A Rhita, aquella celebérrima ciudad, centro de la cultura y el conocimiento humanos —o al menos de la cultura de la Oikoumené —, le parecía irreal.
El ferry atracó en el Gran Puerto y descargó sus furgones de motor por una ancha lengua de acero. Volutas de humo grasiento y vapor flotaban desde la cubierta de carga hasta la rampa de pasajeros donde Rhita y el kelta cargaban con sus bártulos.
Tras bajar la rampa entre formales empresarios aithiopes cubiertos de pieles y plumas y bullangueros e insistentes buhoneros aigypcios de túnica negra, lograron cruzar el muelle sin que los molestaran. Rhita miró a su alrededor por si alguien había ido a recibirlos, sin saber qué haría Kleopatra ni si todavía tenía en cuenta a su abuela. A un lado del muelle, en un corredor angosto reservado para taxis de motor y carros tirados por caballos, un largo y desvencijado carromato negro de pasajeros escupía vapor mientras el conductor fumaba un puro negro grueso con aroma a clavo. En una pizarra apoyada contra una portezuela abierta mostraba en tiza la leyenda vaskayza-mouseion.
—Creo que es el nuestro —dijo Rhita.
No era la más elegante de las recepciones. No había guardias de seguridad, o al menos no a la vista.
Mientras se aproximaba al carromato, Rhita sintió nostalgia de su inocencia. La ciudad, una presencia palpable y aromática —aceite espeso y acre, nubes de vapor dulzón, bostas humeantes de caballo, mugrientas masas de viajeros y mercaderes—, podía engullirla y masticarla sin dar la menor explicación. Por primera vez, Rhita sintió agudamente su falta de poder. Su abuela siempre había tenido mucho aplomo. ¿Cómo estar a su altura en un lugar tan enorme y abrumador?
Rhita y Lugotorix se presentaron al conductor, quien apagó el cigarro contra el borde tiznado de la puerta, se guardó la colilla en el bolsillo de un pantalón roñoso y subió al pescante. Montaron en el carromato. Con un siseo y unas sacudidas, el vehículo arrancó por un paseo ancho bordeado por antiguos peristilos de mármol. Doblando a la izquierda al llegar a una arcada alta de mármol, enfiló hacia el Mouseion, la Gran Biblioteca y Universidad de Alexandreia.
—Es una mujer joven y apuesta —le dijo el bibliophylax del Mouseion, colocando su taburete ante la reina—. Se parece más a su madre que a su abuela, pero su ex pedagogo me asegura que es como la sophé Patrikia. Llegó al puerto con un corpulento bárbaro del norte, un criado, según mis informadores, y en menos de una hora estará en sus aposentos provisionales.
Kleopatra XXI movió su cuerpo bajo
y
rechoncho en el trono informal. La rosada cicatriz que le cruzaba el rostro desde la sien izquierda hasta la mejilla derecha, estropeándole el puente de la nariz y entrecerrándole un ojo, contrastaba con su tez lisa y clara. No conservaba la belleza de su juventud; los hasisins libyos se habían encargado de ello veinte años antes, durante su visita oficial al Ophiristan. Ya no le interesaba tener amantes —había perdido a sus tres consortes favoritos en ese día aciago—, así que no se preocupaba por su apariencia. Kleopatra se daba por contenta con haber conservado su buena salud y su lucidez.
El famoso y seco sol de Alexandreia bañaba el gastado mármol blanco del pórtico interior de la morada real con una franja dorada y rozaba la pantufla izquierda de la reina, realzando la uña de un dedo sin pintar pero exquisitamente cuidada.
—Sabes que consentí en exceso a esa sophé —dijo.
Su abuelo había decretado que Patrikia Luisa Vaskayza fundara una akademeia en Rhodos. La Akademeia de Rhodos, llamada Hypateion en honor de una matemática que nadie había oído nombrar en Alexandreia, había competido durante los últimos cincuenta años con el Mouseion de Kallimakhos por los subsidios para investigación, y recibido importantes aportaciones reales.
La Akademeia había producido obras útiles y sorprendentes, pero todos en palacio —y gran parte de la prensa popular— sabían que la prioridad máxima de la sophé consistía en encontrar un modo de regresar a su hogar. La mayoría la había considerado un poco loca.
—Estás exponiendo una opinión real, mi reina.
—Déjate de rodeos, Kallimakhos.
La meliflua expresión del bibliophylax se avinagró un poco.
—Sí, mi reina. La consentiste en exceso, a expensas de eruditos mucho más dignos, con una educación más formal y cuyas propuestas eran más útiles.
La reina sonrió. Aquellas palabras parecían menos ciertas cuando las decía el bibliophylax.
—Nadie en el Mouseion ha hecho tanto por la matemática y el cálculo. Por la cibernética —recalcó, pronunciando la palabra tal como lo hubiera hecho la sophé. Hundió el dedo del pie en la luz del sol como en un arroyo. Por un instante, el color de la cálida y divina luz solar y la brisa seca y fresca del mar la arrancaron de la realidad. Cerró los ojos—. Hasta una reina necesita un entretenimiento —murmuró.
Kallimakhos guardó un respetuoso silencio, aunque tenía mucho más que decir. La Liga de Mechanikoi de la Oikoumené había presentado sus propuestas de obtención de armas al palacio haría dos semanas. El año anterior el gobierno rebelde de Nea Karkhédón, situada al otro lado del Atlántico, había atacado veinte veces las rutas de aprovisionamiento de la Oikoumené en el hemisferio sur. Una década antes los rebeldes habían desestimado todos los contratos hechos por Karkhédón y estaban formando una alianza con las fortalezas isleñas de Hiberneia-Pridden y Angleia. El bibliophylax esperaba que las necesarias obras de defensa significaran suculentos contratos para su Mouseion. En cambio, estaba hablando de la nieta de la sophé Patrikia. La sophé y su familia lo habían estorbado durante sus treinta años de gestión, y habían estorbado a su predecesor varias décadas antes.
Kleopatra sonrió a Kallimakhos —una sonrisa comprensiva y maternal a pesar de la cicatriz— y meneó la cabeza.
—Debes acogerla en el Mouseion. Debe concedérsele el rango de su padre...
—Ese hombre no es comparable a su madre —le dijo Kallimakhos.
—Y se debe permitir que ella continúe con sus investigaciones.
—Excusa mi insolencia, querida reina, pero ¿por qué no se ha quedado en el Hypateion de Rhodos? Allí podría continuar mejor la labor de su abuela.
—Su solicitud especifica que desea como ayudante a tu mekhanikos Zeus Ammón Demetrios. Demetrios ha accedido, en una reunión privada que tuvimos. Espero que esto no te moleste, amado Kallimakhos.
Sabía que le molestaba, y esperaba que él pasara por alto ese acto de prestidigitación. Su relación con la reina lo beneficiaba tanto que no permitía que una pequeña, aunque constante, molestia como la familia Vaskayza lo irritara más de la cuenta.
—Se hará tu voluntad —dijo el bibliophylax, inclinándose y tocando el suelo con el cuello de su toga negra de estudioso.
Un chillido rasgó el cielo, seguido por un temblor en los cimientos del palacio y un estruendo sordo y distante. Kallimakhos se puso de pie mientras la reina se levantaba y la siguió respetuosamente, las manos entrelazadas, hacia el pórtico. Ella se apoyó en la barandilla y vio una columna de humo en el Brukheion, en pleno barrio judío.
—De nuevo los libyos —dijo. Tenía la cicatriz más roja, pero su voz era suave y tranquila—. ¿Tenemos noticias de Karkhédón?
—No sé, mi reina. No tengo acceso a tales comunicados.
Esto irritaría aún más a la milicia judía, y ya era del dominio público que no apoyaba a Kleopatra. Kallimakhos se preguntó cómo sacar partido de este nuevo ataque.
Kleopatra se volvió lentamente y regresó al interior, donde descolgó el auricular de un recargado teléfono dorado. Despidió al bibliophylax con un movimiento de cabeza.
Una hora después, al término de una reunión con sus generales y el jefe de Seguridad de la Oikoumené, ordenó que un escuadrón de naves-gaviota partiera desde Kanopos para bombardear la ciudad libya rebelde de Tunis.
Luego regresó a sus austeros aposentos privados y se sentó con las piernas cruzadas en una alfombra bereber. Cerrando los ojos, procuró dominar su profunda cólera.
Tenía muy poco tiempo para sus aficiones, pero su palabra seguía siendo ley en el Mouseion, aunque no siempre en la levantisca Boulé. Rhita Bereniké Vaskayza...
Kleopatra ya no creía posible encontrar una puerta hacia otro mundo. Pero aun en una época de cruenta guerra civil y gravísimas amenazas para la Oikoumené, se permitía esa necia obsesión.
La mitad de la casa de los Lanier era de piedra centenaria y madera rústica, y descansaba sobre un subsuelo de piedra y hormigón y cimientos profundamente hincados en una ladera arbolada. La otra mitad, añadida cuarenta años antes, cuando ellos la habían ocupado, era más moderna; blanca y austera, aunque bien diseñada y confortable, con una cocina nueva y espacio para el equipo que él había necesitado para su trabajo. Ese equipo todavía permanecía contra una pared del estudio; era una pequeña consola de comunicadores y procesadores que le habían permitido mantenerse al corriente de la situación de casi todos los lugares de la Tierra: su enlace con el Hexamon Terrestre a través de Christchurch y los distritos orbitales. Hacía seis meses que no entraba en el estudio.
Durante la marcha, Lanier sentía un cosquilleo en la nuca que le recordaba continuamente la presencia de su acompañante. Subieron la escalinata —Lanier con las piernas doloridas—, y se detuvieron en el porche mientras él abría la puerta. No sabía si Karen habría regresado. Con frecuencia, cuando estaba ocupada en una misión, permanecía un par de noches en Christchurch o en una aldea cercana. En realidad no le preocupaba que ella tuviera uno o más amantes (aunque le habría molestado que se acostara con Fremont); no tenía pruebas de semejante cosa y nunca había sido presa de esa clase de celos, pues el sexo se contaba entre sus pasiones más débiles.
Karen no estaba en casa. Era un alivio, pues no sabía cómo describir ni explicar la presencia de aquel visitante. Aun así, sintió una punzada de pena al recorrer la casa vacía. Habían perdido muchas cosas durante los últimos años, casi todo aquello que lo había consolado en las duras y crueles décadas de la Recuperación.
—Entra, por favor —invitó.
Con el paso de los años, había adoptado el inglés preciso y casi oxoniense de Karen. Mirsky, o quien fuera ese hombre (Lanier tenía una explicación tan ridícula como la del visitante), se limpió las botas en el felpudo y entró, mirando con placer las antigüedades.
—Bonita casa —dijo—. Vives aquí desde...
—Entre una misión
y
otra, desde el 2007.
—¿Solo?
—Mi esposa y yo. Tuvimos una hija. Ella está perdida. Muerta.
—No he estado en una casa normal desde... —Mirsky enarcó las cejas y sacudió la cabeza—. ¿Puedes hablar con Olmy y Korzenowski desde aquí?
Lanier asintió de mala gana.
—Desde mi estudio; está al fondo de la casa.
Lanier titubeó ante la puerta cerrada del estudio. Su teoría, que le parecía cada vez más convincente, era que ese sujeto le parecía a Mirsky pero no lo era. No podía serlo. Alguien había creado un duplicado de Mirsky, aunque no se explicaba el porqué. ¿Cómo lo justificaría ante Olmy o Korzenowski... o ante cualquier otro? Ellos tendrían que comprobarlo por sí mismos.
—Adelante —dijo, abriendo la puerta y dejando escapar un tenue olor a polvo y aire enrarecido.
Después de su retiro oficial, Lanier había trabajado en aquella habitación para asesorar y guiar a quienes seguían sus pasos. Karen quería que ambos continuaran en plena actividad, pero él se había negado. Estaba harto. Tal vez allí había comenzado su separación. Evocó más recuerdos desagradables al mirar los proyectores y la consola de control montada en la pared sur. Tantos mensajes de desdicha y confusión, tantas misiones asignadas, para conducir al diagnóstico o tratamiento de tantos horrores indescriptibles.
Mirsky entró en la habitación.
—Tu propia estación terrestre. ¿Aún es importante para ti?
Lanier se encogió de hombros, como para librarse de todo. Se sentó ante la consola y la encendió. Surgió una pictografía roja de estado: una imagen en vivo de la Tierra tal como se veía desde la Piedra, envuelta en una serpentina de ADN. Una voz simulada preguntó qué servicios solicitaba.
—Necesito hablar con Olmy. Individuo de referencia previa. O con Konrad Korzenowski. Con uno o con ambos.
—¿Es una comunicación oficial o personal?
—Personal —repuso Lanier.
Reapareció la pictografía de estado, una bella maraña esférica de hebras rojas entrelazadas.
—¿Tú quieres verlos personalmente? —le preguntó Lanier a Mirsky.
El hombre asintió. Lanier enarcó las cejas y miró de nuevo la pictografía. Más sospechoso aún. ¿Pero quién querría perpetrar un atentado? Esas cosas no eran inauditas en la política del Hexamon Terrestre —últimamente, al menos— pero sí infrecuentes. Y los viejos nativos no tenían la tecnología necesaria para crear duplicados físicos. Cuanto más lo analizaba, más fácil le resultaba creer que el hombre era Mirsky.
—Ser Olmy se niega a comunicarse en este momento —le informó la consola—. He localizado a Konrad Korzenowski.
Una imagen de Korzenowski apareció en el estudio, proyectada a dos metros de Lanier. El legendario Ingeniero, que se había retirado de la Recuperación para dedicarse a la investigación de base, miró intensamente a Lanier, sonrió y se encaró con Mirsky. La imagen vibró levemente por efecto de un retraso energético o una interferencia y se estabilizó, aparentando tanta solidez como los demás objetos de la habitación.
—Garry. Han pasado años. ¿Karen está bien? ¿Y tú?
—Estamos bien. Ser Korzenowski, este hombre dice que debe hablar contigo. —Lanier se aclaró la garganta—. Afirma ser...
—Su semejanza con el general Pavel Mirsky es asombrosa, ¿verdad?
—No sabía que os conocíais —dijo Lanier.
—Nunca nos vimos personalmente. He estudiado los documentos muchas veces. ¿Eres ser Mirsky?
—En efecto, ser. Me honra conocer a un individuo tan distinguido y me complace saber que estás bien.
—¿Este hombre es Pavel Mirsky, Garry? —preguntó Korzenowski.
—No entiendo cómo es posible, ser Konrad.
—¿De dónde ha venido?
—No lo sé. Salió a mi encuentro en una ladera, cerca de mi casa... Mirsky escuchaba en impasible silencio.
Korzenowski reflexionó. Todavía lleva una parte de Patricia Luisa Vasquez, pensó Lanier. Sus ojos lo delatan.