Antes de que Rhita pudiera responder, el bibliophylax alzó una mano y dijo:
—Esto nos concierne, pues en el Mouseion velamos por el bienestar de todos nuestros estudiantes.
Ella cerró la boca, aguardó un instante.
—Traigo un mensaje privado de mi abuela —dijo al fin.
—Ha fallecido —observó el bibliophylax, sin inmutarse.
—Por intermedio de mi padre. Un mensaje que a juicio de la sophé interesaría a la reina. —Rhita hizo una pausa, apretando los labios. Sentía la oposición del bibliophylax, incluso una especie de odio profesional—. Un mensaje privado.
—Desde luego. —Él arrugó el entrecejo y hojeó más papeles—. He revisado tus solicitudes curriculares, y están en orden. Solicitas un quinto en matemática, un tercero en física y un segundo en ciencias de gestión urbana. ¿Puedes soportar semejante carga?
—Es similar a la carga que sobrellevaba en la Akademeia.
—Ah, pero los profesores del Mouseion no se dejarán impresionar por tu ascendencia. Tal vez te traten con menos complacencia.
—En Rhodos no me trataban con complacencia —le replicó Rhita, conteniendo su irritación. Quería reírse del hombre, quitarse las sandalias y mostrarle la planta del pie, pero mantuvo la compostura, aunque sentía un retortijón en el estómago.
—No, claro que no —dijo el bíbliophylax. Sus ojillos negros la retaron a decir algo más.
—Tengo un problema —dijo ella, afrontando aquella mirada.
—¿Sí?
—Mi criado. Me acompaña para protegerme, por deseo expreso de mi padre, pero nos han separado...
—En el Museion no se permiten criados ni guardias. Ni siquiera para la realeza.
Lo cierto era que no había miembros de la realeza estudiando en el Mouseion; la reina no tenía hijos, y la mayor parte de la familia real se había retirado hacía tiempo a Kypros en busca de seguridad.
—Por favor, acude a esta oficina cuando quieras —concluyó abruptamente el bibliophylax, cerrando el archivo y metiéndolo en un pequeño cesto cuadrado de mimbre, a la izquierda de su escritorio. Sonrió y se pasó la mano sobre la cabeza, despidiéndola.
Al regresar a sus aposentos, Rhita permaneció una hora sentada en la fresca habitación, tratando de recobrar la compostura. Nadie había tocado los Objetos, pero no podía contar con intimidad y seguridad completas por mucho tiempo. No se fiaba del bibliophylax, y su única esperanza era que la reina la tuviera en cuenta y la estuviera protegiendo. Esperaba que le concediera una audiencia pronto.
Sospechaba que en cuanto revelara a la reina lo que sabía —y le demostrara que era verdad— no permanecería mucho tiempo como estudiante del Museion. Ya no le permitirían el lujo de estudiar con una beca.
Abatida, abandonó su habitación para asistir a la reunión del consejo de mujeres. Al menos esperaba lograr que le devolvieran el cerrojo.
¿Aquí todo el mundo es mi enemigo?
, se preguntó.
El conducto del eje de Thistledown era un pequeño orificio negro en medio de la vasta depresión del polo sur del asteroide. El polo opuesto —«norte» tan sólo para indicar una dirección, ya que el asteroide no tenía campo magnético natural— era ahora un cráter de labios desiguales, con la séptima cámara abierta al espacio. Usando naves equipadas con campos de tracción, el Hexamon había barrido los escombros de la Secesión de la séptima cámara y la había habilitado como puerto espacial. Algún día los distritos orbitales necesitarían una reparación general; la dársena de la séptima cámara sería ideal.
Para naves pequeñas como la lanzadera en la que viajaban el ruso y Lanier, la entrada del polo sur era más práctica.
Lanier apenas reparó en la oscuridad que devoraba la nave. Todavía tenía la mente en otra parte. Sentía una inquietud creciente, y un ramalazo de cólera por su eterno desasosiego. Cerró los ojos con fuerza, los abrió de repente cuando la lanzadera se trabó en la dársena rotativa interna.
—Henos aquí —dijo el ruso.
La primera cámara había cambiado poco. Había quedado relativamente intacta aun después de la detención y el reinicio de la rotación de Thistledown. Claro que en el suelo de la primera cámara sólo había un desierto arenoso. Cuando salieron del ascensor, una brisa fresca les llegó desde el casquete meridional de la cámara: una vasta pared gris que se perdía a sus espaldas. En torno al eje titilaba la luz brumosa y blanca del tubo de plasma, a veinte kilómetros por encima de ellos, que ahora estaban en el suelo del «valle».
A ambos lados, la cámara se prolongaba en una extensión plana de varios kilómetros, luego ascendía lentamente en arco y por último describía una curva vertical imposible que se unía en lo alto, por detrás del tubo de plasma, como un puente para los dioses. Al cabo de tantos años —¿cuántos habían pasado desde su última visita, diez, doce?— las dimensiones de las cámaras internas de Thistledown volvían a sorprender a Lanier. Recordaba la sensación que había tenido en los meses espantosos que precedieron a la Muerte, cuando lo absorbían los deberes administrativos, las intrigas de la Tierra y de la Piedra, el misterio y la premonición. Era una especie de borrachera.
Estos recuerdos no lo alegraban. Le costaba creer que semejante creación hubiera reducido a los hombres a la talla de enanos. Así se sentía ahora: pequeño, abrumado. Ebrio de nuevo.
Los saludó un hombre alto, esquelético y calvo, un ayudante de Korzenowski.
—Mi nombre es Svard. Ser Korzenowski les pide disculpas por no haber venido personalmente. —Miró al ruso rápidamente, los condujo hacia un tractor—. El Ingeniero tiene un complejo de investigación en medio del valle, y os invita a visitarlo allí.
Subieron al tractor. El vehículo de ocho plazas se desplazaba por la arena sobre un campo de tracción, sin orugas ni llantas; lo habían fabricado a bordo de Thistledown y era lustroso y bello, con un perlado exterior blanco y un interior mullido y gris que obedecía las órdenes impartidas mediante imágenes o palabras.
Svard llevaba un píctor escondido debajo del cuello. Lanier nunca había aprendido el arte de pictografiar.
—Confío en que el viaje haya sido realmente interesante, caballeros —dijo Svard.
Lanier asintió distraídamente. El tractor se deslizaba rápidamente sobre las matas oscuras y retazos claros de arena y tierra.
—¿En qué se ocupa ser Korzenowski? —preguntó Lanier—. Hace tiempo que no hablamos.
—Está investigando —dijo Svard.
—¿Para el Hexamon?
—En parte. En general, para satisfacer su propia curiosidad.
—¿Quién paga las cuentas?
Svard sonrió por encima del hombro.
—Vaya, señor Lanier. Ser Korzenowski tiene carta blanca, como decía la vieja expresión, para gastar cualquier cantidad razonable, tanto de recursos como de dinero. Le concedieron ese privilegio antes de su muerte, y las circunstancias no cambiaron con su resurrección.
—Entiendo.
En lo alto se extendía un complejo de edificios horizontales bajos, cuyas paredes se curvaban suavemente para fundirse con la arena. Sobre el complejo el aire vibraba como un espejismo. ¿Sería debido a la temperatura creciente, se preguntó Lanier, o por otra cosa? Entornó los ojos para examinar la vibración a través del morro transparente del tractor.
El tractor se detuvo a pocos metros del edificio más meridional y se posó en la arena con un suspiro. La puerta se abrió y Mirsky bajó seguido por Lanier, que estudiaba atentamente la reacción del ruso. El ruso miró a su alrededor, observando el tubo de plasma. Conoce la Piedra, pensó Lanier. Ha estado antes aquí. No le trae buenos recuerdos.
Svard se inclinó para salir del tractor y se irguió con elegancia, pestañeando.
—Por aquí. Ser Korzenowski está en sus aposentos.
Lanier disfrutó de su andar más vivaz. La rotación impartía a la Piedra un impulso de seis décimos de la gravedad terrestre en el suelo de cada cámara: una de las pocas características de Thistledown que siempre le habían agradado. Recordó que décadas atrás —antes de la Muerte— hacía ejercicio en la primera cámara, meciéndose vigorosamente en las barras paralelas. Eso le recordó su excelente estado físico de entonces. En la universidad había sido gimnasta.
Cien metros al este del complejo principal, una anónima ampolla blanca sobresalía unos cuantos metros de la arena. Svard los acompañó por un sendero de grava y transmitió una imagen de saludo al receptor de la cúpula. El icono verde de una mano tendida flotaba delante de cada uno de ellos.
—Quiere que entremos —dijo Svard.
Una puerta cuadrada se abrió en la pared y Konrad Korzenowski salió vestido con un sencillo caftán azul oscuro.
Hacía más de treinta años que Lanier no lo veía en persona. Había cambiado poco en todo aquel tiempo: sencillo y enjuto, rostro redondo coronado por un cabello corto y canoso, nariz larga. Sus ojos oscuros eran ahora más profundos y penetrantes. Habiendo absorbido parte del Misterio de Patricia Vasquez, ese componente de la personalidad humana que no se podía sintetizar, Korzenowski parecía llevar en sí un aspecto inefable de la matemática. Su apariencia daba escalofríos a Lanier. Patricia todavía era reconocible en el Ingeniero, incluso más que antes. ¿Qué siente él, con parte de ella en su núcleo?
En la Tierra, antes de la Muerte, los trasplantes de corazón eran comunes antes del perfeccionamiento de las prótesis. ¿Cómo te sientes cuando te trasplantan parte de un alma?
—Me alegra verte de nuevo, ser Lanier —dijo Korzenowski, estrechándole la mano.
Apenas miró a Mirsky, tratándolo menos como un huésped que como un enigma sin resolver. Los invitó a entrar y sentarse. El blanco interior arboriforme de los aposentos de Korzenowski estaba abarrotado de cilindros blancos y grises de todos los tamaños, cubierto de terrones de algo que parecía una masa blanca de pan. Él apartó algunos bollos —mientras los alzaba, se alargaban en sus manos con un siseo— y ordenó al suelo que formara sillas, las cuales aparecieron rápidamente. El ruso se sentó y se cruzó de brazos, como si estuviera a sus anchas. No quedaba en él ningún vestigio de aprensión.
Svard saludó, le pictografió algo al Ingeniero y se marchó. Korzenowski se cruzó de brazos, imitando a Mirsky, y se plantó delante de Lanier y el ruso.
Su expresión era severa, irritada.
—He aquí una verdadera incógnita, ser Lanier —dijo, mirando al ruso—. ¿Es el verdadero Pavel Mirsky o una imitación muy lograda? —Clavó los ojos en Lanier—. ¿Lo sabes?
—No.
—¿Y qué intuyes?
Lanier tardó en responder, un poco sobresaltado.
—No lo sé. Si intuyo algo, los inconvenientes lo desmienten.
—Sé con certeza que Pavel Mirsky se fue Vía abajo en una mitad de Ciudad de Axis y que la Vía se cerró tras él y sus acompañantes. Sé que desde entonces no se ha abierto ninguna puerta hacia esta Tierra. Si es Pavel Mirsky, ha regresado aquí por un camino que ni siquiera podemos imaginar.
El ruso se movió en el asiento, entrelazó las manos sobre las piernas y asintió. No le molestaba que hablaran de él como si no estuviera presente.
—Parece satisfecho —dijo Korzenowski, frotándose especulativamente la barbilla—. El gato con la pluma del canario en la boca. Espero que sepa disculpar que lo hayamos examinado sin ninguna discreción. Nuestros instrumentos indican que es sólido y humano, incluso en su estructura atómica. No es un fantasma ni en el viejo ni en el nuevo sentido, y no es una proyección de ningún tipo que conozcamos. —Korzenowski hizo estas observaciones como si enumerase una serie de verdades obvias tan sólo para descartarlas—. Tiene la estructura genética de Pavel Mirsky, tal como está registrada en los archivos médicos de la ciudad de la tercera cámara. ¿Eres el teniente general Pavel Mirsky?
El ruso los miró a ambos.
—La respuesta más sencilla es sí. Creo que se aproxima a la verdad.
—¿Has venido aquí por voluntad propia?
—Hasta cierto punto, sí.
—¿Cómo viniste aquí?
—Eso es más complicado —dijo el ruso.
—¿Tienes tiempo para escuchar, ser Lanier?
—Sí.
—Me gustaría que ser Olmy estuviera presente —dijo Mirsky.
—Lamentablemente, ser Olmy no responde a sus avisos. Sospecho que está en Thistledown, pero no sé dónde. Le he enviado un parcial para localizarlo y exponerle la situación. Tal vez venga, tal vez no. Me gustaría oír tu historia cuanto antes.
Korzenowski se sentó, se apoyó uno de aquellos bollos blancos sobre la rodilla y lo sobó con las manos.
Mirsky miró un instante el suelo inmaculado; suspiró.
—Comenzaré. Contar todo esto con palabras será dolorosamente lento y difícil. ¿Puedo usar uno de tus proyectores?
—Desde luego. —Korzenowski ordenó que un rayo de tracción bajara un proyector—. ¿Necesitas una interfaz?
—No lo creo —dijo Mirsky—. Soy algo más de lo que aparento. —Tocó el proyector con un solo dedo—. Perdón si no me revelo del todo a tu aparato.
—No hay inconveniente —le dijo Korzenowski con absurda afabilidad. Lanier sintió que se le erizaba otra vez el vello del cuerpo—. Comienza, por favor.
El interior de la habitación desapareció, reemplazado por algo que Lanier no comprendió al principio: una representación condensada de la Vía, Ciudad de Axis, los primeros días de Mirsky en el boscoso Wald de Ciudad Central, el viaje por la Vía, acelerando a lo largo de la falla...
La información proyectada giraba y encandilaba. La sensación de tiempo presente cesó. Mirsky contó su historia a su manera. Korzenowski y Lanier la vivieron.
Llamadlo escape o la mayor deserción de todos los tiempos. Correr para escapar del espantoso pasado, mi propia muerte, la muerte de mi país, la agonía de mi planeta. Si se puede decir «correr» para describir la fuga de media ciudad, llena de decenas de millones de almas y doce millones de seres humanos corpóreos, por un túnel infinito del espacio-tiempo, por el frenético corazón de una estrella, por el borde de un nudo alargado, un ombligo de imposibilidades. ..
El túnel era un gusano inmenso que serpenteaba por las entrañas del universo real, con los poros abiertos a otro universo igualmente real que no era el nuestro, a otros tiempos igualmente reales... Nuestro paso cauterizaba esos poros, y el túnel mismo cambiaba o había cambiado a causa de nuestra fuga, distorsionándose y expandiéndose desde el momento en que se creó con el conocimiento previo de nuestra huida. ¿Cómo se le explica esto a un ser humano común?