Experimento (48 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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Ya con las fotos en un bolsillo, cruzó en coche la ciudad hasta llegar al restaurante Big Bull. Ahora venía la parte difícil. Estacionó, rodeó el edificio y entró por la puerta de la cocina, situada en la parte posterior. La puerta estaba abierta y se hallaba junto a un aparato de aire acondicionado que zumbaba a toda potencia y que no enviaba aire fresco a los que trabajaban en la cocina. Los cocineros, los pinches y los mozos sudaban a mares. Todos lo observaron con curiosidad pero nadie le dijo nada. Encontró al mozo mexicano y, por su expresión al verlo, se dio cuenta de que el hombre lo recordaba de la noche anterior. Los dos salieron a la calle para hablar.

La conversación duró diez minutos. Jude ofreció un cigarrillo al mexicano y estuvieron unos momentos hablando de esto y de aquello. Después vino la petición, hecha con tacto pero también con firmeza: «Sin duda tú sabes dónde puedo conseguir lo que busco. Es para un amigo, para alguien que probablemente está en la misma situación que muchos amigos tuyos.» La charla se cerró con otros dos billetes de veinte dólares. Una hora más tarde, Jude se encontraba en una zona de chabolas situada en las inmediaciones de Phoenix. Los senderos de tierra se entrecruzaban unos con otros, y conducían a estacionamientos de caravanas, y a polvorientos solares en los que se alzaban chabolas y cobertizos repletos de niños y pollos. El lugar se parecía a ciertos barrios de Ciudad de México.

Tuvo que detenerse a cada poco para preguntar y le pareció que algunos de los residentes se hacían los ignorantes. Al fin, divisó el pequeño cartel escrito a mano que le habían indicado que buscase y que decía: DOCUMENTOS
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. Estacionó el coche y, cuando se disponía a entrar, un corpulento mexicano que apoyaba en la puerta un antebrazo del tamaño de un jamón le cortó el paso. Por encima del hombro del hombre, Jude pudo ver una gran fotocopiadora Xerox, que no podía resultar más incongruente en aquel rústico lugar.

Conseguir lo que deseaba le llevó cuarenta y cinco minutos, otros seis cigarrillos, ciento cuarenta dólares y todo el poder de persuasión que pudo ejercer con su rudimentario español. Se bebió una cerveza caliente mientras la máquina hacía su trabajo y el hombre, sentado a un improvisado escritorio, manejaba los cuchillos, las tijeras y las láminas de plástico que eran las herramientas de su oficio.

—Pero... ¿por qué dos? —preguntó—. ¿Y por qué el mismo apellido pero dos nombres distintos?

—Por razones familiares —dijo Jude por toda contestación, y con aquello quedó zanjada la cuestión.

Jude llegó en el coche a un pequeño barranco flanqueado por unas grandes escarpaduras rocosas. En lo alto distinguió algunas aberturas y se preguntó si aquellas cuevas estuvieron en tiempos habitadas por los indios del desierto. Quizá las utilizaron como último reducto. Tal vez vivían en el valle y, en los casos de emergencia, se retiraban allí arriba con toda la comida que podían transportar.

Más adelante se encontró con la civilización: una gasolinera y una fábrica de cemento. La carretera se hizo más ancha y su superficie pasó a ser de asfalto negro. Vio un letrero que le llamó la atención y le hizo reflexionar en algo que venía rondándole la cabeza, como uno de esos nombres que uno no logra recordar. El recuerdo, vago pero fuerte, lo asaltó por primera vez cuando estaba en la reserva india de las montañas. Desde entonces, había vuelto a pensar en ello varias veces.

Miró su reloj. Ir allí supondría un desvío de varias horas pero, si se daba prisa, dispondría del tiempo necesario. Cuando llegó a la carretera principal tomó rumbo sur en dirección a Tucson. Las onduladas colinas estaban punteadas por cactus saguaro, con los brazos alzados como si fueran víctimas de un atraco.

El Museo del Desierto de Sonora, de Kinney Road, estaba situado en un valle, al final de una empinada y sinuosa carretera que partía de Gates Pass, en el Tucson Mountain Park. En la entrada había un patio bien cuidado con espacios sombreados y porches abiertos. Más allá se alzaba el edificio principal, que era de estuco.

Estacionó junto a un autobús del que salía un grupo de estudiantes de secundaria. Los jóvenes formaban grupos en la acera, autosegregados en razón de su sexo. Las chicas tomaron la delantera, charlando y susurrando entre ellas, mientras los chicos se quedaban atrás, bromeando y empujándose unos a otros.

Jude pagó los 8,95 dólares de la entrada y esperó a que los estudiantes pasaran. Mató el tiempo en la tienda de regalos mirando las postales, las pulseras de plata, los collares de cuentas y las pinturas indias en arena. Sobre un estante había un montón de periódicos y, por reflejo, le echó un vistazo a los titulares. En el mundo no estaba sucediendo nada importante.

Esperaba que la visita compensara el gasto. Comenzaba a sentirse preocupado por el dinero. Si Skyler tenía que permanecer una larga temporada en el hospital, muy pronto se quedarían sin fondos. Naturalmente, siempre le quedaba el recurso de volver a su vieja identidad y cargar los honorarios a su propio seguro médico, pero eso suponía que podrían localizarlo. Por otra parte, cuanto más tiempo se quedasen por aquellos contornos, más pistas dejarían a sus perseguidores.

Se dirigió al lugar en el que comenzaba el museo. Desde allí partían varios senderos que comunicaban los distintos pabellones de estuco. No vio moros en la costa, así que se dirigió directamente al edificio color chocolate de techo plano y gruesos muros que quedaba a su derecha y en el que un cartel anunciaba: REPTILES E INVERTEBRADOS. El interior estaba en penumbra y por unos momentos el deslumbrado Jude no logró ver nada. Percibió el acre olor de la orina y el sudor, y sus ojos se fueron acostumbrando a la falta de luz. A su derecha había un terrario. Sobre la tierra compacta, entre las ramas y troncos sin corteza que llenaban el suelo, descansaban grandes tortugas, inmóviles bajo sus enormes caparazones. A su izquierda, en otro terrario similar, había monstruos de Gila de más de un palmo de longitud. Sus cuerpos eran negros y estaban moteados por manchas de color entre rojo y naranja.

Más adelante estaban las serpientes, unas inmóviles, como dormidas, y otras que se deslizaban sigilosamente entre las piedras y las ramas. Frente a ellas, unos cuantos niños, tan inmóviles como lo habían estado las tortugas, contemplaban fascinados a una serpiente de cascabel enroscada alrededor de un tronco.

Al fin Jude llegó a la sección de los lagartos. Los había a docenas, de todos los colores y tamaños. Unos tenían la cola corta; otros, larga; algunos poseían crestas dorsales con forma de dientes de sierra; a otros les colgaban de la barbilla finas papadas de piel escamosa. Los había que apenas eran visibles entre el barro o que se hallaban encaramados como centinelas en lo alto de troncos. Cuanto más se fijaba Jude en el interior de las jaulas de cristal, más lagartos distinguía. La mayor parte de ellos permanecía inmóvil, pero de cuando en cuando algunos iban de un lado a otro sin propósito aparente, moviéndose con una rapidez que tenía algo de alarmante.

Podía acercarse y mirar a los animales a los ojos. Había un lagarto cornudo tejano (
Phynosoma cornutum
) de cuerpo plano salpicado de púas y rostro de aspecto diabólico. Y una iguana común (
Iguana iguana
) de más de medio metro, que se aferraba al tronco de un árbol con finos dedos que terminaban en largas uñas negras. Y luego estaba la iguana chuckwalla (
Sauromalus obesas
), que medía cuarenta centímetros y poseía un extraño cuerpo bicolor y luminiscente. Según el cartel explicativo, el animal tenía el hábito de esconderse en grietas y, cuando se sentía amenazado, hinchaba el cuerpo de forma que fuera imposible arrancarlo de su escondite. «No es mala defensa», se dijo Jude.

Pero aún no había dado con lo que buscaba.

Volvió al exterior y siguió un sinuoso camino que lo condujo a través de los recintos rodeados por fosos donde se exhibían leones de montaña, osos negros, puercoespines, lobos mexicanos, ciervos de cola blanca.

Y de pronto lo vio: solo en su pequeño recinto, situado en el lugar más árido y caluroso del parque.

El lagarto era idéntico al que había visto hacía un par de días ante la oficina de la reserva india. También estaba encaramado a un madero, y lo miraba con un solo ojo, sin parpadear.

Jude se acercó más. Contempló la gruesa piel, las escamas con forma de diamante, la curvatura de la boca, que confería al animal una expresión de crueldad. Advirtió que sus costados subían y bajaban casi imperceptiblemente. Miró fijamente el único ojo visible del lagarto, la pupila esférica que parecía un negro pozo sin fondo.

Y, de pronto, Jude recordó. Había visto antes reptiles como aquél. Los conocía de su infancia, los había visto de cerca durante años. Claro, se dijo. Eso es. Teníamos lagartos. Los cuidábamos. A su cerebro acudió una imagen: él, de niño, con las manos apretadas contra el cristal, con la vista fija en los negros y profundos ojos de los lagartos.

El momento de evocación quedó interrumpido por la súbita aparición de una figura a su izquierda. Se volvió y vio a una mujer de treinta y tantos años, con el rubio cabello recogido en una cola de caballo y gafas de gruesa montura. La recién llegada le dirigió una sonrisa.

—Lo veo muy interesado —dijo—. Son mis favoritos.

Jude se fijó en la placa de identificación que la mujer llevaba en el bolsillo superior de su traje de chaqueta: ENCARGADA. DEPTO. REPTILES.

—¿Por qué son sus favoritos? —le preguntó Jude con una sonrisa.

Y en aquel momento se dio cuenta de que en el pequeño recinto había otra media docena de lagartos como el que estaba contemplando. Por primera vez, leyó el letrero pegado a la barandilla: LAGARTO COLA DE LÁTIGO.

—Tienen características ciertamente peculiares —contestó ella.

—¿Ah, sí? ¿Qué hace nuestro amigo?

—En realidad, es amiga.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe a cuál de ellos me refiero?

—Da lo mismo a cuál se refiera —respondió la mujer sonriendo—. Son partenogenéticos. Ésa es su característica más sobresaliente.

—¿Qué significa eso de «partenogenéticos»?

Por el rabillo del ojo, Jude pudo ver que se aproximaba la pandilla de ruidosos adolescentes con exceso de hormonas en la sangre.

—Significa que se reproducen sin necesidad de que un óvulo sea fecundado —explicó la encargada—. En otras palabras, todos los ejemplares de esta especie son hembras.

Jude quedó boquiabierto.

—¿No hay ningún macho? ¿Y cómo se las arreglan?

—Pues la verdad es que bastante bien. Se duplican a ellas mismas perfectamente por medio de una rudimentaria clonación. De resultas de ello, cada una es exacta a todas las demás. En muchos aspectos, eso parece hacerles la vida más fácil. Yo diría que los miembros de esta pequeña colonia son bastante felices.

La mujer se estiró la chaqueta y se acodó en la barandilla.

Sonó un coro de risas que se fue haciendo más fuerte. Los chicos y chicas intercambiaban codazos y señalaban hacia el lugar en el que un lagarto cola de látigo estaba montando a otro, en posición inequívocamente coital.

Jude miró a los lagartos y luego a su compañera.

—¿Y cómo explica usted eso?

—Un comportamiento de lo más intrigante. De cuando en cuando, una hembra monta a otra. Es como si guardaran un recuerdo latente.

—¿Recuerdo latente? ¿De qué?

—Del acto sexual.

Mientras conducía de regreso al hospital, Jude no pudo evitar hacer un chiste a su propia costa: «Recuerdo latente del acto sexual —pensó. Igualito que yo.»

En la tienda de regalos del hospital, Tizzie compró un paquete de maquinillas de afeitar desechables, un bote de espuma de afeitar, un frasco de loción para después del afeitado, un cepillo de dientes y un tubo de Colgate. Le apetecía comprarle cosas a Skyler. Miró en un expositor de revistas por si veía algo que pudiera interesarle. ¿
Esquire
? ¿
Vanity Fair
? ¿
Newsweek
? Resultaba extraño. No le habría costado nada escoger revistas para Jude, pues ella conocía sus gustos en cuanto a lectura. Pero Skyler... ¿qué preferiría él? ¿Tendría los mismos gustos que Jude? Le daba la sensación de que no. Miró una y otra vez. Había tanto para elegir... ¿Por qué ninguna de las revistas le resultaba atractiva?

¿Dónde estaría Jude? Se había ido hacía horas. Consultó su reloj. Seis horas, para ser exactos. ¿Qué estaría haciendo? No era que a ella le disgustase quedarse sola con Skyler, pues resultaba estupendo verlo recuperado, volviendo a ser el de siempre. Lo había ayudado a caminar arriba y abajo por el pasillo, y pudo darse cuenta de que, cada vez que lo tocaba, a él prácticamente se le ponía la carne de gallina, lo cual a Tizzie no dejaba de resultarle gratificante.

La cajera sumó el importe de las compras en la caja registradora, lo metió todo en una bolsa, cobró y le devolvió el cambio.

—Muchas gracias —dijo Tizzie.

—Gracias a usted —respondió la muchacha con una sonrisa.

Cuando se volvía, dispuesta a salir, miró fortuitamente hacia la ventana que daba a la calle, donde el sol caía de plano y se reflejaba en las ventanillas de un par de coches. Y de pronto vio algo o, mejor dicho, a alguien, y se quedó petrificada. Ahogó una exclamación. ¿Sería posible? ¿Estarían engañándola sus ojos? Y es que al otro lado de la calle, mirando a uno y otro lado como si se dispusiera a cruzar, había un hombre fornido y con un mechón blanco en el cabello.

Ella nunca lo había visto antes, pero había oído su descripción de labios de Skyler y de Jude. ¿Podía tratarse de una coincidencia? Tenía el palpito de que no. Y cuanto más miraba al hombre, más convencida estaba de que éste era uno de los ordenanzas.

Dejó caer su bolsa al suelo y, sin hacer caso del sorprendido «¡Eh, oiga!» de la cajera, salió corriendo al pasillo. Siempre a la carrera, dejó atrás la zona de recepción y las oficinas de la planta baja y, por una escalera lateral, subió hasta el tercer piso y abrió de golpe la puerta. Miró rápidamente a ambos lados y echó a correr pasillo abajo en dirección a la habitación de Skyler. Cuando entró, el joven se estaba quedando adormilado.

Tizzie lo sacudió casi con violencia.

—¡Levanta! ¡Aprisa! ¡Tenemos que irnos!

Él la miró sobresaltado y sin entender.

—¡Vamos, de prisa! He visto a uno de esos hombres en la calle. A un ordenanza. ¡Seguro que te anda buscando!

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