El Ratonero levantó el codo y la botella verde se hizo añicos a sus pies, sobre el duro mármol. Un olor a gardenia se difundió rápidamente por el aire.
Pero con más rapidez aún, el Ratonero, librándose de sus guardianes descuidados y sorprendidos, se lanzó hacia Krovas, blandiendo su espada vendada. Si pudiera vencer al Rey de los Ladrones y aplicarle Garra de Gato a la garganta, podría hacer un trato por su vida y la de Fafhrd. Esto es, a menos que los demás ladrones quisieran la muerte de su amo, lo cual no le sorprendería en absoluto.
Con asombrosa celeridad, Flim arrojó su bastón dorado, que alcanzó las piernas del Ratonero y le hizo dar una voltereta, tratando de cambiar su salto mortal involuntario por otro voluntario.
Entretanto, Fafhrd se debatió hasta zafarse de su captor de la izquierda, al tiempo que imprimía un fuerte movimiento hacia arriba a la vendada Varita Gris para golpear al captor de la derecha en la mandíbula. Recuperando su equilibrio sobre una sola pierna con una poderosa contorsión, se dirigió cojeando a la pared de la que colgaban los botines, detrás de él.
Slevyas fue a la pared donde colgaban los instrumentos de hurto, y con un esfuerzo tremendo arrancó de su anilla con candado la gran palanqueta.
Poniéndose en pie tras un mal aterrizaje ante el sillón de Krovas, el Ratonero lo encontró vacío y al Rey de los Ladrones semiagachado detrás de él, empuñando una daga de mango dorado, con una fría expresión asesina en los ojos hundidos. Giró sobre sus talones y vio a los guardianes de Fafhrd en el suelo, uno tendido sin sentido y el otro empezando a incorporarse, mientras el gran norteño, la espalda contra la pared cubierta de extrañas joyas, amenazaba a toda la sala con la Varita Gris vendada y con su largo cuchillo, que extrajo de la vaina disimulada en la espalda.
El Ratonero desenfundó también a Garra de Gato y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Apartaos todos! ¡Se ha vuelto loco! ¡Paralizaré su pierna sana para vosotros!
Y corriendo entre el apiñamiento y sus dos guardianes, que todavía parecían tenerle cierto temor reverencial, se arrojó blandiendo su cuchillo contra Fafhrd, rogando que el norteño, ahora borracho por la batalla tanto como por el vino y el perfume ponzoñoso, le reconociera y adivinara su estratagema.
Varita Gris golpeó muy por encima de su cabeza agachada. Su nuevo amigo no sólo había adivinado, sino que se entregaba por entero al juego... y el Ratonero confió en que no fallara sólo por accidente. Agachándose junto a la pared, cortó las ligaduras de la pierna izquierda de Fafhrd. La espada vendada y el cuchillo de éste siguieron evitándole. El Ratonero se incorporó de un salto y se dirigió al corredor, gritando por encima del hombro a Fafhrd: «¡Vamos!»
Hristomilo permanecía fuera de su camino, observando en silencio. Fissif se escabulló en busca de seguridad. Krovas siguió detrás de su sillón, gritando:
—¡Detenedlos! ¡Cortadles el paso!
Los tres guardianes restantes, que al fin empezaban a recuperar su ingenio combativo, se reunieron para enfrentarse al Ratonero. Pero éste, amenazándoles con rápidas fintas de su daga, aminoró su ímpetu, y pasó corriendo entre ellos... y en el último momento arrojó a un lado, con un golpe de la vendada Escalpelo, el bastón dorado que Flim le había vuelto a lanzar para hacerle caer.
Todo esto le dio a Slevyas tiempo para regresar de la pared con los instrumentos y dirigir al Ratonero un gran golpe con la maciza palanqueta. Pero apenas la había levantado cuando una espada vendada muy larga, impulsada por un brazo no menos largo pasó por encima del hombro del Ratonero y golpeó fuertemente a Slevyas en el pecho, derribándole hacia atrás, de modo que el arco trazado por la palanqueta fue corto y pasó silbando inocuamente.
El Ratonero salió entonces al corredor, con Fafhrd a su lado, aunque por alguna extraña razón todavía cojeaba. El Ratonero señaló las escaleras. Fafhrd asintió, pero se retrasó para estirarse cuanto pudo, todavía sobre una sola pierna, y arrancar de la pared más próxima una docena de codos de pesadas colgaduras, que arrojó al otro lado del corredor para desconcertar a sus perseguidores.
Llegaron a las escaleras, y subieron al siguiente rellano, el Ratonero delante. Se oyeron gritos detrás, algunos ahogados.
—¡Deja de cojear, Fafhrd! —le ordenó quejumbroso el Ratonero—. Vuelves a tener dos piernas.
—Sí, y la otra aún sigue insensible —se quejó Fafhrd—. ¡Ahh! Ahora vuelvo a sentirla.
Un cuchillo pasó entre ellos y tintineó al golpear con la punta la pared, arrancando polvo de piedra. Entonces doblaron la esquina.
Otros dos corredores vacíos, otros dos tramos curvos, y vieron por encima de ellos, en el último descanso, una recia escala que ascendía hasta un oscuro agujero cuadrado en el techo. Un ladrón con el pelo recogido atrás por un pañuelo multicolor —parecía ser la identificación de los centinelas— amenazó al Ratonero con la espada desenvainada, pero cuando vio que eran dos hombres, ambos atacándole decididamente con relucientes cuchillos y extrañas estacas o mazos, se volvió y echó a correr por el último corredor vacío.
El Ratonero, seguido de cerca por Fafhrd, subió rápidamente la escala y sin pausa saltó por el escotillón a la noche tachonada de estrellas.
Se encontró cerca del borde sin barandilla de un tejado de pizarra lo bastante inclinado para hacer que su aspecto le resultara temible a un individuo no acostumbrado a andar por los tejados, pero seguro como las casas para un veterano.
Agachado en el largo pico del tejado había otro ladrón con pañuelo que sostenía un linterna oscura. Se dedicaba a cubrir y descubrir, sin duda mediante algún código, la lente abombada de la linterna, dirigiendo un débil rayo verde hacia el norte, desde donde le respondía débilmente un punto de luz roja parpadeante. Parecía estar situado muy lejos, en el rompeolas, quizá, o puede que en el palo mayor de una nave que navegara por el Mar Interior. ¿Contrabando?
En cuanto vio al Ratonero, aquel hombre desenvainó de inmediato su espada y, agitando un poco la linterna con la otra mano, avanzó amenazador. El Ratonero le miró atemorizado... la linterna oscura con su metal caliente y la llama oculta, junto con el depósito de aceite, podría ser un arma fatídica.
Pero Fafhrd ya había salido por el agujero y estaba al lado de su camarada, por fin otra vez sobre sus dos pies. Su adversario retrocedió lentamente hacia el extremo norte del tejado. Por un instante el Ratonero se preguntó si habría allí otro escotillón.
Oyó un ruido y, al volverse, vio a Fafhrd que alzaba prudentemente la escala. Apenas la había extraído cuando un cuchillo lanzado desde abajo pasó cerca de él, por el hueco del escotillón. Mientras seguía su vuelo, el Ratonero frunció el ceño, admirando involuntariamente la habilidad requerida para arrojar un cuchillo hacia arriba con precisión.
El arma cayó cerca de ellos y se deslizó por el tejado. El Ratonero avanzó a paso largo hacia el sur, por las placas de pizarra, y estaba a medio camino de aquel extremo del tejado desde el escotillón cuando se oyó el débil tintineo del cuchillo al chocar con los adoquines del callejón del Asesinato.
Fafhrd le siguió más—lentamente, en parte quizá por una experiencia menor de los tejados, y en parte porque aún cojeaba un poco, favoreciendo su pierna izquierda, y también porque llevaba la pesada escala equilibrada sobre el hombro derecho.
—No necesitamos eso —le gritó el Ratonero.
Sin vacilar, Fafhrd la arrojó alegremente por encima del borde. Cuando se estrelló en el callejón del Asesinato, el Ratonero daba un salto de dos varas sobre una brecha y pasaba al siguiente tejado, de declive opuesto y menor. Fafhrd aterrizó a su lado.
Casi a la carrera, el Ratonero le precedió a través de una renegrida selva de chimeneas, guardavientos y ventiladores con colas que les obligaban a enfrentarse siempre al viento, cisternas de patas negras, cubiertas de escotillones, pajareras y trampas para palomas a lo largo de cinco tejados, cuatro gradualmente más bajos, mientras que el quinto recuperaba en una vara la altitud que habían perdido —los espacios entre los edificios eran fáciles de saltar, pues ninguno tenía más de tres varas, no era necesario hacer un puente con la escala y sólo un tejado tenía un declive algo mayor que el de la Casa de los Ladrones hasta que llegaron a la calle de los Pensadores, en un punto donde la cruzaba un pasadizo cubierto muy parecido al que había en la casa de Rokkermas y Slaarg.
Mientras lo recorrían a buen paso y agachados, algo pasó silbando cerca de ellos y tintineó más adelante. Al saltar desde el tejado del puente, otros tres objetos más silbaron sobre sus cabezas para estrellarse más allá. Uno de ellos rebotó en una chimenea cuadrada y cayó casi a los pies del Ratonero. Éste lo cogió, esperando encontrarse con una piedra, y le sorprendió el gran peso de una bola de plomo de dos dedos de diámetro.
El muchacho señaló con el pulgar por encima de su hombro.
—Esos no pierden el tiempo para subir con hondas al tejado. Cuando se les anima, son buenos.
Se dirigieron entonces al sudeste, a través de otro negro bosque de chimeneas, hasta llegar a un punto en la calle de la Pacotilla donde los pisos superiores extraplomaban la calle a cada lado, tanto que resultaba fácil saltar la brecha. Durante esta travesía de los tejados, un frente de niebla nocturna, lo bastante denso para hacerles toser y jadear, les había envuelto, y quizá durante sesenta latidos de corazón el Ratonero se vio obligado a ir más despacio y palpar el camino, con la mano de Fafhrd en su hombro. Poco antes de llegar a la calle de la Pacotilla la niebla cesó abrupta y totalmente y aparecieron de nuevo las estrellas, mientras que el negro frente se dirigía al norte, a sus espaldas.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó Fafhrd, y el Ratonero se encogió de hombros.
Un halcón nocturno habría visto un grueso aro de negra niebla nocturna hinchándose en todas direcciones desde un centro cerca de la Anguila de Plata, aumentando más y más en diámetro y circunferencia.
Al este de la calle de la Pacotilla, los dos camaradas llegaron pronto al suelo, aterrizando en el patio de la Peste, detrás del local de Nattick Dedoságiles, el sastre.
Al fin se miraron uno al otro y sus espadas trabadas, sus rostros sucios y sus ropas, más sucios todavía por el hollín de los tejados, les hizo reír hasta desternillarse. Fafhrd reía aún cuando se inclinó para darse un masaje en la pierna izquierda, encima y debajo de la rodilla. Esta rechifla y burla totalmente natural de sí mismos continuó mientras desenvolvían sus espadas —el Ratonero como si fuera un paquete sorpresa— y se colocaron de nuevo las vainas al cinto. Sus esfuerzos hablan disipado hasta los últimos efectos del fuerte vino y todo rastro del perfume aún más hediondo, pero no sentían deseo alguno de beber más, y sólo el impulso de llegar a casa, comer copiosamente y beber gahveh caliente y amargo, mientras contaban a sus mujeres el relato de su loca aventura.
Echaron a andar a buen paso, uno junto al otro, mirándose de vez en cuando y riendo, aunque mirando con cautela delante y detrás, por si les perseguían o interceptaban, a pesar de que no esperaban ninguna de ambas cosas.
Libres de la niebla nocturna e iluminados por las estrellas, su angosto entorno parecía mucho menos hediondo y opresor que cuando se habían puesto en marcha. Hasta el bulevar de la Basura parecía dotado de cierta frescura.
Sólo una vez, y por unos breves momentos, se pusieron serios.
—Desde luego, esta noche has sido un genio idiota y borracho —dijo Fafhrd—, aunque yo he sido un patán borracho. ¡Atarme la pierna! ¡Vendar las espadas de modo que no podíamos usarlas salvo como palos!
El Ratonero se encogió de hombros.
—Sin embargo, la envoltura de las espadas sin duda nos evitó cometer una serie de asesinatos.
—Matar en combate no es asesinato —replicó Fafhrd un tanto acalorado.
El Ratonero volvió a encogerse de hombros.
—Matar es asesinato, por muchos nombres bonitos que quieras darle. De la misma manera que comer es devorar y beber empinar el codo. ¡Dioses, estoy seco, hambriento y fatigado! ¡Vamos, cojines suaves, comida y gahveh humeante!
Subieron por las largas escaleras crujientes y rotas, totalmente despreocupados, y cuando estuvieron en el porche, el Ratonero empujó la puerta para abrirla por sorpresa. Pero no se movió.
—Tiene el cerrojo echado —le dijo a Fafhrd. Observó que no se filtraba apenas luz a través de las grietas de la puerta ni las celosías... como mucho, un débil resplandor rojizo anaranjado. Entonces, con una sonrisa sentimental y un tono afectuoso en el que sólo acechaba el espectro de la inquietud, añadió—: ¡Se han ido a dormir, como si no les preocupara nuestra suerte! —Dio tres sonoros golpes en la puerta y luego, ahuecando las manos alrededor de los labios gritó suavemente a través de la rendija de la puerta—: ¡Hola, Ivrian! He vuelto sano y salvo a casa. ¡Salve, Vlana! ¡Puedes estar orgullosa de tu hombre, que ha derribado a innumerables ladrones del Gremio con un pie atado a la espalda!
No se oyó ningún sonido procedente del interior... es decir, si uno descontaba un susurro o crujido tan leve que era imposible estar seguro de su existencia.
Fafhrd arrugó la nariz.
—Huelo a humo.
El Ratonero aporreó de nuevo la puerta. Siguió sin haber respuesta.
Fafhrd le hizo una seña para que se apartara, encorvando su gran hombro para lanzarse contra la puerta.
El Ratonero meneó la cabeza y con un diestro golpe, deslizamiento y tirón extrajo un ladrillo que hasta entonces había parecido firmemente empotrado en la pared al lado de la puerta. Introdujo un brazo por el agujero; se oyó el ruido de un cerrojo al descorrerse, luego otro y finalmente un tercero. En seguida retiró el brazo y la puerta se abrió hacia adentro con un ligero empujón.
Pero ni él ni Fafhrd entraron en seguida, como ambos habían pretendido antes, pues el aroma indefinible del peligro y lo desconocido surgió mezclado con un creciente olor a humo y un aroma dulzón, algo mórbido que, aunque femenino, no era un decoroso perfume femenino, sino un mohoso y acre olor animal.
Podían ver débilmente la estancia gracias al resplandor naranja que salía de la pequeña abertura oblonga que dejaba la portezuela abierta de la ennegrecida estufa. Sin embargo, la abertura oblonga no estaba en posición vertical, como debería ser, sino inclinada de un modo poco natural. Era evidente que alguien había volcado la estufa, la cual se inclinaba ahora contra una pared lateral de la chimenea, su portezuela abierta en aquella dirección.