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Authors: John Darnton

Experimento (51 page)

BOOK: Experimento
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Pero... ¿por qué? ¿Qué podía ofrecerles Rincón? Sólo había una respuesta que tuviera algún sentido: podía ofrecerles vivir más tiempo. Con tal de lograr eso, ciertas personas estarían dispuestas a cualquier cosa. Sobre todo, las personas que ocupaban cargos de poder.

Pero las cuentas no cuadraban. Eagleton era un hombre ya maduro, de sesenta años más o menos. Según lo dicho por Hartman, el tipo era demasiado viejo para que hubieran hecho un clon suyo al nacer. Sesenta años atrás, antes de la segunda guerra mundial, por entonces, nadie soñaba siquiera con la clonación. No existía la tecnología necesaria. Los únicos que tenían clones eran los hijos del Laboratorio, los cuales rondaban los treinta años.

«Como yo», se dijo.

Jude había llegado a un callejón sin salida y decidió dejar todas aquellas preguntas para más tarde.

Bebió otro sorbo de cerveza mirando a Skyler. Comenzaba a acostumbrarse a verlo al otro lado de la mesa de un bar.

Habían tenido muchísima suerte al ver la foto de Eagleton. Aquella pequeña pieza hizo que un gran fragmento del rompecabezas cayera en su lugar. La implicación de Eagleton explicaba el interés que el FBI sentía por el caso: las intervenciones telefónicas, los agentes que habían aparecido por Wisconsin buscándolos. Y quizá también explicase por qué los habían seguido mientras iban en el coche, en el caso de que, efectivamente, los hubieran seguido.

Además, el descubrimiento planteaba otra pregunta. ¿En qué bando estaba Raymond? Lo mismo podía ser amigo que enemigo. ¿Quién sabía de parte de quién estaba el federal? ¿Quién sabía de parte de quién estaba nadie?

De pronto Jude se dio cuenta de algo. Alzó su vaso y lo chocó con el de Skyler.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Raymond, el tipo del FBI con el que íbamos a entrevistarnos, sólo pretendía una cosa. Desde el principio ha querido conocerte, establecer contacto contigo. Él me pidió que te llevara conmigo. Y ahora ya sabemos por qué.

—¿De veras lo sabemos?

—Desde luego. ¿No te das cuenta? Tú eres la clave. Eres como la piedra de Rosetta.

—¿Cómo?

—Es una piedra que sirvió para descubrir la clave de los jero...

—Ya sé qué es la piedra de Rosetta. Lo que no sé es de qué demonios hablas.

—Tú eres la única persona que puede ayudarlos a dar con la clave del misterio —explicó Jude con creciente nerviosismo—. Si Eagleton forma parte de ese grupo, de esa conspiración, es indudable que no está solo. Hay otros, y todos están unidos al grupo, de algún modo y por alguna razón que no alcanzamos a adivinar. Pero nadie del mundo exterior sabe quiénes son. Los federales necesitan a alguien que los identifique. Y ese alguien eres tú. Eres un testigo presencial, ¿no te das cuenta? Aquel día, en la isla, los viste a todos reunidos. A toda la congregación.

—Pues sí, y no me lo recuerdes.

—Qué estúpido he sido. Durante todo el tiempo he tenido a mi lado a una fuente de información tan valiosa que el FBI daría cualquier cosa por acceder a ella, y no me he dado cuenta.

—Me alegro de que al fin me aprecies en lo que valgo.

—Sin bromas. Esto es importante.

Jude dejó su vaso sobre la mesa y se puso en pie.

—No te muevas de aquí. Ahora vuelvo.

Al cabo de un par de minutos estaba de regreso, llevando entre las manos un montón de diarios y revistas que había comprado en el quiosco de prensa más próximo.

Dejó los periódicos sobre la mesa y fue abriéndolos al azar. Todos contenían gran cantidad de fotos.

—Hojéalos. A ver si encuentras alguna cara que te resulte conocida.

—¿Bromeas?

—No, hombre. Inténtalo.

Y mientras Skyler hojeaba los periódicos, Jude le echó un vistazo al
Washington Post
, al
New York Times
, al
Mirror
y a otros diarios.

Una de las noticias le llamó la atención. El «ladrón de visceras» había cometido otro asesinato, el tercero. El cadáver estaba irreconocible a causa de las mutilaciones, y le faltaban las visceras. Lo habían encontrado en un bosque de Georgia, no lejos de los lugares en que habían descubierto a los otros dos. El
Post
informaba a fondo de la noticia; en el
Times
le dedicaban cuatro párrafos; en el
Mirror
no figuraba.

«Apuesto a que entre las heridas hay una del tamaño de una moneda de cuarto de dólar, situada en la parte interior del muslo derecho», se dijo. Pero es lógico que la policía no haya hecho pública esa información, pues oculta un detalle clave que, supuestamente, sólo el asesino conoce.

Y en aquel instante Skyler hizo también un descubrimiento. El joven lanzó una exclamación ahogada y varias cabezas se volvieron hacia el reservado que ocupaban los dos hombres.

—He dado con uno —dijo bajando la voz—. Mira.

Los propietarios de las cabezas perdieron el interés y dejaron de mirarlos.

Skyler tenía el dedo puesto sobre la frente de un financiero mundialmente famoso, un banquero llamado Thomas L. Smiley. A Smiley le sobraban razones para sonreír, ya que a la edad de treinta y cinco años había decidido invertir en una compañía de software que estaba empezando y la inversión no pudo resultar más provechosa. Aquél no fue más que el principio de una carrera salpicada de resonantes y lucrativos éxitos. Compraba empresas a diestro y siniestro, con el acierto de escoger las que sólo necesitaban una pequeña inversión de dinero para que su precio se pusiera por las nubes. Poseía el toque de Midas y, a los sesenta años, se le calculaba una fortuna personal de varios cientos de millones de dólares.

En la foto aparecía un atractivo y bronceado individuo sonriendo a la cámara durante una fiesta benéfica que se había celebrado en el Museo Metropolitano de Nueva York. A su lado, colgada de su brazo, posaba una elegante dama de la mejor sociedad neoyorquina.

—Lo vi aquel día. Estoy seguro. Voló hasta la isla en una avioneta. Lo reconocería en cualquier parte: la misma barbilla, la misma sonrisa jactanciosa. Esperaba que todos estuvieran pendientes de él... y todos lo estaban.

—Bingo. Y ya van dos... ¡y sólo Dios sabe cuántos quedan!

Dos cervezas más tarde, Jude tuvo otra de sus inspiraciones y salió del bar como una exhalación llevándose a Skyler casi a rastras.

Tomaron un taxi. Comenzaba a lloviznar y en las aceras empezaban a abrirse paraguas.

—¿Y para qué hemos de ir a ese sitio? —preguntó Skyler.

—Simplemente para dar un paseo por los augustos corredores del lugar en el que se deciden los destinos de la nación.

Se apearon en el Capitolio y entraron en el edificio mezclados con los turistas. La tarde estaba ya mediada. Ante el detector de metales se había formado una pequeña cola compuesta principalmente por grupos familiares que aguardaban para efectuar la visita turística.

Al principio no tuvieron suerte. Skyler miraba a todos aquellos con los que se cruzaban por los pasillos del Capitolio. Se asomaron a varias oficinas y pasearon por los amplios corredores. Mientras simulaban examinar el busto de algún político famoso, lo que en realidad hacían era estar pendientes de las conversaciones de los congresistas. Encontraron un despacho de atención al público en el que pudieron examinar las fotos que contenía el directorio del Congreso, un grueso volumen forrado en piel. Incluso se unieron a un grupo de congresistas, y con él llegaron hasta el andén de un tren eléctrico subterráneo. Lo tomaron, fueron al edificio Samuel Rayburn y regresaron.

Jude estaba ya a punto de arrojar la toalla cuando de pronto advirtieron que todos los congresistas se movían con paso presuroso en una misma dirección. Un guardia les explicó que era necesario que hubiera quórum para la votación de una enmienda presupuestaria. Aquél sería el último acto legislativo antes de que en el Congreso comenzaran las vacaciones de verano. No resultaba extraño que todos estuvieran tan impacientes por votar.

Se encaminaron a la galería reservada para los visitantes. Skyler se situó en un asiento de primera fila y miró desde lo alto hacia el salón de sesiones. El presidente del Congreso dio un golpe de maza y anunció que se iba a efectuar un recuento de asistentes. Los congresistas accionaron los conmutadores que encendían las lucecitas del tablero de recuento situado en uno de los laterales.

Skyler le dio con el codo a Jude. —Ese de ahí, el de la cuarta fila a la derecha. Jude miró al hombre que su compañero indicaba. Era un individuo bajo y regordete, con gafas de montura oscura y una calva que relucía por debajo de los largos cabellos que trataban sin el menor éxito de disimularla.

—Creo que lo conozco, pero no estoy seguro. Tendría que verlo de frente.

Localizaron el escaño del hombre en el folleto de turismo que tenía por título «Conozca a sus representantes». Aquel puesto correspondía a la delegación de Georgia.

Diez minutos más tarde, finalizada la votación, un mazazo del presidente dio por concluida la sesión y los congresistas se pusieron en pie. Cambiaron apretones de manos, abrazos, se despidieron con estentóreas voces y desaparecieron con la rapidez de los niños en el último día de clase.

Jude y Skyler tuvieron que preguntar varias veces hasta que llegaron a la oficina que buscaban. La puerta del despacho 316 estaba cerrada. La pasaron de largo y fueron a detenerse al fondo del corredor, cerca ya de la rotonda. Muchas de las puertas que daban al corredor se abrieron, y por ellas salieron hombres y mujeres dispuestos a comenzar cuanto antes las vacaciones. Pasados diez minutos, cuando ya apenas había ajetreo, la puerta 316 se abrió y salió el hombre bajo y con gafas. Visto desde el nivel del suelo, su cuerpo tenía forma de aguacate.

El hombre fue derecho hacia donde ellos estaban. Los dos se escondieron rápidamente tras una estatua de William Jennings Bryan en la que éste aparecía en actitud oratoria, con una mano tendida hacia adelante y la otra sobre el corazón.

—Míralo bien —dijo Jude, que permanecía oculto tras la estatua.

El hombre salió a paso rápido del corredor y giró sobre sus talones encaminándose hacia una puerta que estaba en la otra dirección.

«Vuélvete, le ordenó mentalmente Skyler. ¡Vuélvete!»

El hombre continuó derecho y llegó a la puerta. En aquel momento Jude lanzó un estrepitoso estornudo que resonó en todo el corredor.

El hombre se volvió. Skyler le echó un buen vistazo y se metió también tras la estatua de Bryant. Cuando salió de nuevo, el hombre había desaparecido y el ruido de la puerta al cerrarse aún resonaba en la rotonda.

Skyler sólo dijo una palabra:

—Bingo.

—Aún tenemos que hacer escala en otro puerto —dijo Jude mirando su reloj—. Si nos damos prisa, todavía llegaremos a tiempo.

En el taxi le dio a Skyler una conferencia sobre la Primera Enmienda, la libertad de prensa y las glorias del Cuarto Poder. Cuando en una democracia falla todo lo demás, dijo, cuando uno está desesperado y no sabe a qué recurrir, siempre puede buscar la salvación en los periódicos.

—Y por eso ya me siento cabreado por lo que estamos a punto de descubrir —declaró.

Las oficinas ejecutivas de la Wolrdwide Media Inc. ocupaban los tres últimos pisos de un moderno edificio de la avenida Connecticut. Desde allí, Tibbett y sus ejecutivos podían —figurativa y literalmente— mirar desde arriba a la Casa Blanca.

Una vez en el interior del edificio, Jude recordó que el vestíbulo tenía una salida en cada extremo. Hordas de empleados estaban ya saliendo por ambas puertas. Lo cual no les convenía, pues si Jude y Skyler se apostaban en una de las puertas, el hombre al que buscaban podía salir por la otra. El único remedio era tratar de atajarlo en el piso duodécimo. Jude sabía por una visita anterior a Washington —que realizó cuando, por algún motivo, el jefe del departamento lo invitó a la fiesta anual que daba el club de prensa de la capital— que la compañía tenía allí su propia zona de recepción. Los ejecutivos que bajaban de los pisos altos cambiaban allí de ascensores para llegar al vestíbulo.

Jude también sabía que en el piso duodécimo habría una recepcionista que les pediría la documentación. Él tenía su credencial de prensa del
Mirror
, pero ¿qué haría Skyler? Él era el que contaba. Quizá, si sabían enrollarse bien, les permitieran pasar.

Resultó que se había preocupado en vano. Cuando salieron del ascensor, el escritorio de la recepcionista estaba vacío, lo mismo que el resto de la sala. En el rincón había un televisor en funcionamiento, sintonizado, cómo no, con la cadena de televisión Tibbett.

Todo lo que se veía, desde los tiradores de las puertas hasta las estructuras de acero de las sillas, era ultramoderno. Una de las paredes estaba ocupada por ventanas de cristal color humo que llegaban desde el suelo hasta el techo. Todo aquel vidrio producía la sensación de que la oficina estaba suspendida en el espacio, como si se tratara del interior de una carlinga. De hecho, Tibbett era un apasionado del vuelo, y por todas partes había elementos decorativos relacionados con la aviación: modelos de aviones, hélices montadas en la pared y un cenicero de cristal con una foto de Charles Lindbergh.

Frente al elevador había un mullido tresillo de cuero. Jude le indicó a Skyler que se sentara en uno de los sillones y le tendió un periódico de la pila que había junto al escritorio de recepción. —Si es necesario, utilízalo para taparte la cara. No lo olvides: tú tienes que verlo a él, pero él no tiene que verte a ti.

Jude aguardó en el recodo de un pequeño pasillo que conducía al servicio de caballeros.

No tuvieron que esperar mucho. Cinco minutos más tarde, bajó un ascensor y varios hombres salieron de la cabina y se dirigieron rápidamente hacia los ascensores que descendían hasta el vestíbulo. Uno de ellos se movía con la segura autoridad de los jefes ejecutivos. Atisbando discretamente desde su rincón, Jude confirmó que se trataba de Tibbett.

¡Y de pronto Tibbett se apartó del grupo y se dirigió derecho hacia él!

Jude se retiró rápidamente al interior del servicio. Oyó pasos tras de sí y se metió en una de las cabinas. De pie sobre el inodoro, esperó conteniendo el aliento. Oyó abrirse la puerta, luego unos pasos, una cremallera que bajaba, el sonido de un hombre orinando, y luego el del agua de la cisterna al caer. Al fin volvieron a sonar los pasos, y la puerta se abrió y se cerró.

Jude aguardó un par de minutos antes de atreverse a salir del servicio.

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