Olmy miró la placa. Un cilindro luminoso se formaba encima de la placa, como una flor geométrica, y proyectaba una bruma de líneas giratorias. Las líneas bailaban hipnóticamente. La parte inferior del cilindro se extendió en mosaicos de colores, negro sobre gris, rojo sobre verde, blanco sobre verde, rojo sobre negro, y así sucesivamente, fijos e inmóviles.
—Manso hasta ahora, ¿verdad? —comentó el viejo soldado. Olmy lo miró, miró la pantalla. No sabía qué le estaban mostrando.
—¿Esto es un diagrama de la mente de esta criatura?
—Es un jart —dijo el agitado Mar Kellen—. Tiene que serlo.
Esto representa la mente y los recuerdos del jart. He pasado horas aquí, observándolo. A veces me decía: «Esto es lo que mató a Beni.» Luego tenía que marcharme para no enloquecer.
Olmy miró los dibujos con fascinación. Había tocado el borde de la personalidad de la criatura. No bastaba para determinar si era entera o parcial, dañada o intacta, ni siquiera para saber si estaba en memoria activa o inactiva; pero constituía una oportunidad sin precedentes, y un misterio impenetrable.
Olmy notó cómo su cuerpo estabilizaba una oleada hormonal.
—Da escalofríos, ¿verdad? —preguntó Mar Kellen—. Demasiados misterios.
—En efecto. —Olmy se acercó al cuerpo preservado, dejando que su mente y sus procesadores implantados reflexionaran sobre el problema—. ¿No se lo has mostrado a nadie más?
Mar Kellen sacudió la cabeza.
—No he estado en contacto con nadie. Beni... yo estaba... —Miró a Olmy con ojos entornados, tensos de dolor—. Curándome. Resucitándome.
Olmy apartó los ojos para no ver la angustia del viejo soldado.
Había afrontado más peligros de los que podía recordar. Había puesto a prueba su coraje con perversa regularidad. Ni siquiera un tratamiento talsit puro —algo a lo que no se había sometido desde hacía cuatro años— podía aflojar el apretado nudo del afán de aventuras. Pero no disfrutaba del peligro. Había tenido muy pocas experiencias extraordinarias durante las últimas décadas. También él se había cansado de la Tierra, de su cenagal de necesidades y su exceso de infortunio.
Pero nunca en todas sus vidas había sentido el temor que sentía ahora.
Aquello que estaba dentro del banco de memoria —una personalidad jart, si Mar Kellen estaba en lo cierto— había tenido fuerza suficiente para dañar a Mar Kellen y matar a su compañera.
—No me lo agradezcas —dijo Mar Kellen sin sonreír—. Ahora que te he traído aquí, estoy... —Emitió un borbotón de símbolos rojos y amarillos, símbolos personales que para Olmy no significaban nada pero que estaban estructurados siguiendo la vieja forma de una plegaria naderita—. No quiero nada, de hecho. Ni siquiera me interesan los privilegios. Ya no hay muchas cosas que me interesen. La maté al traerla aquí.
Olmy despertó de su ensoñación.
—Has dado con algo muy importante. Aún no sé bien qué es...
—Ya no siento curiosidad. Si es importante, es tuyo. En realidad ya he vivido demasiado —murmuró Mar Kellen, el rostro bañado por aquellas luces vibrantes. Parpadeó, se relamió los labios, miró a Olmy—: ¿Tú no?
Rhita estaba en la cubierta de popa del ferry de vapor
loannes
, que surcaba las aguas que separaban Rhodos de Alexandreia. Para protegerse del frío invernal, llevaba una capa marrón de la Akademeia y una túnica de lana de Rhodos, color mantequilla. Concentraba los ojos en el mar y en la encrespada estela del ferry. La acompañaba una solitaria gaviota que abría el pico y ladeaba la cabeza, posada a pocos brazos en la baranda de roble oscuro. El cielo gris se extendía sobre un calmo océano plomizo. Detrás de ella, grandes furgones de motor de Rhodos, Kós y Knidos se agazapaban a la sombra de la cubierta principal.
A los veintiún años se sentía aún más madura que a los dieciocho, y eso contribuía realmente a su madurez. Al menos no había perdido la capacidad para divertirse; tenía una saludable conciencia de su tendencia a hacer tonterías y lamentaba tener poco tiempo para darle rienda suelta.
Su cabello había conservado el color rojizo luminoso de su infancia, pero ahora lo llevaba más corto. Sus ojos grandes, verdes e inquisitivos, su tez pálida y su estatura habían cambiado en poco. No había pasado de la estatura media, aunque los hombros se le habían ensanchado. Había heredado la fuerza física del padre, así como sus manos de dedos largos y sus piernas largas.
Rhita sólo había visitado Alexandreia dos veces, ambas antes de cumplir los diez años. Su madre Bereniké prefería mantener a su única hija cerca del Hypateion y lejos de las seducciones cosmopolitas de la ciudad central de la Oikoumené.
Bereniké había sido una discípula ávida de Patrikia, y se había casado con Rhamon, el hijo menor de la sophé, más por deber que por amor. Había amado a su hija con vehemencia, viendo en ella la joven imagen de Patrikia. De aspecto, sin embargo, Rhita se parecía más a su madre que a su abuela.
Ya hacía un año que había muerto su madre, y casi nueve que había muerto Patrikia. Su padre seguía enzarzado en una lucha por el control de la Akademeia —compitiendo con elementos teocráticos que su madre había despreciado abiertamente— y parecía mejor que ella llevase su talento y sus conocimientos al lugar donde más podían aprovecharse. Si la Akademeia se hundía, al menos ella estaría en otra parte, tal vez para fundar un nuevo Hypateion.
Estos problemas, sin embargo, no constituían su mayor inquietud. Al contrario, le parecían poca cosa comparados con su principal preocupación.
Durante sesenta años, Patrikia había buscado una abertura huidiza en un lugar que ella llamaba la Vía. Esta escurridiza puerta había aparecido varias veces en diferentes lugares del mundo, sólo el tiempo suficiente para tentarla, sin que llegara nunca a localizarla con precisión. Patrikia había muerto sin encontrarla.
Ahora Rhita conocía la situación exacta de la puerta. Había permanecido en una posición fija por lo menos durante tres años. Poseer ese conocimiento no la consolaba. Se había habituado a su papel, pero no por ello le agradaba.
Aquel conocimiento la había despojado de su vida. Su abuela, pensaba, le había impuesto una carga excesiva al sintonizar el instrumento para que respondiera únicamente a su tacto.
Tal vez Patrikia estaba un poco chiflada un año antes de morir. En cualquier caso, había legado a su nieta una abrumadora responsabilidad.
Todo lo demás —su solicitud para estudiar en el Mouseion, su vida personal, todo— quedaba subordinado a ese conocimiento.
Ni siquiera se lo había contado a su padre.
Rhita había esperado tener una vida apacible, pero al mirar el ave marina que se alisaba una pluma, reconoció con un suspiro que no sería posible en este mundo. Aun sin los Objetos, la vida en la Akademeia sería difícil. Todo aquello que ella amaba y conocía quedaba atrás.
Llevaba la clavícula y la máquina de soporte vital en un gran baúl cerrado; en un maletín también llevaba la «pizarra» de su abuela, una tablilla electrónica para leer y escribir. Estaban custodiados por Lugotorix, su guardaespaldas kelta, en su cabina. Lugotorix no llevaba armas, pues la sophé detestaba las armas y la guerra, pero no por ello era menos letal. A pesar de la filosofía pacifista del Hypateion, Rhamón era un hombre práctico, en ocasiones asombrosamente ingenioso y mundano. Los servicios de Lugotorix se pagaban en bienes más valiosos que el dinero: sus dos hermanos estudiaban en la Akademeia. Con semejante educación, podrían superar los prejuicios que habían perjudicado a los de ascendencia kelta desde el levantamiento del siglo XXI.
Rhita se sentía en contacto permanente con la clavícula; si algo le sucedía, ella lo sabría y quizá pudiera encontrarla, adondequiera que la llevasen. Con Lugotorix montando guardia, pocos intentarían arrebatársela, pero ni siquiera el kelta sabía lo que protegía.
Llegado el momento oportuno, Rhita solicitaría una audiencia a la reina Kleopatra. Presentaría sus pruebas.
Prefería no pensar en lo que sucedería después.
Habiendo tomado suficiente aire marino por el momento —el humo giraba en el viento cambiante y lo llenaba de cenizas—, Rhita regresó a su estrecho camarote y envió al taciturno y corpulento kelta de cabello moreno a descansar. Se desvistió y se puso una sencilla bata hindi de algodón. Metiéndose entre las gruesas sábanas, encendió una lámpara eléctrica de poca potencia y sacó de su maletín el pequeño teukhos de madera, la caja-libro que contenía la pizarra de su abuela y los cubos de música y literatura, incluidos sus propios diarios.
En esta Tierra no existía nada semejante a la pizarra, aunque en pocos años los matemáticos y mekhanikoi de la Oikoumené prometían crear grandes máquinas calculadoras electrónicas. Patrikia les había revelado la teoría en que se basaban esas máquinas, en reuniones celebradas poco antes de su muerte.
Rhita comprendía su responsabilidad en el cuidado de aquellos Objetos. En sentido literal, llevaba consigo el destino de la Akademeia de Rhodos; los Objetos demostraban que Patrikia decía la verdad. Sin ellos —por ejemplo, si el ferry se hundía en el mar y los Objetos se perdían— no habría pruebas, y con el tiempo la historia de Patrikia se consideraría un mito o, peor aún, una mentira. Pero fuere cual fuese el peligro, adondequiera que ella fuese, Rhamón había ordenado que Rhita llevara siempre los Objetos consigo.
Rhita había leído muchas veces las notas de su abuela, comparando la historia de su Tierra con la historia de Gaia. Leía las notas de la pizarra con la misma delectación con que hubiera leído viejos cuentos de hadas.
La Tierra moderna que describía su abuela era un lugar fabuloso, aunque horripilante; un mundo que se había quemado vivo con su genio y su locura.
Un cubo contenía varias historias completas de la Tierra. Rhita las había leído atentamente y llegado a conocer la historia de ese otro mundo casi tan bien como la de Gaia. En la Tierra, Megas Alexandros había intentado conquistar el Hindustán y sólo había triunfado en parte, al igual que en Gaia. Pero en la Tierra, Alexandros no había caído de una embarcación al encrespado río Hydaspés, no había contraído neumonía ni había yacido enfermo un mes, para recobrarse del todo y llegar a la vejez. En la Tierra, las tropas del gran amo del mundo lo habían obligado a retroceder. Se había puesto enfermo en otra localidad y había muerto joven en Babylón. Allí, le había dicho Patrikia, estaba la bifurcación donde se separaban ambos mundos.
Rhita a menudo pensaba en escribir novelas fantásticas acerca de esa otra Tierra. Tal vez lo hiciera algún día; le gustaba la literatura cuando no estaba enfrascada en sus estudios de física y matemática.
Pero ¿quién podía imaginar un mundo donde la Oikoumené se había fragmentado entre los leales sucesores? Las guerras entre los sucesores, la transformación del imperio de Alexandros en reinos rivales —Aeyptos dominado por la dinastía tolemaica, Syria por los seleucitas—, y al fin, con el ascenso de Latiné, todo el Pontos Medio controlado por Rhoma...
Rhoma, en el mundo de Rhita, era una ciudad pequeña y turbulenta de la conflictiva Italia, de ninguna manera la sucesora de Helias. En la Tierra, en cambio, Rhoma había crecido hasta destruir Karkhedon —Carthago en la lengua latina—, poniendo fin a la historia de ese imperio comercial un siglo y medio antes del nacimiento del poco conocido mesías ioudaico Jeshua, o Jesús. Karkhedon nunca había ido a colonizar el Nuevo Mundo, y Nea Karkhedon nunca se había rebelado contra la madre patria para dominar el océano Atlántico y convertirse, junto con los libyos y los rhus nórdicos, en uno de los enemigos de la Oikoumené.
En Gaia, Ptolemaios Seis Sótér III había derrotado las tribus de Latiné, incluida la de los rhomanos, en el A. A. 84, y garantizado a los Ptolomeos los derechos a perpetuidad sobre Aigyptos y Asia.
En Gaia había plantas de energía nuclear, enormes construcciones experimentales construidas en la Kyrénaiké, al oeste del Nilos. Había naves-gaviota de propulsión y cohetes que transportaban satélites, pero no hombres en órbita; no había bombas atómicas, ni andanadas de misiles que pudieran arrasar continentes, ni estaciones orbitales que pudieran lanzar rayos de la muerte. Muchos de estos prodigios formaban parte del saber secreto de la Akademeia; Patrikia había aprendido duras lecciones en sus reuniones con el abuelo de Kleopatra.
Gaia, a pesar de sus contratiempos, parecía un lugar más seguro y habitable. ¿Por qué, entonces, ir en busca de la Tierra? ¿Por qué buscarse esos problemas?
No estaba segura. Quizá con el tiempo comprendiera sus propias compulsiones, sus propias lealtades. Hasta entonces, hacía simplemente lo que el destino le ordenaba desde su infancia, lo que su abuela le había dado a entender sin palabras.
Rhita recorrió los textos registrados por su abuela en la pizarra y llegó a la descripción de la Vía, que había leído más de cien veces. Era un mundo aún más fabuloso y extraño que la Tierra. ¿Quién en la Oikoumené, o en todo este mundo, podía comprender o creer semejantes cosas? ¿Patrikia habría soñado esos prodigios, creándolos a partir de sus pesadillas? Humanos sin forma humana, un hombre que había sobrevivido a la muerte varias veces, un cosmos tubular e inmensamente largo...
Rhita se durmió. No tardó en sonar la campanilla de la cena; Rhita se vistió de nuevo y dejó el camarote al cuidado de Lugotorix. Él comió a solas de un recipiente que le mandaron de la cocina del barco.
Rhita comió con los demás pasajeros, en su mayoría tyrios e ioudaicos, en el estrecho comedor situado encima de la cubierta principal, ignorando las miradas lascivas de un comerciante tyrio ricamente ataviado.
Echaría de menos el Hypateion y la espontánea igualdad de los sexos.
Los cielos de Alexandreia estaban despejados, como de costumbre.
El ferry dejó atrás el Pharos de cuatrocientos brazos de altura a la mañana siguiente. Rhita estaba a popa, protegiéndose del frío. Este Pharos era el cuarto de su especie, el más alto de todos, un monstruo de hierro, piedra y hormigón construido ciento sesenta años antes. Los apiñados edificios de las colinas de Alexandreia tenían un color rosado bajo la luz de la mañana, verdoso en las partes sombreadas. Los palacios de mármol y granito del promontorio de Lokhias irradiaban un resplandor naranja sobre la plácida y grisácea bahía Real. Al noreste del promontorio había cajones hidráulicos —hundidos en el suelo de la bahía para impedir que las aguas del puerto anegaran los edificios bajos— que tachonaban la costa como piezas de marfil, enlazados por hileras de piedras apiladas y mampostería.