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Authors: Care Santos

Tags: #Fantasía, Romantico

Esta noche no hay luna llena (10 page)

BOOK: Esta noche no hay luna llena
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Esta vez, decide, no quiere saciarse. Dejará al animal con vida. Así se reserva para mañana la posibilidad de continuar el festín. Cuando termina, se seca los labios con el dorso de la mano y se levanta. Los ojos tristes del ternero le observan en silencio. Abel mira las luces que titilan a lo lejos.

«Sería tan fácil echar a correr y no regresar…», piensa.

Solo tendría que atreverse. En apenas unas zancadas habría dejado atrás la casa, su vida, su prisión. Se convertiría en una criatura nueva, libre. Se escondería en el bosque, en cualquier parte. Construiría una cabaña, habitaría una gruta. Al fin y al cabo, los primeros moradores de este valle fueron ermitaños. Su madre no le encontraría nunca. Ni siquiera podría perseguirle. Sería un hasta nunca sin remedio. Un giro inesperado y esperanzador de los acontecimientos.

Una lechuza ulula en la copa de un árbol cercano.

«Así no», se corrige. «Tiene que ser de otra forma».

Esta noche se siente mejor que nunca. Ha sido capaz de no saciarse, de comportarse como un ser civilizado. Además, no le gusta esa sensación que sobreviene después de comer demasiado. Le recuerda a lo irracional, al lado brutal de sí mismo. Hoy es más humano que nunca.

Disfruta de la noche y del momento. Recorre el camino de las trampas, observándolas. Mira también las jaulas, que no esconden sorpresas. Mira la luna y otra vez piensa en ella.

«Sería tan fácil…».

Fácil, sí. Acaso demasiado.

Suspira. No conoce nada de lo que hay más allá de los muros del jardín. Desde que llegó aquí, cuando apenas tenía un año y medio, no ha rebasado nunca los límites de la casa. Si lo hiciera, lo más seguro es que se perdiera.

Aunque no es eso lo que le da miedo. Le asusta pensar que podría echar de menos esta vida.

«Eres un cobarde, Abel», se dice. «Nunca lo sabrás sin intentarlo».

Se pregunta dónde estará ella, qué estará haciendo en este mismo instante. Se acerca a la tapia, a la reja, a la entrada, y mira más allá. Apoya los brazos en el hierro frío y siente que podría saltar.

Entonces ve los faros del coche de Hipólito acercándose desde el camino. Se detiene, la portezuela se abre y el hombre sale, risueño como siempre, y le saluda:

—¿Qué hay, chaval? ¿Ya te has dado el festín? —pregunta, palmeándole la espalda con tanta fuerza que por poco le tira.

—Hola, Hipólito. Qué bien que estés aquí.

—¡Por supuesto! He salido antes de la incineradora. ¡No podía faltar a la celebración! —le revuelve el pelo, divertido—. ¡Ya solo te queda uno para la mayoría de edad!

Abel responde con una sonrisa triste. Dadas las circunstancias, no tiene mucha fe en que la mayoría de edad cambie las cosas.

—¡Anda! ¡Pero si no has comido nada! —exclama Hipólito al ver al ternero con vida.

—Bueno, algo sí —responde él—. No tenía más hambre.

—Vaya… —Hipólito también parece orgulloso de él—. Entonces, ¿no hay que limpiar?

—Hoy no —Abel le sonríe, y se nota que está contento.

Cuarta conversación

WEIRDO:
Estaba muy preocupado por ti.

OSCURA:
Me lo imaginaba.

WEIRDO:
Me alegro de que hayas vuelto.

OSCURA:
Gracias. Yo también me alegro de verte.

WEIRDO:
Te he echado mucho de menos.

OSCURA:
Yo también. Por cierto, Weirdo…

WEIRDO:
Sí?

OSCURA:
Gracias.

WEIRDO:
Por qué?

OSCURA:
Por la canción. Es preciosa.

WEIRDO:
De nada. Me alegro de que te haya gustado.

OSCURA:
Me hiciste llorar.

WEIRDO:
Vaya, lo siento.

OSCURA:
No te disculpes. Hacía tiempo que no lloraba por algo bueno. Estos días están siendo horribles.

WEIRDO:
No piensas contarme lo que ha pasado?

OSCURA:
Prefiero que lo leas en mi blog.

WEIRDO:
Vale, como quieras.

OSCURA:
Me resulta más fácil. Es como dejar que se me vacíe el alma.

WEIRDO:
Eso es para ti escribir?

OSCURA:
Más o menos.

WEIRDO:
Creo que tienes razón. Para mí las canciones son algo parecido. Nunca había sabido expresarlo.

OSCURA:
Y no has pensado en darte a conocer?

WEIRDO:
Cómo?

OSCURA:
Por internet. Hay mucha gente que ha triunfado así. Tienes que grabar una maqueta y colgarla en la red.

WEIRDO:
No creo que tenga nivel suficiente. Hay mucha gente que compone.

OSCURA:
A mí me pareces muy bueno.

WEIRDO:
En serio?

OSCURA:
Sí.

WEIRDO:
y crees que le podría interesar a más gente?

OSCURA:
Estoy segura. Pero si no lo intentas, nunca lo sabrás.

WEIRDO:
Vaya.

OSCURA:
Eres bueno. Podrías ser un cantante famoso.

WEIRDO:
O un compositor. Podría componer para otros grupos.

OSCURA:
Claro.

WEIRDO:
Eso me gustaría más. Componer para otros.

OSCURA:
Eres un poco raro.

WEIRDO:
Ya.

OSCURA:
Hazme caso: graba una maqueta.

WEIRDO:
Lo pensaré. Gracias por animarme.

OSCURA:
Bueno, me voy a la cama. Estoy hecha polvo.

WEIRDO:
De acuerdo. Que descanses bien.

OSCURA:
Tú no te acuestas?

WEIRDO:
Aún no. Yo nunca duermo de noche.

OSCURA:
Cuándo, entonces?

WEIRDO:
De día. Desde que amanece hasta que se pone el sol.

OSCURA:
Jajaja! Y la luz del sol te mata y no soportas el ajo, verdad?

WEIRDO:
Lo del sol, exacto. Lo del ajo es una patraña.

OSCURA:
Jajaja.

WEIRDO:
Te parece gracioso?

OSCURA:
Nunca sé qué pensar sobre ti, la verdad.

WEIRDO:
Entonces no pienses nada.

OSCURA:
Fácil, estoy tan cansada que tengo la mente en blanco.

WEIRDO:
Vete a la cama y sueña conmigo.

OSCURA:
Crees que no tengo cosas mejores en las que soñar?

WEIRDO:
No. Qué puede haber mejor que yo?

OSCURA:
Muchas cosas.

WEIRDO:
Dime una.

OSCURA:
Una piscina llena de chocolate con leche muy espeso!

WEIRDO:
Tienes razón. Te doy permiso para soñar eso y olvidarte de mí.

OSCURA:
Eh, de verdad, me caigo de sueño. Casi no puedo ni escribir.

WEIRDO:
Te conectarás mañana?

OSCURA:
No lo sé. A veces mi padre me castiga.

WEIRDO:
Ah.

OSCURA:
Buenas noches, criatura de la noche.

WEIRDO:
Adiós, alma gemela. Que disfrutes en tu piscina de chocolate con leche. Ojalá pudiera soñar con ella (y contigo) yo también.

Dieciséis

—¿Una guitarra? —pregunta Rosa al ver asomar el instrumento del envoltorio.

Están en el salón sentados a la mesa; Hipólito, con una media sonrisa dibujada en la cara. Sobre el mantel de hilo rescatado para la ocasión, bailan las llamas de dos velas rojas. Solo hay dos platos y dos cubiertos. En la cocina humea la cena.

Abel agarra la guitarra y rasguea las cuerdas, feliz.

—Es mi auto-regalo de cumpleaños —anuncia—. ¿Qué os parece?

Muestra el instrumento como quien alza un trofeo.

—No sabía que hubieras comprado una… —dice ella.

Revuelve en su bolsillo derecho, con gesto nervioso, y las llaves tintinean.

—En mis tiempos también aprendí a tocar la guitarra —dice Hipólito, encantador, antes de preguntar—: ¿Me dejas?

Abel le entrega su tesoro. Hipólito se sienta, abraza la caja de madera, prueba las cuerdas, dibuja un acorde con los dedos sobre el mástil, como quien se familiariza con un lugar después de mucho tiempo de ausencia, y cierra los ojos. A Abel le llama la atención la delicadeza en la que todo sucede.

De pronto, los dedos de Hipólito recuerdan un viejo camino que no recorrían desde hacía años. Su mano derecha, con el pulgar erguido, acaricia las cuerdas una a una mientras la izquierda pespuntea un misterio en el mástil. El resultado es una melodía delicada, suave, hermosa, que parece formar parte del propio instrumento.

—¡Es genial, tío! —aplaude Abel, entusiasmado, cuando Hipólito termina y abre los ojos—. ¡Tocas muy bien!

—No, no, no —el hombre le devuelve el tesoro—. Lo dejé muy pronto. Pero me gustaba mucho.

—¿Por qué no me enseñas a tocar eso? —pregunta Abel.

Rosa no deja escapar la oportunidad:

—Perfecto: lecciones particulares de guitarra, y además a domicilio. Más de lo que querías.

Abel no acusa el golpe, prefiere fingir que no ha oído nada.

Rosa sonríe, un poco desconcertada por esta habilidad que acaba de descubrirle a su amigo, y también por la camaradería que acaba de forjarse entre él y su hijo. Camaradería masculina, adulta, fuera de su alcance. Una relación que no depende de ella, a la que no esta acostumbrada. Durante todos estos años ha ejercido una vigilancia tan excesiva sobre Abel que esta mínima pérdida de control basta para que se sienta mal.

—¡Bueno! Hipólito y yo vamos a cenar —anuncia—. ¡Siéntate con nosotros, hijo!

—Preferiría ir un rato a mi habitación —dice él.

—Es tu cumpleaños, Abel. ¿No piensas celebrarlo con nosotros?

—Ya lo estoy celebrando —responde, y señala su guitarra nueva.

—Pero he preparado todo esto para ti… —Rosa señala el mantel, los platos de la vajilla buena, las velas encendidas…

Nada de todo eso le importa a Abel.

—Deja que el chaval se encierre un poco —media Hipólito, y Abel cree que al mismo tiempo le guiña un ojo, cómplice.

A Rosa no le gusta que la contradigan. No está acostumbrada. Frunce el ceño. Duda. Por un momento, parece que va a enfadarse con Hipólito. Pero termina cediendo.

—Bueno… Pero te avisaré para que soples las velas.

Siempre el mismo ritual absurdo: Rosa quiere que Abel apague las velas de cumpleaños de un pastel cuyo solo olor le provoca náuseas. Lo hornea ella misma, lo recubre de chocolate negro y lo decora con crema pastelera y bolitas de caramelo. Parece un pastel de cumpleaños normal, si no fuera porque el interesado no puede tu probarlo.

Abel cumple con el ritual desde hace más de tres lustros: pide un deseo, sopla las velas y luego contempla cómo su madre devora con fruición una porción del dulce.

Abel consigue retirarse a su cuarto. Echa un vistazo a la bandeja de entrada. Ningún correo recibido. No hay noticias de Oscura.

«¿Dónde estás, criatura de la noche?».

Tampoco el blog ha sufrido ningún cambio. Eso le inquieta. ¿Qué pasará si ella no vuelve?

Sin embargo, esta noche hay algo que compensa tanta desazón. La guitarra es algo así como un sueño cumplido. Abre la web del curso virtual y pulsa en el vídeo titulado
Lección primera. Posición de la mano derecha.

Por primera vez, puede imitar cuanto ve en pantalla en su propio instrumento. Nada más hacerlo, siente que le va a resultar fácil familiarizarse con él.

Un rato más tarde, su madre le llama con voz cantarina. Abel acude al ritual anual. El pastel es de chocolate —como siempre—, cuadrado —una novedad—, está decorado con bolitas de colores que forman la palabra «Felicidades», y frente a ellas, como dos soldados en perfecta formación, un par de velas en forma de números: uno y siete.

La sonrisa de Rosa también es la de siempre. Hipólito contempla la escena, orgulloso como el padre que nunca fue.

—Tienes que pensar un deseo —le dice su madre enarbolando la cámara de fotos.

Este año resulta fácil. Cualquier cosa que desee tendrá que ver con Oscura.

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