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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

Excesión (40 page)

BOOK: Excesión
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–No se mueva –dijo ella.

Trató de permanecer inmóvil. La mujer apartó la mano. Abrió los ojos y miró el punto en el que se juntaban los extremos de tres de las delicadas varillas. Asintió y dijo:

–Hmmm.

Genar-Hofoen se inclinó hacia delante y miró también. No veía nada. La mujer cerró los ojos de nuevo; las pantallas de sus párpados volvieron a encenderse.

–Muy sofisticado –dijo–. Casi se me pasa por alto.

Genar-Hofoen se miró la palma derecha.

–¿Seguro que no hay nada en esta mano? –preguntó, recordando el firme apretón que le había dado Verlioef Schung.

–Todo lo segura que se puede estar –dijo ella, mientras sacaba un pequeño contenedor trasparente de su túnica e introducía en su interior lo que había sacado de su oreja. Él seguía sin ver nada.

–¿Y el traje? –preguntó, tocando una solapa de su chaqueta.

–Limpio –dijo la mujer.

–¿Y ya está? –preguntó.

–Eso es todo –le dijo ella. La burbuja negra desapareció y volvieron a encontrarse en una habitación pequeña con las estanterías abarrotadas de equipo técnico de aspecto incomprensible.

–Bueno, gracias.

–Son ochocientos equivalentes a hora de Grada-sintrincado.

–Oh, redondéelo a mil.

Caminaba por la Calle Seis, en pleno corazón de Ciudad Nocturna, Grada. Había Ciudades Nocturnas por toda la galaxia civilizada. Era una especie de franquicia o un condominio, aunque nadie parecía saber a quién pertenecía. Las Ciudades Nocturnas eran diferentes en cada sitio. Lo único en lo que todas se parecían es que en ellas siempre era de noche y nadie tenía excusa para no pasárselo bien.

Ciudad Nocturna, Grada, se encontraba en el nivel intermedio del mundo, en una pequeña islita en medio de un mar poco profundo. La isla estaba cubierta enteramente por una cúpula baja de diez kilómetros de anchura y dos de altura. En su interior, la ciudad solía adoptar una apariencia basada en el Festival de aquel año. La última vez que Genar-Hofoen la había visitado parecía un gigantesco paisaje oceánico y todos sus edificios se habían convertido en olas de entre cien y doscientos metros de altura. La Calle Seis se extendía a lo largo de la depresión creada entre dos enormes mareas. Las ondas en las colosales curvas de las superficies de las olas eran terrazas inundadas de luz. La espuma luminosa de la cresta erguida y sobresaliente de cada una de las olas proyectaba una luz pálida y sepulcral sobre las serpenteantes calles que discurrían por debajo. En los dos extremos de la calle, la avenida ascendía para salir al encuentro de frentes de olas entrecruzadas y se conectaba –a través de túneles oceánicamente falsos– con otras avenidas.

El tema de este año era el Primitivismo y la Ciudad había decidido interpretarlo con la forma de un gigantesco tablero de circuitos: la red de calles plateadas formaba un paisaje casi perfectamente plano, tachonado de enormes resistores, chips planos de múltiples patas y aspecto denso, alargados diodos y enormes válvulas semitransparentes con complicadas estructuras internas, sustentada cada una de ellas sobre brillantes piernas metálicas encajadas en la red de la circuitería impresa. Estas eran las cosas que Genar-Hofoen recordaba del curso de Historia de los Cacharros Técnicos (o como quiera que se llamase) que había recibido de joven. Había otras muchas cosas afiladas, nudosas, suaves, de brillantes colores, mates, lustrosas, emplumadas y arrugadas de las que no conocía ni el nombre ni el propósito.

Este año, la Calle Seis era un arroyo de mercurio de quince metros de anchura que fluía a toda velocidad y estaba cubierto por una película de diamante. De cuando en cuando, la corriente de mercurio arrastraba un grumo coherente de grandes dimensiones y de un chispeante color entre dorado y azul. La idea original había sido incorporar los canales de mercurio al sistema de transporte de la Ciudad, pero había resultado muy poco práctico, de modo que se habían quedado solo como decoración. El sistema de deslizatubos de la Ciudad discurría a gran profundidad, como de costumbre. Genar-Hofoen había utilizado algunos de los coches subterráneos para llegar a la ciudad y un par más una vez en ella, con la esperanza de despistar a cualquiera que pudiese estar siguiéndolo. Hecho esto, y una vez eliminado el rastreador de su oreja, se quedó más tranquilo, en el convencimiento de que la diversión de aquella noche tendría lugar sin la vigilancia de CE. Lo cierto es que no le preocupaba especialmente que lo estuvieran observando. Era más que nada una cuestión de principios y tampoco tenía sentido obsesionarse por ella.

La Calle Seis estaba abarrotada de gente que caminaba, charlaba, arrastraba los pies, paseaba, marchaba en burbujesferas, en animales exóticos, en pequeños carruajes dirigidos por parejas ysner-mistretl o flotaba en pequeñas bolas de vacío o en arneses de campo de fuerza. En lo alto, en el cielo de la noche eterna que se extendía bajo la cúpula de la Ciudad, el holograma de un antiguo bombardeo aéreo contribuía a su humilde manera a la diversión de aquella velada.

El cielo estaba ocupado por cientos y cientos de aeroplanos de motores de cuatro o seis pistones, perfilados muchos de ellos por la luz de los focos. Se suponía que los espasmos de luz que dejaban nubes negras y esferas de chispas rojizas tras de sí eran las detonaciones de la artillería antiaérea. Entre los bombarderos revoloteaban unos aviones más pequeños, de uno o dos motores. Los dos tipos de aviones estaban combatiendo unos contra otros. Los grandes disparaban con sus torretas y los más pequeños con ametralladoras montadas en las alas y el morro. Las líneas suavemente curvadas de las trazadoras, blancas, amarillas y rojas, se movían con lentitud en el cielo y de vez en cuanto uno de los aviones parecía prender y se precipitaba hacia el suelo; ocasionalmente, alguno de ellos explotaba en el aire. En todo momento podían atisbarse las formas oscuras de las bombas, que siempre explotaban, con brillantes y vividas llamaradas, en zonas de la Ciudad situadas a poca distancia. A Genar-Hofoen le parecía todo un poco exagerado, y dudaba que hubiera existido una batalla aérea tan concentrada, o en la que continuara el fuego antiaéreo con los interceptores en el cielo, pero como espectáculo no se podía negar que resultaba impresionante.

Las explosiones, detonaciones y sirenas sonaban sobre las voces de las personas que llenaban la calle y eran engullidas esporádicamente por la música que salía de los centenares de bares y establecimientos de ocio que jalonaban la calle. El aire estaba lleno de aromas que resultaban medio extraños, medio familiares y completamente sugerentes. No era de extrañar que los salvajes efectos de las feromonas mantuvieran a raya a todos los demás habitantes de Grada.

Genar-Hofoen caminaba por el centro de la calle, con un gran vaso de Grada 9050 en una mano, un bastón de nubes en la otra y un pequeño esponjo-creante en uno de los hombros de su inmaculada chaqueta de propiel. El 9050 era un cóctel que se había hecho famoso porque su preparación requería trescientos procesos diferentes, muchos de los cuales implicaban combinaciones insólitas e incluso desagradables de plantas, animales y sustancias. El resultado final era una bebida aceptable y de fuerte sabor, compuesta en su mayor parte de alcohol, y gracias. Pero lo cierto es que no se bebía por el efecto. Se bebía para demostrar que uno se lo podía permitir. Se servía en una copa de cristal especial para que la gente pudiera verla. Se suponía que el nombre hacía referencia a que después de tomar unos pocos, tenías un noventa por ciento de probabilidades de tener un encuentro sexual y un cincuenta por ciento de sufrir algún problema legal... o puede que fuera al contrario. Genar-Hofoen nunca era capaz de acordarse.

El bastón de nubes era una vara en la que se quemaban unas bolitas comprimidas de una mezcla de sustancias psicotrópicas de potencia media y efecto fugaz. Una bocanada del humo que salía por los agujeros de su parte superior equivalía a ponerse dos lentes distorsionadoras delante de los ojos, meter la cabeza debajo del agua y aspirar una planta química entera por la nariz en medio de un campo gravitatorio cambiante.

El esponjo-creante era un pequeño simbionte, medio animal y medio vegetal, que se alquilaba para que se te posara en el hombro y te tosiera en la nariz cada vez que volvieras la cara hacia él. Su tos contenía unas esporas que podían hacerle treinta cosas diferentes, interesantes todas ellas, a tu percepción y a tu estado de ánimo.

Genar-Hofoen estaba especialmente satisfecho con su nuevo traje. Estaba fabricado con su propia piel, alterada genéticamente de varias maneras sutiles, cultivada en una probeta y cortada cuidadosamente de acuerdo con sus especificaciones. Había dejado unas pocas células epidérmicas –junto con su encargo y el dinero– a un genesastre de Grada, dos años y medio antes, cuando había parado allí de camino al hábitat de God'shole. Había sido un capricho después de una borrachera (al igual que el obsceno tatuaje animado que se había extirpado un mes después). Realmente no tenía la intención de recoger el traje hasta mucho tiempo después. Por suerte, las modas no habían cambiado mucho entretanto. El traje y la capa a juego que lo acompañaba le sentaban estupendamente. Se sentía muy bien.

¡DIGLADIATOS ESPADASINOS! ¡CONTIENDA DE ZIFFADAE Y XEBECS! ¡REMOJO DE GOLIARDOS!

Los eslóganes, anuncios, carteles olores y saludos personales, toda la gama de recursos publicitarios de emporios y establecimientos, competían por llamar su atención. Vistas y paisajes asombrosos aparecían en burbujas sensoriales que brotaban en el centro de la calle y te enviaban al instante a dormitorios, salas de fiestas, estadios, harenes, embarcaciones náuticas, ferias, batallas espaciales, estados de éxtasis temporal; tentando, proponiendo, sugiriendo, ofreciendo, dando entrada, estimulando apetitos, despertando deseos, alentando sueños, convidando.

¡RHYPAROGRAFÍA! ¡ANAMNESIS KELOIDAL! ¡IVRESSE!

Genar-Hofoen caminaba entre todo, empapándose de ello, rechazando todas las ofertas y sugerencias, declinando educadamente las invitaciones y overturas, recomendaciones y convites.

¡ZUFULOS! ¡ORFARIONES! ¡RASTRAE! ¡UNA NAUMAQUIA CADA HORA!

Por ahora, le bastaba con estar allí, caminando, paseando, observando y siendo observado, evaluando y –con un poco de suerte– siendo evaluado. Era al llegar la noche –la noche de verdad– cuando, en este piso de Grada, la Ciudad Nocturna empezaba a animarse. Todo estaba abierto, nada estaba lleno, todo el mundo quería algo pero nadie se había decantado todavía; solo estaban experimentando, tanteando, probando. Genar-Hofoen se sentía feliz de formar parte del discurrir general. Le encantaba, se solazaba con ello. Allí era donde más a gusto se sentía. Por el momento, sencillamente no había lugar mejor en el universo y estaba dispuesto a adentrarse en la experiencia con la debida y respetuosa intensidad. Aquel era su tipo de gente, allí era donde pasaban las cosas que a él le gustaban y aquel era su tipo de lugar.

¡OM ADHAUNOS PILOSOS INVITAN A AFEITADO! ¡LAGOFTALMISCITIA GARANTIZADA SI ES CAPAZ DE VER LOS CHISTECOROS Y LAS LORIGAS DE NUESTROS MINIGUALES MARTICORÁSTICOS!

La vio en el exterior de una sekos de los Sublimadores, bajo la masa rotundamente hinchada de un edificio con forma de resistor gigante. La entrada al templo era un bucle brillantemente iluminado, como un grueso pero pequeño arco iris con diferentes tonos de blanco. En el exterior del recinto había varios Sublimadores jóvenes, ataviados con resplandecientes túnicas blancas. Los Sublimadores –altos y delgados todos ellos– también resplandecían. Su tez despedía un brillo suave, tan pálido que rayaba en una anemia insalubre. El blanco de sus ojos vertía una suave luz, y la misma luz casi plateada se proyectaba desde sus dientes cuando sonreían. Sonreían todo el tiempo, aun cuando estaban hablando. La mujer estaba mirando a un par de entusiastas y gesticulantes Sublimadores con expresión de divertido desdén.

Era alta y de piel leonada. Tenía el rostro ancho y una nariz fina y casi paralela a los planos de sus mejillas; sus brazos estaban cruzados y el cuerpo se apartaba ligeramente de los dos jóvenes, con todo el peso apoyado en el talón de una de sus botas negras mientras, desde lo alto de aquella alargada nariz, sus ojos observaban a los brillantes Sublimadores. Sus ojos y su cabello parecían tan oscuros como la inmaculada túnica de sombra que ocultaba el resto de su figura.

Se detuvo y observó durante un momento su discusión con los dos Sublimadores. Sus gestos y la forma de moverse eran diferentes pero el rostro se parecía mucho al recuerdo que conservaba de ella, de hacía cuarenta años. Un poco mayor, tal vez. Siempre se había preguntado si habría cambiado mucho.

Pero no podía ser ella. Tishlin le había dicho que seguía a bordo de la
Servicio durmiente.
Si se hubiera marchado, se lo habrían dicho, ¿no?

Dejó que lo adelantara un grupo de alegres bystlianos y a continuación retrocedió unos pasos con aire inocente, estudiando la arquitectura de la válvula gigante que se elevaba al otro lado del pavimento. Inhaló de su bastón de nube con aire despreocupado y un poco hastiado mientras observaba cómo caía una fila de bombas en medio de la oscuridad y detonaba en algún lugar situado al otro lado de la fila de resistores con forma de barril que formaban el otro lado de la calle. Unas brillantes explosiones anaranjadas iluminaron el cielo y los escombros subieron y bajaron con lentitud. Calle abajo, una especie de conmoción rodeaba a un animal de enormes proporciones.

Se volvió hacia la abarrotada calle. En ese momento una forma gigantesca de color azul y dorado se deslizó bajo sus pies, arrastrada silenciosamente por el arroyo de mercurio que discurría bajo la placa de diamante. La chica que discutía con los Sublimadores se volvió y miró por un instante en su dirección mientras el grumo seguía su camino. Al devolver de nuevo su atención a los dos jóvenes brillantes, se dio cuenta de que la estaba mirando. Su mirada se posó sobre él y por un instante, antes de que siguiera hablando con los Sublimadores, una expresión –¿un atisbo de reconocimiento?– pasó por sus facciones. Genar-Hofoen no habría tenido tiempo de apartar la vista aunque hubiera querido.

Estaba preguntándose si debía acercarse a ella, esperar a ver si seguía su camino para abordarla entonces o sencillamente pasar de largo cuando una chica alta y con un traje brillante se le acercó y le dijo:

–¿Puedo ayudarlo, señor? Parece haber reparado en nuestro lugar de exaltación. ¿Le gustaría hacer alguna pregunta? ¿Puedo iluminarlo con algo?

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