Imposible.
Tuve que cambiar para saber todo esto, y cambié de hecho muchas veces a lo largo de decenios y centurias de fuga. Me convertí en muchas personas, y a veces una de ellas apenas reconocía a la otra hasta que podían fundirse, intercambiar chismes personales. Ya no era el ruso Mirsky —quizá no lo había sido desde mi asesinato en la biblioteca de Thistledown— sino un habitante de los vecindarios geshels de Axis Nader y Ciudad Central. Un ciudadano de un nuevo mundo, adaptándose a su improbable entorno. Ya no éramos amos de todo lo que veíamos, como en un tiempo casi lo había sido Ciudad de Axis...
Observé la evolución de los humanos que habían venido conmigo desde la Tierra, o su disolución, su muerte... la última forma de morir que les quedaba a los inmortales: olvidarse de sí mismos y ser olvidados por los demás. Los otros sobrevivimos, y nos mezclamos.
Desde nuestro punto de vista, el viaje duró siglos. Sabéis que el tiempo es variable, mucho menos importante de lo que nuestra juventud y debilidad otrora nos hacían creer: flexible pero siempre presente, distorsionado y deformado hasta ser casi irreconocible.
Viví muchos tiempos diferentes: el tiempo de la ciudad que recorría la Vía a velocidades relativistas; mi tiempo en el nivel de alta velocidad de Memoria, de Ciudad; el tiempo que pasaba comunicándome directamente con mis compañeros de viaje, como ahora lo hago con vosotros.
El tiempo se contraía como un resorte. Si todo mi tiempo se estirase formando una línea recta, habría vivido mil años, según vuestra escala.
Hacía mucho que habíamos pasado el punto de la Vía donde se podía tener acceso a los últimos momentos de este universo. Si hubiéramos abierto una puerta allí, algo que no nos era posible hacer, habríamos presenciado la muerte de todo lo que habíamos conocido, de todo lo que estuvo —aun remotamente— conectado con nosotros. Y seguíamos huyendo. Yo había desertado de mi universo.
Curiosamente, ese momento no fue especialmente trascendental. Nos habíamos encerrado en nosotros mismos de un modo extraordinario, como un insecto en su crisálida. Nos habíamos aislado de nuestro entorno aun mientras lo estudiábamos.
La Vía
desembocó en un inmenso y tortuoso túnel. Nuestro tránsito por el túnel no respetaba ninguna geodesia racional. Ya no había una falla, una singularidad en medio; la ciudad no podía extraer su energía de los generadores de la falla, así que sorbía energía de la atmósfera ligera de partículas y átomos sueltos de la Vía. Y por este motivo, desacelerábamos rápidamente. Al cabo de diez años de nuestro tiempo básico, la ciudad viajaba a velocidades inferiores a las relativistas.
La Vía se ensanchó. Estudiamos aquella ampliación, y previmos lo que nos aguardaba, una vasta ampolla de espacio-tiempo que coronaba la Vía sin terminarla, finita pero ilimitada.
Habíamos entrado en el huevo de un universo nuevo. No podíamos sobrevivir como seres materiales dentro de ese huevo. El plasma naciente de masa y energía potenciales nos habría disuelto como sal en el agua. Pero aprendimos a superar tal eventualidad.
Toda la ciudad, todos sus habitantes, trabajaron para transformarse. Esperábamos morir, en cualquier momento dejar de existir, pues éramos niños frente a un horno furibundo. Pero había otra posibilidad, muy remota.
La posibilidad de que pudiéramos adaptarnos al huevo-horno, vivir en él, y al fin moldearlo hasta formar un universo maduro. Cortaría su conexión con la Vía, erraría por el superespacio, y dentro del huevo-horno nuestro yo transformado generaría alas de mariposa para renacer.
¿Pecábamos de inmodestia al planear convertirnos en dioses? No teníamos opción. Habíamos llegado al final de la Vía, si tenía final, y no podíamos retroceder. No teníamos otra opción que crear nuestro propio universo.
Para ello, teníamos que abandonar todos nuestros contactos materiales. Teníamos que imponernos en el fundamento del espacio y del tiempo, más allá y por debajo de la energía y la materia, más allá del contacto del plasma amniótico.
Observé cómo mis compañeros se rodeaban de murallas de luz, grandes rosetones de personalidad extendiéndose y difuminándose en los bordes, pintados en las paredes de la ciudad, usando la masa de la ciudad como un freno provisional para no disolverse. La luz de cada uno tocó la luz de todos. Todos los vestigios de nuestra humanidad se vertieron en una vasta sexualidad que se fundía. Casi perdimos de vista nuestra meta. Pudimos haber quedado aturdidos por nuestra inmersión en el reconocimiento, el amor y el placer, y caído en el horno como una mariposa enamorada. Pero recobramos el control, y logramos dar el paso siguiente.
Con nuestra unión, todo aquello que éramos formó una frágil y exquisita trama de pensamientos urdida con los vestigios de la ciudad. Extendimos esa trama hada los vientos de partículas de la Vía, mucho más calientes ahora que el huevo-horno estaba tan cerca. Nos endurecimos, nos condensamos, y al final nos elevamos por encima de la luz y la energía.
Florecimos en el interior del horno, lo sometimos a nuestra voluntad, le dimos ímpetu para expandirse convirtiendo la masa restante de la ciudad en energía, trastocando el equilibrio. El huevo sin límites comenzó a hincharse y enfriarse, y su plasma amniótico a condensarse y cobrar forma.
Nos convertimos en forjadores de mundos. Por un momento pensamos en reproducir nuestro universo natal, volviendo a crear las galaxias, las estrellas, todo de nuevo. Pero pronto aprendimos que no podíamos hacerlo. Aquel universo era mucho más restringido que el nuestro. Sus raíces eran más humildes, pues no brotaban del suelo del superespacio, sino de la torturada extensión de la Vía. Sería más pequeño, menos complejo y ambicioso. Aun así, podíamos modelar un lugar
fascinante, un universo que absorbiera todas nuestras aptitudes creativas... siempre que fuéramos cuidadosos.
Ser un dios era mucho más difícil de lo que podíamos imaginar. Desde el principio habíamos supuesto que una voluntad consciente, o la combinación de muchas voluntades conscientes, podía forjar y controlar un universo. Concentramos nuestra ínfima voluntad y forjamos y creamos, guiamos y afinamos, de maneras que no puedo describir, porque en este cuerpo no puedo recordarlas, y aunque pudiera no podría adecuarlas a mis pensamientos.
Durante un tiempo pareció que todo iría bien. Nos regocijamos de nuestro dominio. Éramos como un niño en un campo de juego enorme. El universo se volvió bello. Comenzamos a crear los equivalentes de seres vivientes y pensantes, para que fueran nuestros compañeros, quizá para que con el tiempo retuvieran nuestras personalidades. Aún añorábamos la forma material. Aún estábamos influidos por nuestros orígenes.
Y luego comenzó a fallar. El universo se rasgó, decayó, se partió. Sus límites se replegaron, devorando y transformando el orden que habíamos establecido en un caos agrio y caliente. Habíamos errado en nuestros cálculos. Una sola voluntad no podía crear un universo estable. Tenía que haber contraste y conflicto.
Intentamos desesperadamente separarnos en fuerzas contrarias para reparar el daño. Pero ya era demasiado tarde.
El dios en que nos habíamos convertido fracasó.
Todos habríamos cesado de existir, disueltos en los jirones de nuestro fracaso. Pero oímos otra voz.
Era una voz menos exaltada, menos fervorosa que la nuestra, y parecía lejana. Pero era mucho más práctica y experimentada, mucho más diversa. Por un tiempo creímos haber oído la voz de otra deidad, u otras deidades, pero eso se debía a nuestra ignorancia. Por avanzados que estuviéramos, éramos increíblemente ignorantes e ingenuos.
Lo que oíamos era la voz de nuestros descendientes, llegando a nosotros desde los confines de nuestro universo. Todos los seres inteligentes que habían crecido y envejecido con el cosmos donde habíamos nacido habían detectado nuestro fracaso, y nos sentían atrapados en su interior. Ya no eran materiales, ya no se podían distinguirlas que nosotros como individuos, pero la suya era una inteligencia, más compacta y práctica. Se habían convertido en la Mente Final, unida y coherente, pero constituida por muchas comunidades de mentes.
Nos rescataron. Nos capturaron por el cordón todavía abierto de la Vía, que nunca se había separado del todo de nuestro horno-huevo.
No era un rescate magnánimo. Nos necesitaban.
¿Es apropiado describir las emociones de un dios fracasado? Sentíamos pesadumbre, una profunda vergüenza. Nos comparamos con esa otra matriz de pensamiento, y vimos que éramos menos que infantiles; éramos pueriles. Éramos un joven que aspiraba a ser vino añejo. Habíamos producido vinagre.
Pero fuimos perdonados, curados, devueltos al equivalente de la salud. Fuimos bienvenidos en la comunidad de pensadores (uno y varios al mismo tiempo) que ocupaba el final del viejo universo. Nos revelaron muchas cosas.
Fui reconstituido a partir de la totalidad de mi matriz, aislado, una experiencia peor que la muerte, os lo aseguro; peor que la pérdida de la familia, la ciudad, el país o el planeta.
Lloré y enloquecí, y me reconstituyeron de nuevo, con refinamientos. Al cabo de muchos intentos, me estabilizaron y me enviaron de vuelta aquí.
Traigo un mensaje, y una solicitud, si así puede llamarse. Tienen sus limitaciones estos descendientes de todos los seres inteligentes que hoy viven. Y tienen sus deberes. Deben conducir el universo hacia un final honorable y total, hacia una conclusión estética. Pero no poseen recursos infinitos.
Soy más de lo que parezco, pero mucho menos de lo que son quienes me enviaron aquí, y debo convenceros de algo.
He descrito la Vía como un gran gusano que serpentea por las entrañas del universo. Como sabéis, se extiende más allá de nuestro universo. El universo no puede morir con semejante construcción artificial y joven recorriendo su cuerpo; mejor dicho, no puede morir bien. Sólo puede morir mal, y nuestros descendientes no pueden lograr aquello a lo que aspiran.
Lanier despertó de la proyección y fijó los ojos en Mirsky. Una imagen persistía en su mente. Lo aterraba. Trató de recordarla con claridad, pero sólo podía obtener la vaga impresión de que ciertas galaxias eran escogidas, a lo largo del tiempo, para el sacrificio.
Galaxias muriendo para proporcionar la energía que requería el proyecto de la Mente Final.
Le palpitaba la cabeza y sentía náuseas, como si hubiera comido en exceso. Se arqueó con un gemido.
Korzenowski le apoyó una mano en el hombro.
—Comparto tu angustia —murmuró el Ingeniero. Lanier miró a Mirsky, que había soltado el proyector.
—¿Qué demonios eres? —preguntó débilmente. Mirsky no respondió.
—Debéis reabrir la Vía, y debéis destruirla desde este extremo. De lo contrario, hemos traicionado a nuestros hijos del final del tiempo. Para ellos la Vía es como una bola de pelo enorme, una obstrucción. Somos responsables de ella.
Al anochecer del cuarto día que pasaba en Alexandreia, al cabo de siete frustrantes horas de caminar de aula en aula, tratando de orientarse en el laberinto de edificios, Rhita estaba a solas en su habitación, digiriendo la extraña y nauseabunda comida que le habían servido en el comedor de las mujeres, y se permitió un momento de suprema nostalgia y congoja. No podía hacer nada salvo llorar. Al cabo de unos minutos, se irguió en la dura litera y analizó su situación.
Aún no había recibido noticias de Kleopatra.
Aún no se había reunido con el mekhanikos Demetrios, su didaskalos designado. En una de las raras ocasiones en que le proporcionaba información útil, Yallos le dijo a Rhita que se reuniría con el didaskalos al cabo de una semana, pues de lo contrario su prestigio en la competencia académica podía decaer. Se sentía perdida; tenía una cita con el hombre desde la semana anterior a su partida de Rhodos. Cuando preguntó en su oficina, en un oscuro, antiguo y destartalado edificio del lado oeste del Mouseion, un engreído ayudante le respondió: «Lo han llamado a Krété para una conferencia. Regresará dentro de un mes.»
Si había algo peor que la indignidad, era su desorientación y alienación. Aquí nadie la conocía, y nadie parecía interesado en ella. Las mujeres —con la desafortunada excepción de Yallos, por quien Rhita sentía una fuerte antipatía— la ignoraban o la eludían. Yallos, con aire de acudir al rescate de una rústica, se había convertido en la asesora informal de Rhita.
Para las mujeres de aquel ruinoso edificio de dos plantas, ella era una «isleña» tosca e incivilizada. Peor aún, pertenecía a una familia ilustre pero el Mouseion no le había otorgado ningún privilegio. Su situación social era un enigma, y ella era presa del desdén. Aun en su presencia murmuraban sobre ella. Había oído el rumor de que el kelta era su «amante isleño».
Tal vez fuera por envidia.
No era libre de irse del Mouseion para recorrer las calles de Alexandreia; sabía muy bien lo que podía ocurrirle allí a una «isleña» inocente. Y caminar con el corpulento y taciturno kelta a su lado no era precisamente lo que deseaba, aunque con el tiempo quizá recurriera a su compañía, tan sólo para alejarse del Mouseion.
No había visto el mar desde que se había alejado del Gran Puerto.
Rhita echaba de menos Rhodos, el sonido de las olas encabritadas cuando se aproximaba una tormenta, el verde y polvoriento olor de los olivares y el juego de las nubes deslumbrantes contra el cielo color lapislázuli. Echaba de menos la compañía de sus compatriotas, sencillos y soleados, como decía un refrán de la isla, y sobre todo a los niños de la playa.
Tal vez sólo fuera una «isleña».
De día a todas horas, y a veces de noche, por las rocosas y arenosas playas de Rhodos correteaban adolescentes, morenos y sin otra vestimenta que sus camisas o pieles de león. Solían ser avar altáis del sur de la isla o de las viejas barriadas de refugiados de Lindos; atezados, con ojos de oriental y cabeza redonda, malhablados, agitaban los brazos dorados mientras pescaban con lanzas en los lagos o llevaban detectores de metales improvisados para buscar monedas perdidas o restos de naufragios. En su adolescencia ella interrumpía sus estudios para corretear con ellos, riendo y aprendiendo su idioma, sus maldiciones y sus alegres expresiones de entusiasmo, musicales y ásperas al mismo tiempo, tan ajenas a la lengua helénica. Su madre los llamaba «bárbaros», una vieja palabra que ahora se usaba poco. Según la definición de su madre, la mayoría de los ciudadanos de la Oikoumené eran bárbaros.