demonios
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La quinta puerta estaba cerrada, pero la sexta abierta. El Ratonero aplicó un ojo al resquicio, su mejilla rozando la jamba. Luego se asomó más y miró fascinado, subiéndose el trapo negro a la frente para poder ver mejor. Fafhrd se reunió con él.

Era una gran sala, vacía, hasta donde podía ver, de vida animal y humana, pero llena de cosas interesantes. Desde la altura de la rodilla hasta el techo, toda la pared del fondo era una mapa de la ciudad de Lankhmar y su entorno inmediato. Parecía que estaban pintados allí todos los edificios y calles, hasta el cuchitril más pequeño y el patio más estrecho. En muchos lugares había signo de recientes borraduras y nuevo dibujo, y aquí y allá había pequeños jeroglíficos coloreados de misterioso significado.

El suelo era de mármol, el techo azul como lapislázuli. De las paredes laterales colgaban innumerables cosas, mediante anillas y candados. Una estaba cubierta con toda suerte de herramientas de ladrón, desde una enorme y gruesa palanqueta que parecía como si pudiera desarzonar el universo, o al menos la puerta de la cámara del tesoro del señor supremo, hasta una varilla tan fina que podría ser la varita mágica de una reina de los duendes y designada al parecer para desplegarse y pescar desde lejos preciosos objetos de los zanquilargos tocadores con tablero de marfil pertenecientes a las señoras de alcurnia. De la otra pared colgaba toda clase de objetos pintorescos, con destellos de oro y joyas, sin duda escogidos por su extravagancia entre las piezas defectuosas de robos memorables, desde una máscara femenina de fino oro, de rasgos y contornos tan bellos que cortaba el aliento, pero con incrustaciones de rubíes que simulaban las erupciones de la viruela en su etapa febril, hasta un anillo cuya hoja estaba formada por diamantes en forma de cuña colocados unos al lado de otros y el filo diamantino parecía el de una navaja de afeitar.

Alrededor de la estancia había mesas con maquetas de viviendas y otros edificios, exactos hasta el último detalle, según parecía, pues tenían incluso los agujeros de ventilación bajo los canalones del tejado, el agujero de desagüe al nivel del suelo y las grietas de las paredes. Muchas estaban cortadas en sección parcial o total para mostrar la disposición de habitaciones, gabinetes, bóvedas de seguridad, puertas, corredores, pasadizos secretos, salidas de humos y ventilaciones con igual detalle.

En el centro de la estancia había una mesa redonda de ébano y cuadrados de marfil, alrededor de la cual había siete sillas de respaldo recto pero bien acolchado, una de ellas de cara al mapa y alejada del Ratonero y Fafhrd, con el respaldo más alto y brazos más anchos que las otras... una silla de jefe, probablemente la de Krovas.

El Ratonero avanzó de puntillas, irresistiblemente atraído, pero la mano izquierda de Fafhrd se cerró sobre su hombro como el mitón de hierro de una armadura mingola, obligándole a retroceder.

Mostrando su desaprobación con un fruncimiento de ceño, el norteño volvió a colocar el trapo negro sobre los ojos del Ratonero, y con la mano que sostenía la muleta le indicó que siguiera adelante; luego se puso en marcha con los saltos más cuidadosamente calculados y silenciosos. El Ratonero le siguió, encogiéndose de hombros, decepcionado.

En cuanto se alejaron de la puerta, pero antes de que se hubieran perdido de vista, una cabeza provista de una barba negra bien cuidada y con el pelo muy corto, apareció como la de una serpiente por un lado de la silla de respaldo más alto y miró las espaldas de los dos jóvenes con ojos profundamente hundidos pero brillantes. Luego, una mano larga y flexible como una serpiente siguió a la cabeza, cruzó los delgados labios con un dedo ofídico, haciendo una señal de silencio, y luego llamó con otro gesto a las dos parejas de hombres vestidos con túnicas oscuras que estaban a cada lado de la puerta, de espaldas a la pared del corredor, cada uno sujetando un cuchillo curvo en una mano y una porra de cuero oscuro, con punta de plomo en la otra.

Cuando Fafhrd estaba a medio camino de la séptima puerta, de la que seguía saliendo la monótona pero siniestra recitación, salió por ella un joven delgado de rostro blanco como la leche, las manos en la boca y una expresión de terror en los ojos, como si estuviera a punto de prorrumpir en gritos o vomitar, y con una escoba sujeta bajo un brazo, por lo que parecía un joven brujo a punto de emprender el vuelo. Pasó corriendo por el lado de Fafhrd y el Ratonero y se alejó. Sus rápidas pisadas sonaron amortiguadas en la alfombra y agudas y huecas en los escalones, antes de extinguirse.

Fafhrd miró al Ratonero con una mueca y se encogió de hombros. Luego se puso en cuclillas sobre una sola pierna hasta que la rodilla de su pierna atada tocó el suelo, y avanzó medio rostro por la jamba de la puerta. Al cabo de un rato, sin cambiar de posición, hizo una sena al Ratonero para que se aproximara. Este último asomó lentamente el rostro por la jamba, por encima del de Fafhrd.

Lo que vieron era una habitación algo más pequeña que la del gran mapa e iluminada por lámparas centrales que producían una luz azul blanca en vez del amarillo habitual. El suelo era de mármol, de colores oscuros y decorado con complejas espirales. De los muros colgaban cartas astrológicas y antropománticas e instrumentos de magia, y sobre unos estantes había jarros de porcelana con inscripciones crípticas, frascos de vidrio y tubos de cristal de las formas más extrañas, algunos llenos de fluidos coloreados, pero muchos de ellos vacíos y relucientes. Al pie de las paredes, donde las sombras eran más espesas, había materiales rotos y desechados, formando un montón irregular, como si los hubieran apartado para que no molestaran, y en algunos lugares se abrían grandes agujeros de ratas.

En el centro de la habitación, cuya brillante iluminación contrastaba con la oscuridad de la periferia, había una larga mesa con un grueso tablero y muchas patas macizas. El Ratonero pensó por un instante en un centípedo y luego en el mostrador de la Anguila, pues la superficie del tablero estaba muy manchada y llena de muescas a causa de muchos derrames de elixires, y mostraba numerosas quemaduras profundas y negras debidas al fuego, el ácido o ambas cosas.

En medio de la mesa funcionaba un alambique. La llama de la lámpara —ésta de un azul intenso— mantenía en ebullición dentro de la gran retorta de cristal un líquido oscuro y viscoso con algunos destellos diamantinos. De la espesa materia hirviente surgían hebras de un vapor más oscuro que pasaba por la estrecha boca de la retorta, manchada la transparente cabeza —curiosamente con un brillante escarlata— y luego, de nuevo muy negro, pasaba a la estrecha tubería que salía de la cabeza y comunicaba con un receptor esférico de cristal, más grande incluso que la retorta, donde se rizaban y oscilaban como otras tantas espirales de negro cordón en movimiento... una delgada e interminable serpiente de ébano.

Tras el extremo izquierdo de la mesa se hallaba un hombre alto pero jorobado, vestido con túnica y capucha que ensombrecía más que ocultaba un rostro cuyos rasgos más prominentes eran la nariz larga, gruesa y puntiaguda y la boca sobresaliente, sin apenas mentón. Su cutis era gris cetrino, como arcilla, y una barba corta, crujiente y gris crecía en sus anchas mejillas. Bajo la frente huidiza y las pobladas cejas grises, unos ojos muy anchos miraban con atención un pergamino que el tiempo había vuelto pardo, cuyas desagradables manos, como porras pequeñas, los nudillos grandes, los dorsos grises, enrollaba y desenrollaba sin cesar. El único movimiento de sus ojos, aparte de la breve mirada de un lado a otro mientras leía las líneas que entonaba rápidamente, era en ocasiones una mirada lateral al alambique.

En el otro extremo de la mesa, los ojos pequeños, como cuentas, mirando de un modo alterno al brujo y el alambique, se agazapaba una pequeña bestia negra, cuyo primer atisbo hizo que Fafhrd hundiera dolorosamente los dedos en el hombro del Ratonero, y éste casi gritó, no de dolor. El animal era como una rata, pero tenía la frente más alta y los ojos más juntos que los de un roedor, mientras que sus patas delanteras, que se frotaba sin cesar con lo que parecía un júbilo incansable, parecían copias en miniatura de las manos macizas del brujo.

De un modo simultáneo pero independiente, Fafhrd y el Ratonero tuvieron la certeza de que se trataba de la bestia que había escoltado por el arroyo a Slivikin y su compinche y que luego huyó, y ambos recordaron lo que Ivrian había dicho acerca del animal de compañía de un brujo y la posibilidad de que Krovas empleara a uno de éstos.

La fealdad del hombre y la bestia, y entre ellos el serpenteante vapor negro que se retorcía en el gran receptor y la cabeza, como un cordón umbilical negro, constituían una visión horrenda. Y las similitudes, salvo por el tamaño, entre ambas criaturas eran aún más inquietantes en sus implicaciones.

El ritmo del encantamiento se aceleró, las llamas azules y blancas brillaron y sisearon audiblemente, el fluido en la retorta se hizo espeso como lava, se formaron grandes burbujas que se quebraron sonoramente, la cuerda negra en el receptor se retorció como un nido de serpientes; hubo una sensación creciente de presencias invisibles, la tensión sobrenatural aumentó hasta hacerse casi insoportable, y Fafhrd y el Ratonero tuvieron una gran dificultad para guardar silencio, pues no podían controlar su entrecortada respiración, y temían que los latidos de 'LI corazón pudieran oírse a codos de distancia.

El encantamiento llegó abruptamente a su auge y se desvaneció, como un redoble muy fuerte de tambor silenciado al instante por la palma y los dedos contra el parche. Con un brillante destello y una explosión sorda, innumerables grietas aparecieron en la retorta; su cristal se volvió blanco y opaco, pero no se quebró ni dejó salir el líquido. La cabeza se elevó un palmo, permaneció un momento suspendida y cayó hacia atrás. Entretanto dos lazos negros aparecieron entre las espirales del receptor y de repente se estrecharon hasta que fueron sólo dos grandes nudos negros.

El brujo sonrió, enrollando el extremo del pergamino, y su mirada pasó del receptor a su animalillo, el cual chillaba y daba alegres saltos.

—¡Silencio, Slivikin! Ya te llega el turno de correr, esforzarte y sudar —dijo el brujo, hablando en lankhmarés macarrónico, pero con tal rapidez y una voz tan aguda que Fafhrd v el Ratonero apenas podían seguirle. No obstante, ambos se dieron cuenta de que habían confundido por completo la identidad de Slivikin. En un momento de apuro, el ladrón gordo había llamado a la bestia brujeril, en vez de a su compañero humano, para que acudiera en su ayuda.

—Sí, amo —respondió Slivikin con voz chillona y no menos claramente, haciendo que un instante el Ratonero tuviera que revisar sus opiniones acerca del habla de los animales. Y en el mismo tono aflautado y servil añadió—: Te escucho obedientemente, Hristomilo.

Ahora conocían también el nombre del hechicero. El cual, con agudos chillidos, como latigazos, ordenó:

—¡Al trabajo que te he indicado! ¡Procura convocar un número suficiente de comensales! Quiero los cuerpos descarnados hasta que queden los esqueletos, de modo que las lesiones de la niebla encantada y toda evidencia de muerte por asfixia se desvanezcan por completo. ¡Pero no olvides el botín! ¡Ahora parte para tu misión!

Slivikin, que a cada orden había inclinado la cabeza de un modo que recordaba su manera de saltar, gritó ahora:

—¡Haré que así sea!

Y como un rayo gris saltó al suelo y desapareció por un negro agujero de ratas.

Hristomilo se frotó sus repugnantes manos de un modo muy similar al de Slivikin y gritó jovialmente:

—¡Lo que Slevyas perdió, mi magia lo ha recuperado!

Fafhrd y el Ratonero se retiraron de la puerta, en parte porque pensaron que como el encantamiento, el alambique y el animalejo de Hristomilo ya no requerirían toda su atención, seguramente alzaría la vista y los descubriría; y en parte por la repugnancia que les producía lo que habían insto y oído. Sentían una viva aunque inútil piedad por Slevyas, quienquiera que fuese, y por las demás víctimas desconocidas de los mortales encantamientos del brujo de aspecto ratonil y seguramente relacionado con las ratas, pobres desconocidos ya muertos y condenados a que les separasen la carne de los huesos.

Fafhrd arrebató al Ratonero la botella verde y, casi experimentando arcadas por el hedor a flores podridas, tomó un largo trago. El Ratonero no se atrevió a hacer lo mismo, pero le confortaron los vapores de vino que inhaló durante esta escena.

Entonces vio, más allá de Fafhrd, en el umbral de la sala del mapa, a un hombre ricamente ataviado con un cuchillo de empuñadura dorada en una vaina recamada con pedrería al costado. Su rostro, de ojos hundidos, mostraba las arrugas prematuras de la responsabilidad, el exceso de trabajo y la autoridad, con el cabello negro muy corto y una pulcra barba. Sonriendo, les hizo una seña en silencio para que se aproximaran. El Ratonero y Fafhrd obedecieron, el último devolviendo la botella verde al primero, el cual la cerró de nuevo y la guardó bajo el brazo izquierdo con bien disimulada irritación.

Los dos supusieron que quien les llamaba era Krovas, el Gran Maestre del Gremio. Una vez más, mientras avanzaba desgarbadamente, tambaleándose y eructando, Fafhrd se maravilló de cómo Kos o los Hados les dirigían aquella noche a su objetivo. El Ratonero, más alerta y también más aprensivo, recordó que los guardianes de las hornacinas les habían dicho que se presentaran a Krovas, por lo que la situación, si no se desarrollaba del todo de acuerdo con sus nebulosos planes, no era todavía catastrófica.

Pero ni siquiera su agudeza ni los instintos primitivos de Fafhrd les previno mientras seguían a Krovas a la sala del mapa.

Apenas habían entrado cuando un par de rufianes cogieron por los hombros a cada uno de ellos, amenazándoles con cachiporras, a las que se añadían los cuchillos que colgaban de sus cintos.

Los dos jóvenes juzgaron que lo más prudente era no ofrecer resistencia, al menos en aquella ocasión, confirmando lo que el Ratonero había dicho sobre la suprema precaución de los borrachos.

—Todo seguro, Gran Maestre —dijo bruscamente uno de los rufianes.

Krovas hizo girar la silla de respaldo más alto y se sentó, mirándoles con frialdad pero inquisitivamente.

—¿Qué trae a dos hediondos y borrachos mendigos del Gremio al recinto prohibido del mando supremo? —les preguntó en tono sosegado.

El Ratonero sintió que un sudor de alivio perlaba su frente. Los disfraces que con tal brillantez había concebido seguían sirviendo, convenciendo incluso al jefe supremo, aunque había percibido la borrachera de Fafhrd. Reanudando sus ademanes de ciego, dijo con voz temblorosa:

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