Damen.
El mero hecho de pensar en él me llena el corazón de tal anhelo, de tal dolor, que se me nubla la vista y empiezo a marearme. Mientras busco con la mano el aparador para aferrarme al detallado y elegante borde de madera, mis ojos recorren la sala y me recuerdan que no estoy tan sola como creo.
Su imagen me rodea por todas partes. Su retrato ha sido plasmado a la perfección por los más grandes maestros del mundo, encuadrado en marcos dignos de un museo y colgado en todas las paredes. Con el traje oscuro en el Picasso, con el semental blanco en el Velázquez… Cada uno de ellos muestra ese rostro que yo creía conocer tan bien, aunque ahora sus ojos me resultan fríos y burlones; su barbilla, alta y desafiante; y sus labios, esos labios cálidos y maravillosos que tanto he deseado saborear, parecen remotos, reservados, enloquecedoramente distantes, como si me advirtieran de que no me acercara.
Cierro los ojos, decidida a bloquear esa sensación, convencida de que el estado de pánico que invade mi mente solo conseguirá que me sienta peor. Me obligo a respirar hondo en varias ocasiones antes de llamarlo al móvil una vez más. Salta otra vez su buzón de voz, que registra una nueva ronda de: «Llámame»… «¿Dónde estás?»… «¿Te encuentras bien?»… «Llámame.» Mensajes que ya le he dejado un millón de veces.
Vuelvo a guardar el teléfono móvil en el bolso y echo un último vistazo a la habitación; mis ojos recorren la estancia con atención (evitando los retratos) para asegurarme de que no he pasado nada por alto. Debo cerciorarme de que no hay ninguna pista evidente sobre su desaparición que no haya tenido en cuenta, sin importar lo pequeña o insignificante que parezca. Ninguna pista que pueda aclararme «cómo» o «por qué».
Y, cuando tengo la certeza de que he hecho todo lo que está en mi mano, cojo el bolso y me dirijo hacia la cocina. Me detengo solo para escribir una breve nota en la que repito las mismas palabras que le he dicho por teléfono, porque sé que en el momento en que salga por la puerta, mi conexión con Damen será mucho más tenue de lo que ya es.
Tomo una honda bocanada de aire y cierro los ojos. Imagino el futuro que ayer mismo me parecía tan claro: ese futuro en el que Damen y yo estábamos juntos, felices, completos. Ojalá fuera posible hacer aparecer algo así, aunque sé en lo más profundo de mi corazón que no serviría de nada.
No se puede hacer aparecer a otra persona. Al menos no durante mucho tiempo.
Así pues, concentro mi atención en algo que sí puedo manifestar. Visualizo el tulipán rojo más perfecto del mundo, con pétalos suaves y un tallo largo. El símbolo de nuestro amor eterno. Y cuando siento que toma forma en mi mano, vuelvo a la cocina, rompo la nota y dejo el tulipán sobre la encimera.
E
cho de menos a Riley.
La echo tanto de menos que es como un dolor físico. Porque en el momento en que comprendí que no me quedaba más remedio que informar a Sabine de que Damen no vendría a cenar (algo para lo que esperé hasta diez minutos después de las ocho, cuando quedó claro que no aparecería), comenzaron las preguntas. Y continuaron durante el resto del fin de semana, porque mi tía no dejó de acribillarme a preguntas: «¿Qué pasa? Sé que pasa algo malo. Ojalá hablaras conmigo. ¿Ha ocurrido algo con Damen? ¿Os habéis peleado?».
Y, aunque sí que hablé con ella (durante la cena, en la cual conseguí comer lo suficiente para convencerla de que no padecía ningún desorden alimenticio) y traté de asegurarle que todo iba bien, que Damen estaba ocupado y que yo me encontraba agotada después una noche muy larga en casa de Haven…, está claro que no me creyó. O, al menos, no creyó la parte en la que le aseguré que estaba bien. Lo pasé la noche en casa de Haven se lo creyó a pies juntillas.
Insistió una y otra vez en que debía de haber una explicación mejor para mis suspiros constantes y mis cambios de estado de ánimo, para pasar tan fácilmente del mal humor a la furia y luego a la depresión, y vuelta a empezar. Pero, aunque me sentía mal por mentirle, permanecí fiel a mi relato. Temía que al volver a revivir lo sucedido, al explicar que, a pesar de que mi corazón se niega a creerlo, mi mente no puede evitar preguntarse si él me dejó tirada a propósito, eso se convirtiera en realidad.
Si Riley estuviera aquí, las cosas serían diferentes. Podría hablar con ella. Podría contarle toda la sórdida historia de principio a fin. Porque ella no solo me comprendería, también conseguiría algunas respuestas.
Estar muerta es como tener un código de acceso universal. Riley puede ir allí donde le da la gana con solo pensarlo. Ningún lugar está fuera de su alcance: el planeta al completo es un objetivo permitido. Y no me cabe ninguna duda de que ella tendría mucho más éxito que todas mis llamadas telefónicas frenéticas y mis paseos en coche.
Porque al final, toda mi incoherente, torpe e ineficiente investigación ha dado como resultado: _____ (nada).
Sé tan poco este lunes por la mañana como el viernes por la noche. Y no importa cuántas veces llame a Miles o a Haven, porque su respuesta siempre es la misma: «Nada nuevo, pero te llamaremos en cuanto sepamos algo».
Sin embargo, si Riley estuviera aquí cerraría el caso en un abrir y cerrar de ojos. Obtendría resultados rápidos y respuestas exhaustivas, así que podría decirme exactamente a qué me enfrento y cómo debo proceder.
Pero Riley no está aquí. Y a pesar de que prometió enviarme alguna señal, segundos antes de que se marchara empecé a dudar de que lo hiciera. Y tal vez, solo tal vez, sea el momento de dejar de buscar esa señal y seguir con mi vida.
Me pongo unos vaqueros, unas chanclas, una camiseta sin mangas y otra de manga larga… y justo cuando estoy a punto de cruzar la puerta para ir al instituto, me doy la vuelta y cojo el iPod, la sudadera con capucha y las gafas de sol. Prefiero prepararme para lo peor, porque no tengo ni la menor idea de lo que me voy a encontrar.
—¿Lo has encontrado?
Hago un gesto negativo con la cabeza mientras observo a Miles, que se mete en mi coche, deja la mochila a sus pies y me mira con compasión.
—He intentado llamarlo —dice al tiempo que se aparta el pelo de la cara. Todavía tiene las uñas pintadas de rosa brillante—. He tratado incluso de pasarme por su casa, pero no me dejaron cruzar la puerta de entrada a la urbanización. Y, créeme, es mejor no meterse con la Gran Sheila. Se toma su trabajo muy, pero que muy en serio. —Se echa a reír con la esperanza de animarme un poco.
Sin embargo, me limito a encogerme de hombros. Desearía poder reírme con él, pero sé que no puedo. Estoy hundida desde el ternes, y la única cura es volver a ver a Damen.
—No deberías preocuparte demasiado —dice Miles, girándose hacia mí—. Estoy seguro de que está bien. Bueno, hay que admitir que no es la primera vez que desaparece.
Lo miro y percibo sus pensamientos antes de que las palabras salgan de sus labios. Sé que se refiere a la última vez que Damen desapareció, la vez que le dije que se marchara.
—Pero eso fue diferente —replico—. Confía en mí, esto no se parece en nada a lo de aquella vez.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —Habla con pies de plomo, controlado, sin quitarme la vista de encima.
Respiro hondo y clavo la mirada en la carretera mientras me pregunto si debería contárselo o no. En realidad no he hablado con nadie desde hace mucho tiempo, no he confiado en ningún amigo desde antes del accidente… desde antes de que todo cambiara. Y en ocasiones cargar con tantos secretos hace que te sientas muy solo. Ojalá pudiera quitarme la capucha y chismorrear como una chica normal de nuevo.
Miro a Miles; estoy segura de que puedo confiar en él, pero no estoy tan segura de si él puede confiar en mí. Soy como una lata de refresco sacudida y agitada cuyos secretos burbujean en la superficie.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta mirándome atentamente. Trago saliva con fuerza.
—El viernes por la noche, después de tu representación… —Me quedo callada, consciente de que cuento con toda su atención—. Bueno… nosotros… teníamos planes.
—¿Planes? —Se inclina hacia mí.
—Grandes planes. —Asiento con la cabeza y esbozo una leve sonrisa, que desaparece de inmediato cuando recuerdo lo mal q^e salió todo.
—¿Cómo de grandes? —pregunta con los ojos puestos en los míos.
Sacudo la cabeza y observo la carretera que tengo al frente antes de responder:
—Bueno, los normales para un viernes por la noche. Ya sabes habitación en el Montage, lencería nueva, fresas con chocolate y dos copas de champán…
—Ay, Dios… ¡No puede ser! —exclama con un chillido.
Le echo un vistazo y me fijo en cómo cambia su expresión cuando comprende lo ocurrido.
—Ay, Dios… No pudo ser, ¿verdad? No tuviste la oportunidad, ya que él… —Me mira—. Ay, Ever, lo siento muchísimo…
Hago un gesto de indiferencia con los hombros al ver la desolación que muestra su rostro.
—Escucha… —empieza a decir. Me coge del brazo cuando me detengo en un semáforo, aunque lo retira de inmediato cuando recuerda que no me gusta que me toque nadie que no sea Damen. Lo que desconoce es que solo intento hacer todo lo posible para evitar cualquier tipo de intercambio de energía indeseado—. Ever, eres guapísima, en serio. Sobre todo ahora que has dejado de llevar esas sudaderas holgadas con capucha… —Sacude la cabeza—. Bueno, lo que quería decir es que estoy seguro de que Damen no te ha dejado de manera voluntaria. Dejemos las cosas claras: cualquiera se daría cuenta de que ese chico está loco por ti. Y, gracias a que los dos dais nuestras constantes de ello, todo el mundo se ha dado cuenta, crée-me- ¡Es imposible que te haya dejado!
Lo miro con el deseo de recordarle lo que dijo Roman acerca de que Damen se había largado a toda prisa, de decirle que tengo la impresión de que ese tío está relacionado de algún modo con toda esta historia, que tal vez sea incluso el responsable… Pero, justo cuando estoy a punto de hacerlo, me doy cuenta de que no puedo, porque no tengo ninguna prueba en que basarme.
—¿Has llamado a la policía? —pregunta con expresión seria.
Aprieto los labios y entorno los ojos para protegerme de la luz del sol. Detesto tener que admitir que sí, lo he hecho, he llamado a la policía. Sé que si todo sale bien, si Damen aparece ileso, se enfadará bastante conmigo por haber atraído esa clase de atención sobre él.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Supuse que si hubiera ocurrido un accidente o algo así, ellos serían los primeros en saberlo, así que el domingo por la mañana fui a la comisaría y rellené un informe. Respondí a todas las preguntas habituales: hombre de raza blanca, ojos castaños, cabello castaño… Hasta que llegamos a la edad y casi me atraganto cuando estuve a punto de responder: «Bueno… tiene aproximadamente seiscientos diecisiete años…».
—Sí, rellené un informe —respondo al final. Piso a fondo el acelerador en el mismo instante en que el semáforo se pone en verde y contemplo cómo sube la aguja del velocímetro—. Tomaron notas y dijeron que lo investigarían.
—¿Eso es todo? ¿Estás de broma? ¡Es menor de edad! ¡Ni siquiera es un adulto!
—Ya, pero está emancipado y eso cambia por completo las circunstancias: es legalmente responsable de sí mismo, y otras cosas más que no entendí muy bien. De todas formas, no estoy al tanto de sus técnicas de investigación y no me explicaron qué pensaban hacer —le digo.
Aminoro la marcha hasta conseguir una velocidad más normal ahora que nos acercamos al instituto.
—¿Crees que deberíamos pasar folletos que adviertan de su desaparición o montar una vigilia con velas como las que salen en la tele?
Se me encoge el estómago al escucharlo, aunque sé que Miles se está mostrando tan melodramático y bienintencionado como siempre. Sin embargo, hasta ahora nunca me había puesto a pensar que la cosa podía llegar hasta esos extremos. Estoy segura de que Damen aparecerá pronto. Tiene que hacerlo. ¡Es inmortal! ¿Qué puede haberle ocurrido?
Apenas acabo de formularme esa pregunta cuando me adentro en el aparcamiento y lo veo saliendo de su coche. Está tan impecable, tan sexy y tan guapo… que cualquiera diría que no ha pasado nada fuera de lo normal. Que los últimos días no han existido.
Piso los frenos a fondo y detengo el coche, obligando al conductor que viene por detrás a frenar en seco también. El corazón me late a mil por hora y me tiemblan las manos mientras contemplo al que hasta ahora era mi escultural novio desaparecido en combate, que se pasa la mano por el pelo con tanta deliberación, con tanta insistencia y concentración que cualquiera diría que es su única preocupación en el mundo.
Esto no es lo que esperaba.
—Pero ¿qué mierda está pasando aquí? —grita Miles, que mira a Damen con la boca abierta mientras se escucha el pitido del claxon de los coches que están detrás—. ¿Y por qué narices ha aparcado por ahí? ¿Por qué no ha cogido el segundo mejor sitio y nos ha reservado el primero a nosotros?
Y puesto que no conozco las respuestas a ninguna de esas preguntas, aparco al lado de Damen con la esperanza de que él pueda dármelas
Bajo la ventanilla, y me siento inexplicablemente tímida y torpe al ver que él no hace más que mirarme de reojo.
—Oye… ¿todo va bien? —le pregunto.
No puedo evitar encogerme por dentro al ver que él se limita a asentir, ya que no podía haber hecho nada más imperceptible para reparar en mi presencia.
Introduce el brazo en su coche y coge la mochila, aunque aprovecha la oportunidad para mirar su reflejo en la ventanilla del conductor.
Trago saliva con fuerza y le digo:
—Porque te marchaste sin más el viernes por la noche… y no pude localizarte en todo el fin de semana… y estaba bastante preocupada… Te he dejado algunos mensajes… ¿No los has escuchado? —Aprieto los labios, sintiéndome algo violenta después de tan patética, inútil y pusilánime sarta de preguntas.
¿«Te marchaste sin más»? ¿«Bastante preocupada»?
Lo que quiero, en realidad, es gritarle: «OYE, TÚ, EL DE LA ROPA NEGRA Y AJUSTADA, ¿QUÉ MIERDA HA PASADO?».
Observo cómo se cuelga la mochila del hombro antes de mirarme. Sus rápidas y poderosas zancadas recorren la distancia que nos separa en pocos segundos. Pero solo la distancia física, no la emocional; porque cuando me mira a los ojos, parece estar a kilómetros de distancia.
Y, justo cuando me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración, se inclina hacia la ventanilla y acerca su cara a la mía para decirme: