Esta noche no hay luna llena (9 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #Fantasía, Romantico

BOOK: Esta noche no hay luna llena
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Cerró los ojos.

«Necesita alimentarse», pensó.

Estaba preparada para cualquier cosa que pudiera ocurrirle.

«No me importa compartir tu destino, hijo mío», pensó.

Pero no ocurrió nada. Su hijo la miraba con curiosidad, como si esperara algo.

Por instinto o por costumbre, Rosa apartó la tela que cubría sus pechos rebosantes de leche. El niño se volvió a negar. Ella insistió. Una y otra vez. Abel apartaba la carita, pero ella se la agarró y le obligó a alimentarse. Después de un primer momento de forcejeo, Abel terminó por aferrarse a su pezón izquierdo y succionó con desgana.

Rosa agarró a Abel como había hecho hasta entonces e intentó acunarle, de ese modo amoroso en que todas las madres del planeta abrazan a sus bebés mientras los alimentan.

Él se revolvió, incómodo, para situarse frente a frente. Mientras mamaba, haciendo un ruido horrible, no dejó de mirarla ni un solo instante a los ojos, vigilante.

Ambos, madre e hijo, se acechaban el uno al otro.

Catorce

En cuanto desaparecieron las marcas de los colmillos de Arístides, Rosa decidió llevar a Abel al médico. Consiguió que su pediatra le diera cita para última hora de la tarde, después de oscurecer.

—Le salen ronchas en la piel —dijo Rosa mostrando las marcas que recorrían el pequeño cuerpo.

La primera extrañeza del doctor llegó mientras le quitaba la ropa.

—¿Ya no lleva pañal?

—No. Lo rechazó de la noche a la mañana —dijo desviando la mirada.

Cabeceó el facultativo, impresionado, mientras empuñaba un termómetro digital.

Tomó la temperatura tres veces en las sienes del paciente. Las tres observó los dígitos de la pantalla con recelo. Finalmente, se rindió a la evidencia y anotó en su historial:

«Temperatura corporal: 43».

Después de pesarle, llegó el segundo mazazo.

—Pierde peso muy deprisa —dijo el médico, cada vez más inquieto.

—Últimamente no tiene mucho apetito —se justificó ella.

La exploración siguió por los oídos y la garganta.

—Tiene la dentición muy adelantada para su edad. Y un par de caninos muy afilados, qué curioso —miró al bebé y le dijo—: Pareces un vampirito, chaval.

Rosa palideció. No quiso decirle al médico que, solo durante la última semana, a Abel le habían salido once dientes.

—Su hijo está muy desarrollado para la edad que tiene. Fíjese en cómo corre. Pocos niños lo hacen así con solo trece meses —continuó el médico.

Desde que despertaba al anochecer hasta que se dormía con el alba, Abel derrochaba energía. A su madre le resultaba agotador.

—¿Podría darme algo para las ronchas? —insistió Rosa, que quería marcharse de allí cuanto antes.

—No me gustan esas marcas —meditó el doctor—. De entrada, apuntan a un trastorno alimentario, pero me gustaría hacerle algunas pruebas para asegurarme.

Mientras el médico rellenaba recetas y volantes, el estómago de Abel emitió un rugido. Rosa se levantó, asustada. Sabía lo que eso significaba. Hambre. Un hambre que no sabía esperar.

Se apresuró a ponerle la chaqueta al niño y abrochársela con cuidado. Estaba subiendo la cremallera cuando oyó el segundo rugido. Se volvió hacia el médico, avergonzada, pero el hombre seguía escribiendo. Por suerte, no se había dado cuenta.

Rosa abrió la puerta del consultorio y salió a toda prisa, tras articular un torpe:

—Tengo que irme, gracias.

El médico, asombrado, solo tuvo tiempo de gritar:

—Señora, se olvida las recetas…

Pero Rosa ya había alcanzado la calle, con el niño casi en volandas.

Vivían muy cerca, y en apenas diez minutos habrían llegado a casa. Rosa se daba toda la prisa que podía, mientras Abel se divertía con el ajetreo callejero.

Cuando se disponían a cruzar la avenida, el semáforo cambió a rojo. Junto a ellos se detuvo una anciana que paseaba un perrito lanudo. Rosa apenas se fijó en ella, y menos aún en la mascota, que apenas superaba en tamaño a un gato.

Abel sí los vio. Sonó un chillido.

Rosa volvió en sí de sus cavilaciones y tropezó con una escena horripilante. La señora tiraba del perrito, sujeto a su correa, para salvarlo de las manos de Abel. El niño había agarrado al animal panza arriba, le había hincado los dientes en el abdomen y succionaba con todas sus fuerzas. Se estaba poniendo el abrigo perdido de sangre. El animal gemía con desesperación, agitando las patas en vano. La señora chillaba, histérica.

Por entre la comisura de los labios de Abel resbalaba un hilillo de sangre muy brillante.

—¡Basta, Abel! —gritó Rosa, horrorizada, intentando arrancar al animal de sus fauces.

Pero Abel lo agarró muy fuerte con sus manitas regordetas, se encogió un poco, para protegerse, y continuó chupando. Cuando dejó caer al perro sobre la acera, el animal ya no pataleaba. Tampoco gemía. No es posible hacerlo cuando tu corazón se ha parado y en tus venas no queda sangre que bombear. La anciana se agachó para recoger el cuerpo del animal, con la cara desencajada por el espanto, por el desconcierto. Durante el resto de su vida se estaría preguntando si realmente vio lo que creyó haber visto.

Con un movimiento rápido, Rosa cogió a su hijo en brazos y echó a correr en dirección a su casa. Estaba aterrorizada.

Aquella noche, cuando desnudó a Abel para ponerle el pijama, descubrió que las ronchas de su piel habían desaparecido.

En aquel momento, tomó una decisión:

«Tenemos que irnos de aquí».

Quince

En cuanto se incorpora a una nueva noche, Abel piensa:

«Es mi cumpleaños».

Oye el sonido de las cerraduras de la puerta principal. Su madre echa las cuatro llaves. Se pregunta qué habrá pasado con su paquete. Mira el reloj: las 18:23.

Hace poco habría pensado que el invierno es una maravilla, contento de tener más de trece horas por delante. Ahora no lo ve así: más de trece horas para discutir con su madre, para vivir la incertidumbre de un nuevo encuentro con Oscura o para sentirse prisionero en su propia casa, en su propia vida.

Las dos cerraduras de la segunda puerta y los pasos cansados escaleras arriba.

Nada más salir de la cama, conecta el ordenador.

Su madre se detiene frente a la puerta de su cuarto.

—Hola, hijo. ¡Feliz cumpleaños! —dice, risueña.

Le besa en la frente, aprovechando que Abel está sentado frente a la pantalla. Ya no está enfadada.

—¿Tienes hambre?

—No mucha —miente.

—Espera a ver lo que te he traído. ¡Se te va a hacer la boca agua!

Rosa sigue su camino de todos los días, hacia su habitación. Se desnudará y se dará una ducha. Luego, la cena y la tele. O puede que hoy las cosas sean de otro modo. Hoy es un día especial.

Abel necesita saber de Oscura. Abre el blog de todas las noches, pero allí todo sigue como lo dejó hace unas horas. No hay ninguna entrada nueva. «Ella siempre escribe de madrugada», recuerda. No le extraña.

Abre el correo electrónico y escribe un mensaje urgente:

Anoche no quise escribirte un correo porque mantuve hasta muy tarde la esperanza de que volvieras a conectarte. Quería decírtelo en tiempo real, pero ya no aguanto más: tu mensaje de anoche me dejó sin aliento. Necesito verte. Hoy es mi cumpleaños. El mejor regalo serías tú. Te espero en el canal de conversación.

Cuando pulsa la tecla «Enviar», se siente más aliviado. Como si de pronto su alma pesara menos.

Merodea un rato de aquí para allá. Mira el correo. Entra en la página de su banco y revisa el estado de su cuenta. Pone una canción y la tararea durante treinta segundos. La detiene. Pone otra. La escucha en silencio, concentrado en la hermosa voz femenina, como se escucha señal que llega de otro mundo. Un mensaje que hasta hoy mismo era incomprensible, pero que de pronto ha llenado de sentido.

After tonight

Will you remember…
[1]

Es una balada dulce, que se enreda con su tristeza y le dispara los latidos del corazón. Abel no entiende lo que le ocurre y al mismo tiempo reconoce los síntomas a la perfección. El amor es, en muchas cosas, como la música: llega allí donde las palabras sobran.

After you go

Will you return to love me

After the night becomes the day?
[2]

Cuando la canción ha terminado, se levanta y recorre el pasillo. Su corazón sigue intranquilo. En el mismo momento en que entra en la cocina, su estómago ruge como un volcán, haciendo notar su presencia.

Su madre suelta una risita.

—Ya veo que te has levantado con hambre. Ven —se seca las manos con el delantal—, vamos fuera.

Dentro del bolsillo derecho de la bata de su madre, las llaves tintinean a cada paso. Rosa abre las cerraduras de la segunda puerta. Lo primero que ve Abel es un gran paquete envuelto en papel marrón que descansa sobre la mesa de billar. Lo observa con lentitud mientras su madre abre una por una las cuatro cerraduras que los separan del exterior.

Las pulsaciones se le disparan otra vez ante la certeza de lo que contiene el envoltorio. ¡Por fin ha llegado su compra! Se muere de ganas de abrir el paquete.

Rosa le lleva fuera. Una esplendorosa Luna creciente, que casi parece llena, domina el cielo nocturno; descansa, curiosa y anaranjada, sobre el horizonte.

Pasan por delante de las jaulas, sin detenerse. Abel comienza a estar intrigado. Procuran no pisar las trampas mientras rodean la casa por el camino lateral. Su estómago ruge otra vez. Olfatea el aire. Comienza a salivar, como su madre ha vaticinado. Rosa le observa, satisfecha de haber acertado.

—Huele a… —musita Abel, sintiendo que se le hace la boca agua.

Para él es un olor penetrante y delicioso. Lo reconoce a un par de kilómetros de distancia. Le atrae como la miel a las moscas. En ese momento, oye un mugido.

En el patio de atrás, su madre ha instalado un biombo viejo que guardaba en el trastero. La sorpresa —que ya no lo es tanto— los espera detrás, amarrada al limonero masticando algo con cara de aburrimiento.

—¡Un ternero! —exclama Abel, que no puede evitar relamerse ante semejante festín.

—¡De casi noventa kilos! —añade Rosa, rebosante de felicidad.

¡Es un regalo estupendo!

—¿De dónde lo has sacado?

—¡Eso no importa! —le quita importancia su madre, con un gesto poco convincente.

Abel frunce la boca con contrariedad.

—¡Lo has comprado!

—Bueno, ahora eso da igual.

—¡Lo has comprado, madre! Y te habrá costado una fortuna.

Abel se siente fatal. Sabe lo que vale un animal como este. Y también sabe que, con el sueldo de su madre, no es algo que puedan permitirse.

—Hipólito me ha ayudado —dice ella, como para quitarle importancia al asunto.

Abel niega con la cabeza, chasqueando la lengua.

—No es necesario —susurra—. Podría comer otras cosas…

—Lo importante es que te gusta —dice ella, de nuevo risueña— y que es enorme. Igual puede durarte dos o tres días, ¿no crees?

Abel mira al animal, que también le observa, indiferente. Al final, tiene que rendirse a la evidencia. Sangre fresca y de ternero. Un lujo que se da muy pocas veces.

—Es genial, madre —reconoce—. ¿Lo llevo al cuarto de baño?

Rosa agarra la mano de su hijo. Con la otra mano le acaricia el pelo, le recoloca el flequillo, como hacía cuando era pequeño.

—Hoy es un día especial, Abel. Si tú quieres, te dejo cenar aquí, bajo la luz de la luna.

—¿Aquí, en el patio? —sus ojos brillan como dos estrellas.

—En un rato llegará Hipólito y te ayudará a limpiarlo todo. Se ha ofrecido él.

Hipólito es un buen tipo. Le cae tan bien que a veces le gustaría que fuera su padre. Abel sonríe y abraza a Rosa, le da las gracias, deja escapar un gruñido que recuerda una carcajada.

Ella se pone seria. Levanta el dedo índice.

—Pero tienes que darme tu palabra de que entrarás en cuanto termines.

—Claro, madre. Prometido.

Rosa le mira ladeando la cabeza, con los ojos húmedos.

—Perfecto, entonces —Rosa se marcha con la cabeza gacha, mirando al suelo, procurando no pisar las trampas—. Que aproveche, hijo —musita antes de desaparecer.

Abel se queda solo. Quieto como una estatua. Escucha el silencio.

La noche es gélida, pero él no tiene frío. Un rumor de hojas llega a sus oídos. Un aleteo. Un ulular. Con algo de entrenamiento, le costaría poco identificar uno por uno todos los animales del bosque. Y casi nada atacarlos por sorpresa.

La bóveda nocturna le parece de terciopelo. La luna es como una joya blanca y distante. Preciosa. Perfecta.

Le recuerda a Oscura.
Esta noche no hay luna llena
. Es el mejor nombre que podría haber elegido para su blog. La sola idea de no verla le intranquiliza, le pone triste.

El ternero muge, aburrido, ignorante de lo que le espera. Abel se arrodilla delante del animal y lo mira a los ojos. No reconoce en ellos ningún temor.

«Quien es capaz de mirar de frente a su asesino, no debería morir», se dice mientras hunde sus colmillos en el cuello del robusto animal.

La sangre es dulce y deliciosa. Procura libarla con lentitud de sibarita. Degustarla. Solo si aprende a controlarse podrá ser como desea ser. Es una bestia salvaje con un propósito extraño: domesticarse.

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