Espadas y demonios (14 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

BOOK: Espadas y demonios
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En el boscoso valle de abajo había una serpiente de niebla lechosa, que indicaba el curso del arroyo serpenteante entre los árboles. El aire estaba denso a causa del humo oscuro que iba disipándose. A la derecha, el horizonte estaba festoneado de rojo, anunciando la próxima salida del sol. Más allá, el Ratón sabía que había más bosque y luego los interminables campos de grano y las marismas de Lankhmar, y más lejos aún el antiguo centro mundial de la ciudad de Lankhmar, que el Ratón no había visto jamás, pero cuyo señor gobernaba teóricamente incluso desde tan grande distancia.

Pero muy cerca, perfilado por la luz roja del sol naciente, había un grupo de torres almenadas, la fortaleza del duque Janarrl. En el rostro impasible como una máscara del Ratón apareció una cautelosa animación. Pensó en las marcas de tacón y estaca, en la hierba pisoteada y el sendero de huellas de herradura que llevaba a aquella pendiente. Todo señalaba a Janarrl, que detestaba al mago, como autor de aquellas atrocidades, pero había algo que no lograba comprender, aun cuando seguía reverenciando como sin iguales las habilidades de su maestro, y era cómo habría podido quebrar el duque los encantamientos, lo bastante fuertes para hacer perder el sentido al más experimentado habitante del bosque, y que habían protegido la vivienda de Glavas Rho durante tantos años.

Agachó la cabeza... y vio, levemente apoyado en las muelles hojas de hierba, un guante verde. Buscando bajo su túnica extrajo el otro guante, moteado de oscuro y descolorido por el sudor. Los colocó uno al lado del otro: eran iguales.

Una mueca de ira se dibujó en sus labios, y miró de nuevo la distante fortaleza. Entonces arrancó un trozo redondo de agrietada corteza del tronco en el que se había apoyado e introdujo el brazo y el hombro en la cavidad revelada. Mientras hacía estas cosas con un lento y tenso automatismo, recordó las palabras de una lectura de Glavas Rho, que le ofreció un día mientras tomaban gachas sin leche.

—Ratón —le había dicho el mago, la luz del fuego danzando en su corta barba blanca—, cuando miras fijamente de esa manera e hinchas las narices, me pareces demasiado gatuno para considerar que siempre serás un guardián incansable de la verdad. Eres un buen alumno, pero en secreto prefieres las espadas a las varitas mágicas. Te tientan más los cálidos labios de la magia negra que los castos dedos delgados de la blanca, al margen de lo bonita que sea la «ratilla» a la que pertenecen... ¡No, no lo niegues! Te atraen más las seductoras sinuosidades del camino de la izquierda que el camino recto de la derecha. Mucho me temo que al final no serás ratón sino ratonero, y nunca gris sino blanco, pero bueno, eso es mejor que negro. Ahora, lava estos cuencos, ve a respirar durante una hora junto a las plantas recién brotadas, porque hace una noche muy fría, ¡y no te olvides de hablarle con ternura al zarzal!

Las palabras recordadas se hicieron débiles, pero no se desvanecieron, mientras el Ratón extraía del agujero un cinto de cuero verdecido con musgo y del que colgaba una vaina de espada también musgosa. De esta última sacó, cogiéndolo por el mango envuelto en una cuerda, un bronce afilado que mostraba más cardenillo que metal. El muchacho tenía los ojos muy abiertos, pero centrados en precisión, y su rostro se hizo aún más impasible mientras sostenía la hoja verde pálido, de bordes marrones, contra la roja joroba del sol naciente.

Desde el otro lado del valle llegó débilmente la nota alta, clara, vibrante de un cuerno de caza, convocando a los hombres para ir a cazar.

El Ratón se alejó abruptamente cuesta abajo, cruzó las huellas de herradura, avanzando a largas zancadas y con cierta rigidez, como si estuviera borracho, y mientras andaba se puso a la cintura el cinto con la vaina cubierta de musgo.

Una forma oscura a cuatro patas cruzó el claro del bosque moteado por el sol, arrastrando los matorrales con un pecho ancho y bajo y pisoteándolos con sus estrechas pezuñas hendidas. Sonaron detrás las notas de un cuerno y los ásperos gritos de los hombres. En el extremo del claro, el jabalí se volvió. Le silbaba el aliento a través del hocico y se tambaleaba. Entonces sus ojillos semividriosos se fijaron en la figura de un hombre a caballo. Se volvió hacia él y algún efecto óptico de la luz hizo que su pelaje pareciese más negro. El animal atacó, pero antes de que los terribles colmillos curvados hacia arriba encontraran carne que desgarrar, una pesada lanza se dobló como un arco contra su cuarto delantero, y el jabalí cayó hacia atrás, salpicando de sangre los matorrales.

Los cazadores vestidos de pardo y verde aparecieron en el claro, algunos rodearon al jabalí caído con una muralla de puntas de lanza, mientras que otros corrían hacia el jinete. Este lucía prendas amarillas y marrones. Se echó a reír, arrojó a uno de sus cazadores la lanza ensangrentada y aceptó de otro un pellejo de vino con incrustaciones de plata.

Un segundo jinete apareció en el claro y los ojillos del duque se nublaron bajo las cedas enmarañadas. Bebió largamente y se limpió los labios con el dorso de la manga. Los cazadores cerraban cautamente su muro de lanzas en torno al jabalí, el cual yacía rígido pero con la cabeza levantada la anchura de un dedo sobre la hierba, sus únicos movimientos los ojos que iban de un lado a otro y el pulso de la sangre brillante que brotaba de su herida. La muralla de lanzas estaba a punto de cerrarse cuando Janarrl hizo un gesto para que los cazadores se detuvieran.

—¡Ivrian! —gritó ásperamente a la recién llegada—. Has tenido dos buenas oportunidades, pero te has echado atrás. Tu hechizada madre muerta ya habría cortado en finas rodajas y probado el corazón crudo de la bestia.

Su hija le miró con expresión compungida. Vestía como los cazadores y cabalgaba a horcajadas con una espada al costado y una lanza en la mano, lo cual no hacía más que resaltar su aspecto de niña de rostro delgado y brazos espigados.

—Eres una gallina, una cobarde amiga de brujos—continuó Janarrl—. Tu abominable madre se habría enfrentado a pie al jabalí, riéndose cuando su sangre le salpicara el rostro. Mira, este jabalí está herido. No puede hacerte daño. ¡Clávale ahora tu lanza! ¡Te lo ordeno!

Los cazadores levantaron su muralla de lanzas y retrocedieron a cada lado, abriendo un camino entre el jabalí y la muchacha. Se reían abiertamente de ella, y el duque les mostró su aprobación con una sonrisa. La muchacha vaciló, mordiéndose el labio, mirando con miedo y fascinación a la bestia que la miraba, la cabeza todavía un poco alzada.

—¡Clávale tu lanza! —repitió Janarrl, tomando un rápido trago del pellejo—. ¡Hazlo o te azoto aquí mismo!

Entonces la muchacha tocó con los talones los flancos del caballo y avanzó al paso largo por el claro, el cuerpo inclinado y la lanza dirigida a su blanco. Pero en el último instante la punta se torció a un lado y rozó el suelo. El jabalí no se había movido. Los cazadores rieron ásperamente.

El ancho rostro de Janarrl se enrojeció de ira, mientras con gesto rápido cogía a su hija por la muñeca, apretándosela.

—Tu condenada madre podía degollar a los hombres sin cambiar de color. Quiero ver cómo clavas tu lanza en ese bicho o te haré bailar, aquí y ahora, como hice anoche, cuando me contaste los hechizos del mago y me dijiste dónde estaba su madriguera. —Se inclinó más y añadió en un susurro—: Sabe, chiquilla, que desde hacía mucho tiempo sospechaba que tu madre, por feroz que fuera, era —quizá embrujada contra su voluntad— una amante de los magos como tú misma... y que tú eres el vástago de aquel encantador chamuscado.

La muchacha abrió mucho los ojos y empezó a apartarse del duque, pero éste la atrajo más.

—No temas, chiquilla, eliminaré la corrupción de tu carne de una manera u otra. ¡Para empezar, pínchame a ese jabalí!

Ella no se movió. Su rostro estaba blanco de terror. El hombre alzó la mano, pero en aquel momento se produjo una interrupción.

Una figura apareció en el borde del claro, en el punto donde el jabalí se había vuelto para efectuar su último ataque. Era un joven delgado, vestido de gris de la cabeza a los pies. Como si estuviera drogado o en trance, se dirigió en línea recta a Janarrl. Los tres cazadores que habían escoltado al duque desenvainaron sus espadas y avanzaron despacio hacia él.

El rostro del joven estaba pálido y tenso, su frente perlada de sudor bajo la capucha gris a medias echada hacia atrás. Los músculos de la mandíbula formaban nudos marfileños. Su mirada, fija en el duque, se estrechó cuando entrecerró los ojos, como si estuviera mirando al sol cegador.

Los labios del joven se separaron, mostrando los dientes.

—¡Asesino de Glavas Rho! ¡Ejecutor del mago!

Sacó entonces la espada de bronce de su musgosa vaina. Dos de los cazadores se interpusieron en su camino, uno de ellos gritando: «¡cuidado, veneno!» al ver el verdín en la hoja del recién llegado. El joven le asestó un golpe terrible, maneando la espada como si fuera un mazo de herrero. El cazador lo esquivó fácilmente, de modo que la hoja silbó por encima de su cabeza, y el joven casi cayó debido a la fuerza de su propio golpe. El cazador se adelantó y de un golpe desarmó al muchacho, tirándole la espada al suelo. La pelea terminó antes de que comenzara... o casi, pues la mirada vidriosa abandonó los ojos del joven, sus rasgos se movieron rápidamente como los de un felino y, cogiendo de nuevo la espada, se lanzó adelante con un movimiento en espiral de la muñeca que capturó la hoja del cazador con la suya propia y, ante el asombro de aquel hombre, se la arrebató de la mano. Entonces prosiguió su avance en línea recta hacia el corazón del segundo cazador, el cual se libró por muy poco, echándose hacia atrás sobre la hierba.

Tenso en su silla de montar, Janarrl se inclinó hacia adelante, musitando: «El cachorro tiene colmillos», pero en aquel mismo instante el tercer cazador, que había dado un rodeo, golpeó al joven en la nuca con el mango de su espada. El joven dejó caer su arma, se tambaleó y empezó a caer, pero el primer cazador le cogió por el cuello de la túnica y le arrastró hacia sus compañeros. Estos le recibieron con gran alborozo, dándole coscorrones y bofetadas, golpeándole en la cabeza y las costillas con las dagas enfundadas y, finalmente, dejándole caer al suelo, pateándole, acosándole como una jauría de perros.

Janarrl permaneció sentado e inmóvil, mirando a su hija. No le había pasado desapercibido su asustado sobresalto de reconocimiento cuando apareció el joven. Ahora la vio inclinarse hacia adelante, apretándose los labios. Por dos veces empezó a hablar. El caballo de la muchacha se agitaba inquieto y relinchaba. Finalmente, ella bajó la cabeza y retrocedió, mientras salían de su garganta leves y angustiados sollozos. Entonces Janarrl lanzó un gruñido de satisfacción y gritó:

—¡Basta por hoy! ¡Traedle aquí!

Dos cazadores arrastraron entre ellos al joven semiinconsciente, cuya vestimenta gris estaba manchada de rojo.

—Cobarde —dijo el duque—. Este deporte no te matará. Sólo te estaban poniendo en forma para otros deportes. Pero me olvido de que eres un descarado aprendiz de mago, una criatura afeminada que balbucea hechizos en la oscuridad y lanza maldiciones por la espalda, un cobarde que acaricia animales y que convertiría a los bosques en lugares repugnantes. ¡Puaff! Sólo de pensarlo me da dentera. Y sin embargo querías corromper a mi hija y... Escúchame, maguito, ¡que me escuches te digo!

Y agachándose en su silla cogió la cabellera del muchacho, alzándole la cabeza. Pero éste le miró frenético y dio una sacudida que cogió a los cazadores por sorpresa y casi derribó a Janarrl de la silla.

En aquel momento se oyó un amenazante crepitar de matorrales y el sonido apagado y rápido de pezuñas. Alguien gritó:

—¡Tened cuidado, mi amo! ¡Oh, dioses, guardad al duque!

El jabalí herido se había incorporado y cargaba contra el grupo junto al caballo de Janarrl.

Los cazadores retrocedieron, buscando sus armas.

El caballo de Janarrl se espantó, desequilibrando más a su jinete. El jabalí pasó con estruendo, como una medianoche manchada de sangre. Janarrl estuvo a punto de caer encima del animal. Este giró en redondo para volver a la carga, esquivando tres lanzas que se clavaron en el suelo. Janarrl intentó mantenerse erguido, pero tenía un pie enganchado en un estribo y su caballo, al agitarse, le derribó de nuevo.

El jabalí siguió adelante, pero ahora se oían también otros cascos. Otro caballo pasó por el lado de Janarrl y una lanza sostenida con firmeza penetró profundamente en el cuarto delantero del jabalí. La negra bestia saltó hacia atrás, atacó una vez la lanza con el colmillo, cayó pesadamente de costado y quedó inmóvil.

Entonces Ivrian soltó la lanza. El brazo con el que la había sujetado le colgaba de un modo poco natural. Se hundió en la silla, sujetándose al pomo con la otra mano.

Janarrl se puso en pie, miró a su hija y el jabalí. Luego su mirada recorrió lentamente el claro, trazando un círculo completo.

El aprendiz de Glavas Rho había desaparecido.

—Que el norte sea sur y el este oeste; que el bosque sea claro y la garganta cresta; que el vértigo sitie todos los caminos; que las hojas y hierbas hagan el resto.

El Ratón musitó el cántico a través de sus labios hinchados casi como si hablara al suelo en el que yacía. Con los dedos dispuestos de manera que formaban símbolos cabalísticos, cogió una pizca de polvo verde de una bolsita y la arrojó al aire con un movimiento rápido de muñeca que le hizo dibujar una mueca de dolor.

—Sepas, sabueso, que eres lobo de nacimiento, enemigo del látigo y el cuerno. Caballo, piensa en el unicornio, a quien jamás cogieron desde la mañana primigenia. ¡Abríos paso a través de mí!

Completado el encantamiento, permaneció tendido e inmóvil, y los dolores de su carne y sus huesos magullados se hicieron más soportables. Escuchó los sonidos de la partida de caza a lo lejos.

Su rostro estaba junto a una pequeña extensión de hierba. Vio una hormiga que ascendía laboriosamente por una brizna, caía al suelo y luego proseguía su camino. Por un momento, el muchacho sintió un vínculo de afinidad con el diminuto insecto. Recordó el jabalí negro cuyo ataque inesperado le había dado oportunidad de huir y de un modo extraño su mente lo relacionó con la hormiga.

Pensó vagamente en los piratas que amenazaron su vida en el oeste. Pero su alegre rudeza había sido distinta de la brutalidad premeditada y saboreada de antemano de los cazadores de Janarrl.

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