—Como quieras.
Un poco más adelante, Fafhrd, tras mirar varias veces de reojo a su nuevo camarada, le dijo con convicción:
—Nos hemos visto antes.
El Ratonero le sonrió.
—¿En la playa junto a la Montaña del Hambre?
—¡Cierto! Cuando era grumete de un barco pirata.
—Y yo era aprendiz de brujo.
Fafhrd se detuvo, volvió a limpiarse la mano en la túnica y la tendió.
—Me llamo Fafhrd. Efe a efe hache erre de.
El Ratonero la estrechó de nuevo.
—Soy el Ratonero Gris —dijo con cierto desafío, como si retara a alguien a reírse del mote—. Perdona, pero, ¿cómo pronuncias exactamente eso? ¿Faf-hrud?
—Simplemente Faf-erd.
—Gracias.
Prosiguieron su camino.
—Ratonero Gris, ¿eh? —observó Fafhrd—. Bueno, esta noche has matado dos ratas.
—Así es. —El pecho del Ratonero se hinchó y echó atrás la cabeza. Luego, torciendo cómicamente la nariz y con una media sonrisa oblicua, admitió:
—Habrías acabado muy fácilmente con tu segundo hombre.
Te lo quité para demostrarte mi velocidad. Además, estaba excitado.
Fafhrd rió entre dientes.
—¿A mí me lo dices? ¿Qué crees que sentía?
Más tarde, cuando cruzaban la calle de los Alcahuetes, le preguntó:
—¿Aprendes mucha magia de tu mago?
Una vez más, el Ratonero echó la cabeza atrás. Hinchó las aletas de la nariz y bajó las comisuras de los labios, preparando su boca para un discurso jactancioso y desconcertante. Pero una vez más se limitó a torcer la nariz y sonreír a medias. ¿Qué diablos tenía aquel tipo grandullón que le impedía comportarse como de ordinario?
—La suficiente para decirme que es algo muy peligroso. Aunque todavía juego con ella de vez en cuando.
Fafhrd se hacía una pregunta similar. Toda su vida había desconfiado de los hombres pequeños, sabiendo que su altura despertaba en ellos unos celos instantáneos. Pero de algún modo, aquel individuo pequeño era una excepción. Y también era sin discusión un pensador rápido y un brillante espadachín. Rogó a Kos que le gustara a Vlana.
En el ángulo noreste de las calles del Dinero y de las Rameras, una antorcha que ardía lentamente protegida por un ancho aro dorado, proyectaba un cono de luz en la negra niebla que iba espesándose, y otro cono en los adoquines ante la puerta de la taberna. De las sombras salió Vlana y la luz del segundo cono reveló su hermosura. Llevaba un estrecho vestido de terciopelo negro y medias rojas, y sus únicos adornos eran una daga con funda y empuñadura de plata y una bolsa negra con bordados de plata, ambas pendientes de un cinto negro.
Fafhrd le presentó al Ratonero Gris, el cual se comportó con una cortesía casi aduladora, servilmente galante. Vlana le examinó con descaro y luego le ofreció una sonrisa, a modo de tanteo.
Bajo la luz de la antorcha, Fafhrd abrió la pequeña bolsa que le había quitado al ladrón alto. Vlana miró el interior. Luego abrazó a Fafhrd y le dio un sonoro beso. Finalmente se guardó las joyas en la bolsa que le colgaba del cinto.
—Mira, voy a tomar un jarro —dijo el muchacho—. Cuéntale lo que ha sucedido, Ratonero.
Cuando salió de la Lamprea Dorada llevaba cuatro jarros en el doblez del brazo izquierdo y se enjugaba los labios con el dorso de la mano derecha. Vlana frunció el ceño y el muchacho le sonrió. El Ratonero chascó los labios a la vista del vino. Prosiguieron su camino hacia el este, por la calle del Dinero. Fafhrd se dio cuenta de que ella estaba molesta por algo más que los jarros y la perspectiva de una estúpida juerga de hombres borrachos. Con mucho tacto, el Ratonero andaba delante de ellos, evidenciando su discreción al apartarse.
Cuando su figura fue poco más que un borrón en la espesa niebla, Vlana susurró con aspereza: '
—¿Habéis dejado fuera de combate a dos miembros del Gremio de los Ladrones y no los habéis degollado?
—Acabamos con tres matones —protestó Fafhrd a modo de excusa.
—Mi pleito no es con la Hermandad de Asesinos sino con ese abominable Gremio. Me juraste que siempre que tuvieras ocasión...
—¡Vlana! No podía dejar que el Ratonero Gris pensara que soy un aficionado a atacar ladrones consumido por una furia asesina y el ansia de sangre.
—Ya le aprecias mucho, ¿verdad?
—Es muy posible que me haya salvado la vida esta noche.
—Pues bien, me ha dicho que él les habría degollado en un abrir y cerrar de ojos, de haber sabido que ése era mi deseo.
—Te seguía la corriente por cortesía.
—Puede que sí, puede que no. Pero tú lo sabías y no...
—¡Cállate, Vlana!
Bajo el ceño fruncido de la mujer apareció una furiosa mirada, pero de súbito se echó a reír frenéticamente, sus labios dibujaron una sonrisa crispada, como si estuviera a punto de llorar, se dominó y sonrió con más dulzura.
—Perdóname, cariño. A veces debes pensar que me estoy volviendo loca y otras que lo estoy.
—Pues no lo estés —le dijo él con brusquedad—. Piensa en las joyas que hemos conseguido. Y pórtate bien con nuestros nuevos amigos. Toma un poco de vino y relájate. Esta noche quiero pasarlo bien. Me lo he ganado.
Ella asintió y le mostró su acuerdo cogiéndose de su brazo, al tiempo que buscaba consuelo y cordura. Se apresuraron para llegar a la altura de la difusa figura que les precedía.
El Ratonero dobló a la izquierda y les condujo media manzana al norte de la calle de la Pacotilla, hasta un estrecho camino que iba de nuevo hacia el este y en el que la negra niebla parecía sólida.
—El Camino Sombrío —les explicó el Ratonero.
Fafhrd meneó la cabeza, dando a entender que lo conocía.
—Sombrío es demasiado débil —dijo Vlana—, una palabra demasiado
transparente
para esta noche. —Lanzó una risa entrecortada en la que había aún trazas de nerviosismo y que finalizó con un acceso de tos. Cuando pudo hablar de nuevo, exclamó—: ¡Condenada niebla nocturna de Lankhmar! ¡Qué infierno de ciudad!
—Es por la proximidad al Gran Pantano Salado —explicó Fafhrd.
Y realmente aquello era parte de la respuesta. Extendida por una región baja entre el Pantano, el Mar Interior y el Río Hlal, y los campos de cereales sureños regados por canales alimentados por el Hlal, Lankhmar, con sus humos innumerables era r esa de nieblas y neblinas negruzcas. No era de extrañar que los ciudadanos hubiesen adoptado la toga negra como su atuendo formal. Algunos ase tiraban que en principio la toga había sido blanca o marrón caro, pero se ensuciaba de hollín con tanta facilidad, necesitando innumerables coladas, que un ahorrativo gobernante ratificó e hizo oficial lo que decretaban la naturaleza o las artes de la civilización.
Hacia medio camino de la calle Carter, una taberna en el lado norte del camino surgía de la oscuridad. Un objeto en forma de serpiente con la boca abierta, de metal claro ennegrecido por el hollín, colgaba a modo de muestra. Cruzaron una puerta con una cortina de cuero sucio, de la que salía ruido, la luz oscilante de las antorchas y el hedor del vino.
Más allá de la Anguila de Plata el Ratonero les condujo por su oscuro pasadizo que se abría en la pared oriental de la taberna. Tuvieron que pasar en fila india, palpando su camino a lo largo del muro de ladrillo áspero y húmedo, y manteniéndose juntos. .
—Cuidado con el charco —les advirtió el Ratonero—. Es profundo como el Mar Exterior.
El pasadizo se ensanchó. La luz reflejada de las antorchas que se filtraba a través de la oscura niebla sólo les permitía distinguir la forma más general de su entorno. A la derecha había una pared más alta, sin ventanas. A la izquierda, cercano a la parte trasera de la Anguila de Plata, había un edificio lúgubre y destartalado de ladrido oscuro, renegrido, y madera antigua. A Fafhrd y Vlana les pareció totalmente vacío, hasta que alzaron sus cabezas para mirar el ático, después del cuarto piso, bajo el tejado con sus canalones mellados. Allí débiles líneas y puntos de luz amarilla brillaban alrededor y a través de tres ventanas enrejadas. Más allá, cruzando la T que formaba el espacio donde se hallaban, había un estrecho callejón.
—El callejón de los Huesos —les dijo el Ratonero en un tono algo orgulloso—. Lo llamo el bulevar de la Basura.
—Eso puedo olerlo —dijo Vlana.
Ahora ella y Fafhrd podían ver una larga y estrecha escalera exterior de madera, empinada pero combada y sin barandilla, que conducía al ático iluminado. El Ratonero le cogió las jarras a Fafhrd y subió con rapidez.
—Seguidme cuando haya llegado arriba —les dijo—. Creo que resistirá tu peso, Fafhrd, pero será mejor que subáis uno cada vez.
Suavemente Fafhrd empujó a Vlana para que subiera. Lanzando otra risa con ribetes nerviosos y deteniéndose a medio camino para dar rienda suelta a otro acceso de tos ahogada, la mujer subió hasta donde estaba ahora el Ratonero, en un umbral abierto del que salía una luz amarillenta que se extinguía en seguida en la niebla nocturna. El muchacho apoyaba ligeramente una mano en el gancho de hierro forjado, grande y sin la lámpara que estaba destinado a sostener, empotrado en una sección de piedra de la pared exterior. Se inclinó a un lado y la mujer entró.
Fafhrd le siguió, colocando los pies lo más cerca que podía de la pared, las manos prontas a sujetarse. Toda la escalera producía un funesto crujido y cada escalón cedía un poco cuando él apoyaba su peso en la madera. Cerca de la cumbre, uno de los escalones cedió con el crujido apagado de la madera medio podrida. Con el máximo cuidado, el muchacho se tendió, apoyando manos y rodillas, en tantos escalones como podía alcanzar, para distribuir su peso, maldiciendo con vehemencia.
—No temas, las jarras están a salvo —le gritó alegremente el Ratonero.
Fafhrd subió a gatas el resto del camino, con una expresión algo irritada en el rostro, y no se puso en pie hasta rebasar el umbral. Entonces casi dio un grito de sorpresa.
Era como eliminar frotando el cardenillo de un anillo de latón barato y descubrir engastado en él un diamante irisado de primera calidad. Ricas colgaduras, algunas centelleantes con bordados de plata y oro, cubrían las paredes excepto donde estaban las ventanas cerradas... cuyos postigos estaban dorados.
Telas similares pero más oscuras ocultaban el techo bajo, formando un magnífico dosel en el que los lunares de oro y plata eran como estrellas. Esparcidos a su alrededor había mullidos cojines y mesas bajas, sobre las que ardía una multitud de velas. En los estantes de las paredes se acumulaban en pulcros montones, como pequeños troncos, una vasta reserva de velas, numerosos pergaminos, jarros, botellas y cajas esmaltadas. Había un tocador con un espejo de plata pulida y lleno de joyas y cosméticos. En una gran chimenea había una pequeña estufa metálica, de un negro brillante, con una adornada marmita sobre el fuego. También al lado de la estufa había una pirámide de delgadas antorchas resinosas, escobas de mango corto y friegasuelos, troncos pequeños y cortos y carbón de un negro reluciente.
Sobre un estrado bajo al lado de la chimenea había un sofá ancho, de patas cortas y respaldo elevado, cubierto con una tela de oro. Allí estaba sentada una muchacha delgada, pálida, de delicada belleza, ataviada con un vestido de gruesa seda violeta con bordados de plata y ceñido con una cadena también de plata. Sus zapatillas eran de blanca piel de serpiente de la nieve. Unas agujas de plata con cabezas de amatista sujetaban el alto peinado en el que recogía su cabello negro. Se cubría los hombros con un chal de armiño. Se inclinaba adelante con elegancia y aparente incomodidad y extendía una mano estrecha y pequeña para estrechar la de Vlana, la cual se había arrodillado ante ella y ahora le tomaba suavemente la mano ofrecida e inclinaba la cabeza sobre ella, su propio cabello castaño oscuro brillante y lacio formando un dosel, y se llevaba la otra mano de la muchacha a los labios.
A Fafhrd le alegró ver que su mujer actuaba adecuadamente en aquella situación tan extraña pero sin duda deliciosa. Entonces, al mirar la larga pierna de Vlana enfundada en una media roja, estirada hacia atrás mientras se arrodillaba con la otra, observó que todo el suelo estaba cubierto —hasta el punto de que las superposiciones eran dobles, triples y hasta cuádruples— de gruesas alfombras tupidas y de muchos colores, de las clases más finas importadas de las tierras orientales. De pronto señaló al Ratonero Gris con el pulgar.
—¡Eres el Ladrón de Alfombras! —exclamó—. ¡Eres el Requisatapices! ¡Y también el Corsario de las Velas! ——continuó, refiriéndose a dos series de robos sin resolver que habían corrido en boca de todo Lankhmar cuando él y Vlana llegaron a la ciudad un mes atrás.
El Ratonero se encogió de hombros con expresión impasible y luego sonrió, con un fulgor en sus ojos rasgados. De improviso emprendió una danza que le llevó girando y balanceándose alrededor de la habitación y le dejó detrás de Fafhrd, donde diestramente desprendió de los hombros de ésta la enorme túnica con capucha y largas mangas, la sacudió, la dobló con todo cuidado y la depositó sobre un cojín.
Tras una larga e incierta pausa, la muchacha de violeta golpeó nerviosamente con su mano libre la tela de oro junto a ella, y Vlana se sentó allí, poniendo cuidado en no hacerlo demasiado cerca de la otra. Ambas mujeres se pusieron a hablar en voz baja, y Vlana tomó la iniciativa, aunque no de un modo demasiado evidente.
El Ratonero se quitó su propio manto gris y con capucha, lo dobló casi con remilgos y lo depositó al lado del de Fafhrd. Entonces se quitaron los cintos con las espadas y el Ratonero los colocó encima de la túnica y el manto doblados.
Sin aquellas armas y voluminosos atuendos los dos hombres parecían de improviso muy jóvenes, ambos con rostros lampiños, ambos delgados a pesar de los hinchados músculos en los brazos y las pantorrillas de Fafhrd, éste con su larga cabellera rubia cayéndole sobre la espalda y los hombros, el Ratonero con el cabello oscuro cortado en flequillo, uno vestido con túnica marrón de cuero, bordada con hilo de cobre, y el otro con un jubón de seda gris rudamente tejido.
Se sonrieron mutuamente. La sensación que ambos tenían de haberse vuelto muchachos a la vez hizo que al principio sus sonrisas parecieron un poco embarazadas. El Ratonero se aclaró la garganta e, inclinándose un poco, pero mirando todavía a Fafhrd, extendió el brazo hacia el sofá dorado y con un tartamudeo inicial, aunque por lo demás con bastante naturalidad, le dijo: