—Tardé muchos años en valorarte. Sólo lo hice cuando estuvimos casados. Cuando ya habíamos trabajado juntos.
—Por favor, cállate —dijo Karen, pero sin enfado.
—Te convertiste en uno de mis brazos, una de mis piernas. Di por sentado que harías todo lo que yo hiciera. Te amaba tanto que me olvidé de que no eras yo.
—Había trabajo que hacer.
—Pero no es excusa. Y creo que también tú me perdiste de vista.
—No eres el único que tiene malos recuerdos —protestó Karen—. Yo regresé a Hunan, ¿recuerdas? Vi mi aldea, los campos. Olí la muerte, Garry, la descomposición. Había esqueletos de bebés al borde del camino, y no sabías si habían estado allí meses o años, si eran de la Muerte o de después, cuando sus padres los abandonaron porque no podían alimentarlos. No podíamos llegar a tiempo para todos. ¡No eres el único que tiene malos recuerdos!
—Lo sé —dijo Lanier, apoyándose en la jamba de la puerta.
—Yo puedo manejarlos. Puedo amarte más tiempo. No quiero que te vayas. Odio esa idea.
—Lo sé.
—Entonces regresa a mí. Todavía puedes rejuvenecerte. Nos quedan siglos. Siglos de trabajo.
—No es mi estilo. Ojalá pudieras aceptarlo.
—Ojalá tú pudieras aceptar mis temores.
—Lo intentaré. Ahora estamos trabajando juntos, Karen. Ella tembló, se encogió de hombros, se sentó en la cama. Él permaneció de pie junto a la puerta, todavía vestido.
—¿Qué hay de Mirsky? —le preguntó ella. Tenía un aire de asombro: la frente lisa, los ojos muy abiertos, los labios fruncidos—. ¿Nos traerá a los dioses? ¿Eso es lo que dice? Él es una cosa terrible, Garry.
—No lo creo.
—Una pesadilla.
—Una visión —replicó Lanier—. Esperemos para ver.
—Tengo miedo —dijo ella simplemente—. ¿Puedes concederme eso?
Lanier sabía que si ahora intentaba abrazarla ella lo rechazaría. Pero veía que podía llegar a no ser así, y por el momento, bajo los efectos del ron, con eso le bastaba.
—Claro que sí —dijo.
—Voy a dormir.
Karen se acostó en la cama y se tapó.
Él la miró un instante, apagó la luz, dio media vuelta y se quedó a solas en el pasillo oscuro y silencioso. En el jardín Kanazawa hablaba con Ram Kikura.
—Sería un honor que esta noche compartieras mi lecho —dijo Kanazawa.
—Ni siquiera estoy medio ebria, ser Kanazawa —dijo Ram Kikura.
—Tampoco yo.
Ram Kikura calló un instante.
—Me gustaría.
Lanier miró a su esposa acostada, la comodidad exótica de la habitación de huéspedes, y sacudió la cabeza. Todavía había demasiadas murallas entre ambos. Regresó al porche delantero y se acostó en el sofá de mimbre acolchado, con una raída almohada de seda bajo la cabeza.
Por la mañana Lanier fue a caminar por la playa antes que Karen despertara. A un kilómetro de distancia vio a Ram Kikura, alta y esbelta, sorteando la lengua de una ola, rodeada por gaviotas que revoloteaban. Se acercaron, y Ram Kikura le sonrió.
—¿Soy una ramera incorregible? —preguntó, caminando junto a él.
Lanier le sonrió a su vez.
—Totalmente incorregible —dijo.
—En todos mis años como defensora de la Tierra, nunca había hecho el amor con un viejo nativo.
—¿Ha sido pintoresco? —preguntó Lanier. Ella frunció el ceño.
—Algunas cosas siguen siendo prácticamente iguales, en lo básico —dijo.
Caminaron un rato en silencio, mirando las gaviotas que saltaban en la arena húmeda, eludiendo las olas.
—Ser Kanazawa está furioso —dijo al fin Ram Kikura—. Hace tiempo que no veía a un hombre tan encolerizado. No lo demostró delante de todos nosotros. Solicitará la reunión de todos los senadores y representantes de la Tierra. Por mediación mía, se opondrán al voto de la
mens publica.
Yo puedo argumentar que las leyes de la Recuperación no son aplicables en este caso.
—¿Ganarás? —preguntó Lanier.
Ella se agachó para recoger un flotador de vidrio japonés.
—Me pregunto cuánto tiempo habrá estado esto aquí —preguntó—. ¿Los fabrican hoy en día?
—No lo sé. Supongo que sí. ¿Ganarás?
—Tal vez no. El Hexamon no es lo que era antes. Ella examinó las diminutas burbujas que se veían en el vidrio verde del flotador. Tiró el flotador a la arena.
—El presidente parece seguir la marea —dijo Lanier—. Sostuvo que se opone firmemente a la reapertura.
—Así es. Pero no puede hacer mucho si el Nexo está a favor. Y me temo que, como el capitán de un barco en problemas, no vacilará en cortar las amarras que lo unen a la Tierra, si es necesario para salvar lo que queda del Hexamon.
—Pero los jarts...
—Los derrotamos una vez, y no estábamos preparados para ellos.
—Pareces orgullosa, casi a favor.
Ella frunció el ceño de nuevo, sacudiendo la cabeza.
—Una defensora necesita comprender qué siente la oposición. Por mi parte, estoy tan furiosa como Kanazawa. —Agitó los brazos y se agachó para recoger los restos de un envase de plástico—. ¿Cuánto tiempo crees que tiene esto?
Lanier no respondió. Estaba pensando en Mirsky, que se sorprendía de que el Nexo se negara a acceder a su petición.
—¿Cuántas probabilidades hay de un voto negativo? —preguntó.
—Ninguna sin una Tierra persuadida e informada —le dijo ella—, y eso parece ser algo imposible a corto plazo.
—¿Entonces para qué estamos aquí? Creía que esto era buena idea. Pensé que podríamos lograr algo. Ram Kikura asintió.
—Lo lograremos. Les cogeremos por los talones y los obligaremos a ir más despacio. Está subiendo la marea, ¿no crees?
Por lo que veía Lanier, la marea estaba bajando, pero entendió a qué se refería ella.
—¿Qué diremos en Oregón? —preguntó.
—Lo mismo que hemos dicho aquí.
Dieron media vuelta para regresar a la casa. Cuando llegaron, los otros estaban levantados y los robots servían el desayuno. Kanazawa y Ram Kikura se trataron con cordialidad y nada más.
Lanier estaba meditabundo. Su estallido de entusiasmo juvenil se había desinflado. Sentía pena, pero también tenía la certeza de que aún podía ser joven y tonto. Aún podía luchar por causas perdidas. Eso lo hacía sentir aún más vivo, aún más resuelto.
Además, sospechaba que Mirsky —o los seres que estaban al final del tiempo— tenían aún más recursos que el Hexamon.
Recogieron sus escasos bártulos. Ram Kikura y Karen hablaron con Kanazawa mientras Lanier llevaba las maletas a la lanzadera. Cuando entró por la compuerta, el piloto automático emitió una pictografía roja.
—Verbalmente, por favor —dijo Lanier con irritación.
—Nuestro vuelo ha sido retenido —dijo el piloto—. Debemos permanecer aquí hasta que llegue la policía de los distritos. Lanier soltó los bártulos, desconcertado.
—¿La policía de los distritos? ¿No la policía terrestre? El piloto no respondió. La luz interior se amortiguó. La blancura de la cabina se atenuó y se convirtió en un azul de inactividad.
—¿Todavía estás funcionando? —preguntó Lanier. No recibió más respuestas. Miró el interior penumbroso, abriendo y cerrando las manos. Bajó con el rostro rojo de furia y se dirigió a Karen.
—Creo que nos están interceptando —dijo. Ram Kikura y Kanazawa salieron de la casa.
—¿Problemas? —preguntó el senador.
—Viene la policía de los distritos —dijo Lanier.
Kanazawa endureció el rostro.
—No, si de algo vale mi opinión.
—Tal vez no valga —dijo Ram Kikura. Kanazawa la miró como si ella lo hubiera golpeado—. Esto es muy grave, Garry. ¿Cómo...?
Karen miró hacia el mar. Más allá de Barber's Point, tres naves volaban hacia ellos, blancas contra las ondulantes nubes grises. Viraron y se aproximaron a la casa, revoloteando. Sus campos de vuelo arrancaron trozos de grava y tierra de la calzada y el patio del senador.
—Ser Lanier —tronó una voz desde una nave—. Por favor, responde.
—Yo soy Garry Lanier. Se alejó de los demás.
—Ser Lanier, tú y tu esposa debéis regresar a Nueva Zelanda de inmediato. Todos los viejos nativos deben regresar a sus hogares. Ram Kikura se adelantó.
—¿Por orden de quién, y atendiendo a qué ley? —Bajó la voz—. No existen tales leyes —murmuró.
—En base a la Ley Revisada de la Recuperación. Autoridad presidencial directa. Por favor, subid a la lanzadera. Sus planes de vuelo han sido modificados.
—No vayas —dijo Kanazawa. Se enfrentó a las tres naves alzando un puño—. ¡Soy senador! Exijo una reunión con el presidente y el ministro de la Presidencia.
La nave no respondió.
—No subiréis a la lanzadera —dijo Ram Kikura—. Nos quedaremos todos aquí. No se atreverán a usar la fuerza.
—Garry, han dicho que estaban regresando a todos los viejos nativos... ¿eso incluye a los que tienen residencia permanente en los cuerpos orbitales?
Karen puso cara de niña defraudada e incrédula.
—No lo sé —dijo Lanier—. Senador, podemos hacer más en nuestro propio territorio... a menos que estemos bajo arresto domiciliario, en cuyo caso no importa dónde estemos. —Miró a Ram Kikura—. Supongo que regresarás a Thistledown.
—No supongas nada. Todas las reglas han perdido su vigencia. Desde luego, no me esperaba esto.
—Si hacen esto —dijo la furiosa Karen—, tendrán pelea.
Lo dudo
, pensó Lanier.
La pelea ya debe haber terminado. Sienten la necesidad de jugar sucio.
Las tres naves mantuvieron su posición, implacables. Empezó a llover con sol. Ram Kikura se apartó el pelo húmedo de la cara.
—No deberíamos quedarnos aquí como niños desobedientes —dijo Lanier—. Senador, gracias por escucharnos. Si podemos hablar de nuevo, yo...
—Por favor, subid a la lanzadera inmediatamente —tronó la voz.
Lanier cogió la mano de su esposa. Se despidió de Kanazawa y Ram Kikura.
—Buena suerte. Que Korzenowski y Olmy se enteren de lo que ha sucedido aquí, Ram Kikura cabeceó. Subieron a la lanzadera y la puerta se cerró tras ellos.
Una maraña de líneas verdes brillantes y paralelas se alargaba a su alrededor formando una jaula o un arnés en torno de la burbuja, a tal velocidad que Rhita no podía seguir sus movimientos con los ojos.
Tras una pausa, otro manojo de líneas subió desde la superficie de la Vía, desde muy abajo; salía de un vértice deslumbrante cercano a una de las torres de discos. Las líneas se conectaron y la burbuja oval descendió con alarmante rapidez, aunque de nuevo sin que lo notara.
Rhita se sentía débil. Demasiados estímulos, demasiadas cosas para asimilar.
—Estoy mareada —le dijo a Typhón.
El escolta le cogió el brazo izquierdo; era la primera vez que la tocaba. El contacto era cálido pero poco convincente; en medio de su mareo, Rhita sintió una vaga repulsión. Luego cayó de rodillas y no le importó.
Esperaba que Typhón le hiciera algo, que la sujetase y alejara aquel mareo. Pero él se limitó a ponerse detrás para impedir que se cayera de espaldas. Ella contuvo el impulso de vomitar y cerró los ojos con fuerza, pensando que la oscuridad le sentaría mejor.
Al cabo de un rato el mareo remitió y Rhita se sintió mejor.
—Si tienes sed —dijo Typhón—, bebe esto.
Ella abrió los ojos y vio que él le ofrecía una copa de cristal que contenía un líquido claro. La cogió y bebió cautelosamente. Agua, nada más. Eso la defraudó. Había esperado un elixir. Claro que no tenía la menor idea de dónde había sacado el escolta una copa de agua en aquella burbuja. Lo imaginó abriéndose un agujero en el cuerpo y sacándosela, o tal vez escupiendo en el cristal. Cerró los ojos de nuevo, luchando contra otro ataque de náuseas.
Se apoyó en la barandilla para recobrar el equilibrio, apartando la mano de Typhón y devolviéndole la copa medio vacía. Para distraerse del panorama exterior y calmar su malestar, concentró la atención en lo que él hacía con la copa.
La sostenía, nada más. Tiritando, Rhita miró de nuevo afuera. Estaban más cerca de la superficie y volaban —guiados por las líneas verdes— hacia una torre blanca. Tratando de evaluar la escala, Rhita calculó que la torre era por lo menos tan alta como el Pharos de Alexandreia, y mucho más maciza. Pero la escala de la Vía empequeñecía todas las estructuras.
Rhita se obligó a erguir la cabeza. Su cuello protestó. Entreabrió los labios y suspiró contra su voluntad. Encima de ellos colgaba el enorme prisma triangular, descomunal y sin gracia, en medio de la cinta de luz perlada, como un largo cristal negro flotando en agua lechosa.
A mayor distancia, una señal parpadeante le llamó la atención. Se cubrió los ojos, aunque la luz del tubo no era excesivamente brillante, y los entornó para concentrarse en una mancha móvil. También estaba dentro de la cinta de luz, pero a muchos estadios de distancia; se acercaba rápidamente. Echó el cuello hacia atrás cuando el objeto pasó por encima de ellos; vio que era otro gran prisma irisado, y comprendió que chocaría con el primero. Girando, jadeó mientras los prismas se estrellaban como trenes sobre una vía. Por un instante fueron una larga masa verde, y luego el segundo prisma atravesó el primero sin que ninguno de los dos sufriera desperfectos, y continuó su viaje sin más obstáculos en dirección opuesta.
Patrikia nunca le había descrito nada semejante.
—Me siento aturdida —dijo, mirando a Typhón con resentimiento.
—Tú elegiste verlo todo —le recordó el escolta—. Por su parte ninguno de mí sigue este itinerario a menudo.
Rhita reflexionó un instante sobre aquella construcción sintáctica, decidió que lo que veía era menos perturbador que lo que aparentemente quería decir Typhón, y miró de nuevo hacia delante.
La torre no tenía entradas visibles, pero la burbuja atravesó la pared redondeada de un disco, cruzó un espacio curvo lleno de poliedros flotantes y luego otra pared. La burbuja abandonó su armadura de líneas verdes y descendió por un pozo verdoso que parecía una lente de cristal. Distorsionados por la lente había azules marinos y azules celestes y marrones claros y grises nubosos; todos los colores normales de su mundo. Rhita contuvo el aliento, aferrándose a la vana esperanza de que la pesadilla terminara.
—Ésta es la puerta de Gaia —dijo el escolta—. Aquí hubo otra puerta con anterioridad. Nuestras puertas no suelen ser tan pequeñas, pero la geometría ya establecida tiene preferencia.