Hay mucho tráfico a esta hora de la noche, pero eso no me hace disminuir la velocidad. Me limito a concentrarme en los coches que me rodean, «veo» cuál va a ser el próximo movimiento de cada uno de ellos y ajusto mi trayecto en función de eso. Me muevo rápido y sin contratiempos por los espacios libres hasta que llego a la entrada del hotel, me bajo del Escarabajo y corro hacia el vestíbulo.
Me detengo solo cuando uno de los botones grita a mi espalda.
—¡Oiga, espere! ¿Dónde está la llave?
Hago una pausa mientras me esfuerzo por recuperar el aliento y hasta que no veo al joven mirándome los pies, no recuerdo que no solo no tengo llave, sino que también voy descalza. Aun así, sé quue no puedo perder más tiempo del que ya he perdido, y como no quiere llevar a cabo todo el proceso de él, cruzo la puerta a la carrera mientras grito:
—¡Déjelo en marcha, solo tardaré un segundo!
Me dirijo en línea recta hacia el mostrador principal y me cuelo delante de una fila de personas descontentas, todas cargadas con sacos de golf y maletas con monogramas, que no dejan de quejarse por tener que registrarse tan tarde a causa de un retraso de cuatro horas en su vuelo. Y, cuando me pongo delante de la pareja de mediana edad a la que le tocaba el turno, el volumen de las quejas y las protestas aumenta.
—¿Ha llegado ya Damen Auguste? —pregunto, ignorando los reproches que se escuchan detrás de mí. Me aferró al borde del mostrador con los dedos e intento mantener mis nervios a raya.
—Perdone, ¿quién ha dicho? —La mirada de la recepcionista se clava en la pareja que hay detrás de mí con una expresión que pretende decir: «No se preocupen, acabaré con esta chiflada enseguida».
—Damen… Auguste… —Pronuncio las palabras lenta y sucintamente, con mucha más paciencia de la que me queda.
La mujer me mira con los ojos entornados y sus finos labios apenas se mueven cuando replica:
—Lo siento, esa información es confidencial. —Se aparta la coleta del hombro con un movimiento tan concluyente y altanero que parece un punto al final de una frase.
Entorno los ojos y me concentro en su aura de color naranja intenso; sé que eso significa que las virtudes de las que más se enorgullece don la organización estricta y el autocontrol… Cosas de las que he mostrado una carencia total cuando me he saltado los turnos hace un instante. A sabiendas de que tengo que apelar a su lado amable si quiero tener alguna esperanza de obtener la información que necesito, resisto el impulso de mostrarme molesta y ofendida y le explico con calma que soy la huésped que comparte la habitación con él.
Ella me mira, mira a la pareja que hay detrás de mí, y luego dice:
—Lo siento, pero tendrá que esperar su turno. Igual-que-todos-los-demás.
Ahora sé que tengo menos de diez segundos antes de que llame a seguridad.
—Lo sé. —Bajo la voz y me inclino hacia ella—. Y de verdad que lo siento mucho. Pero es que…
Me mira y estira los dedos hacia el teléfono mientras yo me fijo en su nariz larga y recta, en sus labios delgados sin pintar y en la ligera hinchazón que hay bajo sus ojos… Y solo con eso, logro colarme en su interior.
La han abandonado. La han abandonado hace muy poco y aún sigue llorando todas las noches hasta quedarse dormida. Revive la horrible escena en todo momento, todos los días… Ese suceso la persigue allá adonde va, esté dormida o despierta.
—Es que… Bueno… —Hago una pausa para intentar que parezca que me duele demasiado pronunciar esas palabras, cuando lo cierto es que no sé muy bien qué palabras utilizar. Luego sacudo la cabeza y empiezo de nuevo, ya que sé que es mejor decir parte de la verdad cuando se necesita que una mentira parezca real—. Él no ha aparecido cuando se suponía que debía hacerlo, y a causa de eso… Bueno, lo cierto es que no sé si va a aparecer. —Trago saliva con fuerza y me siento algo incómoda al darme cuenta de que las lágrimas que inundan mis ojos son reales.
Cuando la miro de nuevo veo que su expresión es más suave: el rictus severo de sus labios, los párpados entornados y la inclinación arrogante de su barbilla han desaparecido gracias a la compasión, la solidaridad y el sentimiento de camaradería. Y entonces sé que mi treta ha funcionado. Ahora somos como hermanas, miembros leales de una tribu femenina formada por mujeres a las que sus hombres han abandonado recientemente.
Veo que teclea algo en su ordenador y me pongo en sintonía con su energía para poder ver lo que ella ve: las letras del monitor parpadean ante mí, mostrándome que nuestra habitación, la suite 309, todavía está vacía.
—Estoy segura de que solo se ha retrasado —me dice, aunque en realidad no lo cree. En su mente, todos los hombres son escoria; está convencida de ello—. Pero si puede mostrarme algún tipo de identificación y demostrar que es usted quien dice ser, podría…
Pero me marcho antes de que termine la frase. Me alejo del mostrador y corro hacia el exterior. No necesito ninguna llave. Jamás me alojaría en esa habitación triste y vacía para esperar a un chico que está claro que no va a aparecer. Necesito mantenerme ocupada, seguir buscando. Necesito examinar los únicos dos lugares en los que podría estar.
Cuando me meto en el coche y me dirijo hacia la playa, empiezo a rezar para encontrarlo.
A
parco cerca de Shake Shack y camino hacia el océano. Bajo casi a oscuras por el serpenteante sendero, decidida a encontrar la cueva secreta de Damen a pesar de que solo he estado allí en una ocasión: cuando estuvimos a punto de hacerlo. Y lo habríamos hecho… de no haber sido por mí. Supongo que tengo un largo historial de frenazos en el momento crucial. O eso, o acabo muerta. Como es obvio, tenía la esperanza de que esta noche fuera diferente.
Sin embargo, en el instante en que piso la arena y consigo llegar hasta su escondite, tengo la desgracia de contemplar que la cueva está tal y como la dejamos: las mantas y las toallas están dobladas y apiladas en un rincón, las tablas de surf están apoyadas contra las paredes, hay un traje de neopreno sobre una silla… Pero ni rastro de Damen.
Y, puesto que solo queda un lugar en mi lista de sitios donde buscarlo, cruzo los dedos y corro hacia el coche. Es sorprendente la rapidez y la soltura con que se mueven mis piernas. Mis pies apenas rozan la arena y recorro la distancia a tanta velocidad que al poco ya estoy de nuevo en el coche, saliendo del aparcamiento. Me pregunto desde cuándo soy capaz de hacer esto y qué otras habilidades inmortales podría tener.
Al llegar a la entrada de la urbanización, Sheila, la guardia de seguridad que me ha visto bastantes veces y que sabe que soy uno de los visitantes bienvenidos de la lista de Damen, sonríe y me hace una señal con la mano para que pase. Cuando subo la colina hacia su casa y aparco en el camino de entrada, lo primero que noto es que todas las luces están apagadas.
Y cuando digo todas, me refiero a todas. Incluyendo la que hay sobre la puerta, la que él siempre deja encendida.
Permanezco sentada en el Escarabajo; el motor ronronea mientras observo todas esas ventanas a oscuras. Una parte de mí quiere entrar por la puerta, subir a toda prisa las escaleras y adentrarse en su habitación «especial», esa en la que almacena sus recuerdos más preciados: los retratos que le hicieron Picasso, Van Gogh y Velázquez, junto a un montón de primeras ediciones de libros excepcionales… Reliquias de valor incalculable que hablan de su largo y remoto pasado y que están atesoradas en una estancia abarrotada en la que predominan los tonos dorados. Sin embargo, otra parte de mí prefiere quedarse donde está, a sabiendas de que no es necesario entrar para demostrar que no está en casa. El gélido e inquietante exterior del edificio con las paredes de piedra, la cubierta de tejas y las ventanas yacías carecen por completo de su cálida y afectuosa presencia.
Cierro los ojos y me esfuerzo por recordar lo último que dijo… algo sobre ir a buscar el coche para poder salir antes. Está claro que e refería a nosotros: podríamos salir antes para estar juntos por fin.
Nuestra cruzada de cuatrocientos años culminaría esta noche perfecta.
Es evidente que no quería salir antes para librarse de mí…
¿O no?
Respiro hondo y salgo del coche, porque sé que la única forma de obtener respuestas es poniéndome en movimiento. Las plantas de mis pies, fríos y húmedos, resbalan sobre el camino cubierto de rocío mientras busco las llaves, pero de pronto recuerdo que las he dejado en casa, ya que no imaginaba que fuera a necesitarlas precisamente esta noche.
Me quedo frente a la puerta, memorizando la curva de su arco, su acabado en caoba y los audaces y detallados grabados. Luego cierro los ojos y visualizo otra igual que esta. «Veo» mi puerta imaginaria abierta de par en par; nunca he intentado esto antes, pero sé que es posible, ya que en una ocasión fui testigo de cómo abría Damen la puerta de nuestro instituto… una puerta que estaba cerrada escasos momentos antes.
Sin embargo, cuando vuelvo a abrir los ojos descubro que lo único que he conseguido es manifestar otra puerta gigante de madera. Y puesto que no tengo ni la menor idea de qué hacer con ella (hasta ahora solo había hecho aparecer cosas que quería conservar), la apoyo contra la pared y me dirijo hacia la parte trasera.
Hay una ventana en la cocina; la misma ventana situada sobre el fregadero que él siempre deja entreabierta. Y después de deslizar los dedos bajo el borde y subirla hasta arriba, paso sobre el fregadero lleno de botellas de cristal vacías y salto al suelo. Mis pies aterrizan sobre las baldosas con un sonido apagado y no puedo evitar preguntarme si el allanamiento de morada se aplica también a las novias.
Observo la estancia y me fijo en la mesa y las sillas de madera, en la hilera de cacerolas de acero inoxidable, en la cafetera, la batidora y el exprimidor de última generación… Todo forma parte de la colección de los artilugios de cocina más modernos que el dinero puede comprar (o que Damen puede manifestar). Y todo ha sido seleccionado meticulosamente para dar la apariencia de una vida normal y acaudalada, como los accesorios de la hermosa decoración de una casa en miniatura, organizada a la perfección y sin utilizar.
Echo un vistazo al frigorífico esperando ver el abundante y habitual surtido de botellas de líquido rojo, pero solo encuentro unas cuantas. Y cuando miro en su despensa, el lugar donde deja que las nuevas remesas fermenten, se sazonen o lo que sea, en la oscuridad durante tres días, me quedo atónita al ver que también está casi vacía.
Permanezco inmóvil, contemplando el escaso número de botellas. Se me encoge el estómago y mi corazón empieza a latir con fuerza ante esta terrible imagen. Damen se muestra casi obsesivo en su empeño por tener siempre mucho líquido rojo disponible (más incluso desde que debe suministrármelo a mí también), y jamás permitiría que las cosas llegaran hasta este extremo.
No obstante, últimamente bebe muchísimo, tanto que su consumo casi se ha duplicado. Así que es muy posible que no haya tenido tiempo de hacer más.
Eso suena bien en la teoría, claro, pero no es muy plausible.
¿A quién pretendo engañar? Damen es de lo más organizado con estas cosas; demasiado, quizá. Jamás dejaría a un lado su obligación de fabricar el líquido… ni siquiera por un día.
No, a menos que algo vaya terriblemente mal.
Y, aunque no tengo ninguna prueba, el instinto me dice que esto está relacionado con el extraño comportamiento que muestra de un tiempo a esta parte: esas miradas vacías que me resulta imposible pasar por alto por más rápido que desaparezcan, los sudores, los dolores de cabeza, la incapacidad para manifestar objetos o el portal a Summerland… Sumado todo, parece evidente que está enfermo.
Solo que Damen no se pone enfermo.
Y cuando se clavó la espina del tallo de la rosa hace un rato, yo misma pude comprobar cómo sanaba la herida delante de mis narices.
Sin embargo, quizá tendría que empezar a llamar a los hospitales… solo para estar segura.
Damen jamás iría a un hospital. Lo vería como una señal de debilidad, de derrota. Es mucho más probable que se arrastrara como un animal herido y se escondiera en algún lugar en el que pudiera estar solo.
Solo que Damen no tiene heridas, porque estas se curan al instante. Además, jamás se arrastraría hasta ningún sitio sin decírmelo primero.
Con todo, también estaba convencida de que jamás se iría en el coche sin mí, pero tal y como han ido las cosas…
Registro sus cajones en busca de las Páginas Amarillas… otra de las cosas que utiliza en su esfuerzo por parecer normal. Porque, si bien es cierto que Damen nunca iría al hospital por voluntad propia, si se hubiera producido un accidente o cualquier otro incidente que escapara a su control, es posible que alguien lo hubiera llevado hasta allí sin su consentimiento.
Y, aunque eso contradice por completo la historia de Romsan (falsa, a buen seguro) de que vio a Damen largándose a toda prisa, no me impide llamar a todos los hospitales de Orange County, preguntar si Damen Auguste ha sido ingresado y acabar en el mismo punto.
Después de llamar al último hospital, pienso en telefonear a la policía, pero descarto la idea con rapidez. ¿Qué iba a decirles?» ¿Que mi novio inmortal de seiscientos años ha desaparecido?
Tendría la misma suerte recorriendo la autopista de la costa en busca de un BMW negro con los cristales tintados y un conductor guapísimo… la proverbial aguja en el pajar de Laguna Beach.
O… Bueno, siempre puedo quedarme aquí sentada, ya que él aparecerá tarde o temprano.
Mientras subo las escaleras hacia su habitación, me consuelo con la idea de que si no puedo estar con él, al menos puedo estar con sus cosas. Y cuando me acomodo en su sofá de terciopelo, contemplo las cosas que más aprecia con la esperanza de ser todavía una de ellas.
M
e duele el cuello. Y tengo una sensación rara en la espalda. Y cuando abro los ojos y miro a mi alrededor… comprendo por qué. He pasado la noche en esta habitación. Justo aquí, en este antiguo sofá de terciopelo que fue diseñado para charlas triviales y coqueteos pícaros, pero no para dormir, desde luego.
Hago un esfuerzo para incorporarme y mis músculos se tensan en señal de protesta cuando me estiro, primero hacia arriba y luego hacia la punta de los pies. Y, después de mover el torso de un lado a otro y de inclinar el cuello adelante y atrás, me dirijo hacia las gruesas cortinas de terciopelo y las echo a un lado. La habitación se inunda de una luz tan brillante que se me llenan los ojos de lágrimas, así que las cierro de nuevo antes de que transcurra el tiempo necesario para acostumbrarme a la claridad. Me aseguro de que los bordes están bien juntos, de que no entra ni un rayo de luz en la estancia. Es necesario devolver al lugar su acostumbrado estado de noche, ya que Damen me ha advertido de que el fuerte sol del sur de California puede causar estragos en los objetos de esta habitación.