Authors: John Darnton
Sin embargo, ahora Skyler ya no sabía qué pensar. La foto lo había cambiado todo. O tal vez no. Era imposible que en el mundo existiera otra Julia. Y sin embargo aquella persona —Tizzie, la había llamado Jude—, era su vivo retrato. Se parecía a Julia tanto como Jude a Skyler. Pero... ¿cómo podía ser eso posible? ¿Tanto abundarían en el mundo los dobles? ¿Estaría a fin de cuentas Jude representando una comedia? ¿Formaría parte de la misma conspiración que acabó con Julia? ¿Tendría Jude la intención de matarlo también a él? Skyler se dijo que tendría que mantenerse permanentemente en guardia.
Se despojó del pijama y lo tiró en un rincón. Luego se metió en la bañera. Había otra cosa que no quería admitir cuando pensaba en la foto. La imagen le había sorprendido y entristecido, al traerle recuerdos de Julia. Pero también había hecho nacer en él una mínima esperanza. Por lo visto, existía alguien con el mismo aspecto. Quizá, por imposible que le resultara creerlo, la mujer también actuase como Julia... quizá incluso fuese como ella.
En aquel momento Skyler oyó un ruido. En alguna parte sonaba agua cayendo sobre un suelo de baldosas.
Jude estaba tumbado en su cama, con las manos enlazadas tras la cabeza, contemplando el techo. Hacía unos momentos había representado una pequeña comedia para levantarle el ánimo a Skyler. Había hecho ver que tenía un plan de acción. Pero lo cierto era que no tenía ni idea de qué podía hacer ni de a quién podía recurrir. Jamás se había visto en una situación tan endemoniada como aquella.
Debía proceder paso a paso, tratar de resolver las incógnitas una a una. Aquella partida de ajedrez tendría que jugarla haciendo uso del instinto. Iría desplegando los peones con la esperanza de que tarde o temprano se le ocurriese alguna buena jugada. Lo primero y principal era poner a Skyler a buen recaudo. Probablemente, tendría que disfrazarse de algún modo. Se preguntó si, pareciéndose más a él, Skyler correría más o menos peligro.
Tal vez conviniera buscar ayuda, hablar con alguien. Tarde o temprano, Tizzie tendría que enterarse de lo que ocurría. Siguiendo un súbito impulso, descolgó el teléfono y marcó su número, pero no estaba en casa. Seguía fuera de la ciudad, sabía Dios dónde. En el mensaje del contestador, su voz sonaba fría y formal. Jude se limitó a dejar su nombre.
En el momento en que colgaba el teléfono, oyó algo: agua cayendo sobre el suelo.
«Cristo. Ese chico ni siquiera sabe bañarse sin ponerlo todo perdido de agua.»
Se levantó rápidamente, fue al baño y abrió la puerta. El agua de la bañera se estaba desbordando y Skyler trataba de cerrar los grifos. Cuando lo consiguió, volvió a estirarse en la bañera.
Y ahora le tocó a Jude el turno de sorprenderse. Se fijó en un detalle del cuerpo de Skyler, una pequeña mancha azul que tenía en la parte interna del muslo derecho.
—¿Qué demonios es esto? —le preguntó señalándola.
—Nuestra marca. Todos la tenemos.
—¿Todos?
—Sí, todos los jiminis.
Jude miró la marca más de cerca. Era un poco mayor que una moneda de veinticinco centavos y su diseño era muy curioso. Parecían dos bebés, uno frente a otro, unidos por las manos.
—Mierda —exclamó Jude asombrado—. Es un tatuaje. Alguien te hizo un tatuaje. —le dijo clavándole la mirada—. Y vuestro nombre no es jiminis. Es géminis.
Jude estaba cruzando a gran velocidad el puente Tappan Zee. El coche iba tan de prisa que la luz del sol parpadeaba entre los soportes del puente como una vieja película en blanco y negro. Allá abajo, el Hudson fluía hacia el norte hasta perderse de vista. Sus aguas estaban salpicadas de velas que parecían comas blancas sobre la superficie azul.
Estaba hecho un lío. Todo aquello era absurdo. La marca en el muslo de Skyler tenía que significar algo, y el hecho de que él y los otros miembros de su «grupo de edad» —sabía Dios lo que significaba el término— recibieran el nombre de géminis también tenía que significar algo. Pero... ¿qué? Jude no tenía ni la más remota idea. No obstante, al ver la marca había recordado algo. ¿Sería una coincidencia? ¿O tal vez el cadáver de Tylerville tenía una marca similar en el muslo hasta que su asesino se la arrancó? Pero... ¿por qué tuvo que arrancársela? El misterio no sólo se estaba haciendo cada vez más profundo, sino también cada vez más amplio.
Al menos, ahora ya tenía algo que hacer, un punto de partida. Él era reportero y, como tal, especialista en desenterrar verdades que la gente trataba de mantener ocultas, así que lo único que necesitaba era eso, un punto de partida. Ahora que ya estaba sobre la pista, la seguiría como un sabueso, y se mantendría sobre ella hasta que alcanzase la solución del misterio o llegara a un callejón sin salida.
De momento se dirigía a toda velocidad a New Paltz. Lo de encontrarle alojamiento a Skyler podía esperar, pues la visita a New Paltz era más importante.
Una vez Skyler estuvo limpio y presentable, con unos vaqueros y una camiseta, lo primero que hizo Jude fue llamar por teléfono. Habló desde la cocina para que Skyler no lo oyese. No porque desconfiase de él, sino porque, simplemente, consideraba que, hasta que las cosas estuvieran un poco más claras, cuanto menos supiera Skyler, mejor.
—Operaciones Especiales —respondió la secretaria.
Jude dio su nombre. Esta vez pasó más de un minuto antes de que Raymond se pusiera al aparato.
—Hola, chico, ¿qué tal te va?
—Bien. ¿Y a ti?
—Estupendamente.
Jude se esforzó en hablar con voz normal, en no dejar traslucir el más mínimo nerviosismo, y le pareció que Raymond estaba haciendo lo mismo.
—Te llamo porque aún sigo investigando el caso de asesinato de New Paltz, y quería saber si había surgido algo nuevo. ¿Se identificó por fin a la víctima?
—Mierda, sí. La identificación llegó hace poco. Quería llamarte pero... Ya sabes. He estado ocupadísimo.
Jude abrió su cuaderno de notas.
—Bueno, ¿cómo se llamaba el tipo?
—A fin de cuentas, el tal McNichol hizo todo un trabajo. La huella dactilar no sirvió para nada. Pero resultó que el difunto aparecía en la base de datos ADN. No en la nuestra, sino en otra a la que accedió el forense. Lo buscó y dio en el blanco. Lo que terminó de zanjar el asunto fue que el muerto era de por aquí. Un juez, si no recuerdo mal.
—¿Sabes el hombre?
—Aguarda, que voy a por el expediente.
Raymond dejó el receptor sobre la mesa. Se oyó ruido de papeles y luego la voz de Raymond.
—Oye, todo esto debe quedar entre nosotros. Ésta no es nuestra jurisdicción, así que tú y yo no hemos hablado.
—Entendido.
—Por cierto, ¿desde dónde me llamas?
Raymond no solía hacer aquel tipo de preguntas. ¿Qué le importaba desde dónde lo estuviera llamando?
—Desde la redacción.
—¿No es un poco temprano para eso?
—Tengo mucho trabajo atrasado e intento ponerme al día —respondió Jude. Y añadió—: Estoy pensando en irme fuera unos días.
—¿Ah, sí? ¿Adonde irás?
Jude lamentó haber tocado aquel tema. En realidad, no pensaba irse a ningún sitio.
—Aún no lo sé.
Raymond chasqueó la lengua como si no estuviera muy convencido.
—Bueno, aquí tengo el nombre —dijo tras una pausa—. ¿Tienes con qué apuntar?
—Sí.
—Como te he dicho, el tipo es juez. Joseph P. Reilly. Dirección, el 197 de West Elm Drive. Tylerville.
—¿Teléfono?
—No aparece en la guía.
—Ya, pero tú puedes averiguarlo.
—Ya te he dicho que el caso no es nuestro.
—¿Puedes decirme algo más sobre el juez? ¿Qué clase de juez es... o era?
—No lo sé bien. Creo que pertenecía a un tribunal estatal.
—Bueno, pues gracias. Ah, otra cosa.
—¿Cuál?
—¿Cómo es que el juez aparecía en la base de datos? Yo creía que en vuestra base de datos sólo aparecían los delincuentes convictos.
—En la nuestra, sí. Y en la de Nueva York, también. Pero otras agencias actúan de otro modo. Le dijeron a Reilly que, como miembro del tribunal del estado, tenía que predicar con el ejemplo. Según me contó McNichol, al principio el tipo se negó en redondo. Los periódicos locales armaron un gran revuelo a causa del asunto.
—Muy interesante. ¿Alguna otra cosa digna de mención?
—Nada. Pura rutina. El asesino sigue suelto, eso es todo.
—Bueno, pues gracias de nuevo.
—De nada. Si te parece, un día escribe un buen artículo sobre mí, como hiciste con McNichol.
En la cabeza de Jude sonó una pequeña alarma.
—Pero si apenas salió nada. Los del periódico sólo publicaron un miserable extracto.
—Publicaron lo suficiente. Le lamiste el culo a McNichol. Deberías avergonzarte.
Después de la llamada, Jude le hizo prometer a Skyler que se quedaría en el apartamento. Comenzaba a cansarse de ir detrás de su sosia. Tras el incidente de la bañera había decidido que, si quería que el apartamento siguiera de una pieza, más valía que le enseñase a Skyler dónde estaban los interruptores de la luz, cómo se encendía el gas, y cómo se cerraba la puerta. Le repitió que no se le ocurriera contestar al teléfono. Sólo debía hacerlo, le dijo, si sonaba tres veces, se interrumpía y volvía a sonar. Aquélla sería la contraseña. Volvió a insistir en que se tomara el somnífero y le dijo que no volvería hasta la noche.
Después Jude se puso la chaqueta vaquera y recogió el magnetófono. En el momento en que iba a cerrar la puerta recordó un detalle de su conversación con Raymond en el que en su momento no había reparado. Regresó a la cocina y salió del apartamento minutos más tarde, en el bolsillo izquierdo de la chaqueta llevaba dos bolsas de plástico autoprecintables con algo dentro.
McNichol no estaba en su domicilio/empresa de pompas fúnebres de Tylerville, así que Jude fue en el coche hasta el hospital de Poughkeepsie. Cruzó el vestíbulo principal, ignorando las señas que le hizo la recepcionista, y bajó por la escalera. Una vez abajo vio que la puerta de un despacho se hallaba ligeramente entreabierta. Se asomó y vio a McNichol sentado a un escritorio, con las gafas en la frente y gran cantidad de papeles extendidos ante sí.
McNichol no pareció muy contento de verlo, y la cordialidad y el buen humor del anterior encuentro brillaban por su ausencia. Mientras Jude se disculpaba por molestarlo de aquel modo, el forense no dejaba de mirar los papeles de su escritorio, como si estuviera deseoso de reanudar el trabajo interrumpido. Jude supuso que McNichol debía de sentirse molesto por la poca importancia que el periódico le había dado al caso.
Consciente de que su presencia no era acogida de buen grado, Jude recurrió a la más eficaz de las armas: el halago.
—Me han contado que logró usted una identificación por medio del ADN. Creo que hizo un gran trabajo.
—Sí, bueno. Más o menos.
—Y resultó que la víctima era un juez, ¿no?
—Oiga, mire... ¿Cómo me dijo que se llamaba?
—Jude Harley.
—Señor Harley, para cualquier consulta referente a ese asunto, diríjase usted a la policía, ya que ahora el caso está en sus manos. —Hizo una pausa y añadió—: No entiendo qué sucede. Este caso no deja de crearme problemas.
Jude se hacía cargo. La muerte de un juez podía ser una noticia bomba. Indudablemente, habían amonestado al forense por permitir que los periodistas presenciaran la autopsia. Probablemente, Gloria, la reportera del periódico local, había dejado a McNichol con el culo al aire. La publicación de los detalles de la muerte podía, sin duda, obstaculizar la investigación policial.
—Si con mi artículo le compliqué la vida, lo siento.
—Complicar es poco. ¿Querrá creerse que entraron a la fuerza en mi laboratorio? Se llevaron las muestras de la autopsia. Es la primera vez que me ocurre.
—¿Para qué querría nadie hacer algo así?
McNichol se encogió de hombros y volvió a mirar sus papeles.
Había llegado el momento de cambiar de tema.
—En realidad, no he venido a hablar de eso —dijo—. Intento solucionar un misterio, y se me ocurrió que usted podría ayudarme.
Al oír la palabra misterio, McNichol pareció cobrar nueva vida. Apartó la vista de los papeles y miró curiosa e inquisitivamente al periodista. Jude echó mano al bolsillo de la chaqueta, sacó las dos bolsas de plástico con mechones de pelo oscuro y se las ofreció a McNichol como si fueran un presente. Una contenía un mechón de cabello de Skyler y la otra un mechón de cabello de Jude, que él mismo se había cortado.
Al salir del hospital, Jude se encaminó a una zona en la que se agrupaban diversos edificios municipales. Caminó dos calles en dirección al juzgado, un magnífico edificio de ladrillo rojo con un bajorrelieve de la ciega Justicia sobre la entrada. Antes de entrar, se metió en una cabina telefónica, sacó la agenda, buscó el teléfono de la redacción de Gloria y lo marcó. En cuanto la periodista oyó la voz de Jude, le dijo que estaba terminando un trabajo urgentísimo acerca de las subidas eléctricas y se libró de él. Jude se encogió de hombros. Era una lástima, Gloria podría haberle dado detalles acerca de la muerte del juez.
Entró en el edificio. Sobre un muro estaba la lista de salas de audiencia y otras oficinas. Fue leyendo todos los renglones hasta que uno de ellos pareció saltarle encima: TRIBUNAL DEL CONDADO. JUEZ JOSEPH P. REILLY. SALA 201. Jude frunció el entrecejo. ¿Cómo no habían retirado el nombre? Bonito ejemplo de eficacia burocrática.
Se dijo que, ya que estaba allí, podía pasar por la oficina del juez, a ver si conseguía averiguar algo acerca del difunto. Tal vez la secretaria pudiera darle la hoja biográfica del tipo, o quizá incluso una copia de su nota necrológica. Subió a pie hasta el segundo piso y llamó a la puerta 201, que era de madera y cristal biselado. Una voz femenina dijo: «Adelante.» Jude entró y vio que la dueña de la voz era una mujer negra que lucía una blusa roja y tenía cara de no aguantar tonterías.
Jude se presentó y expresó sus condolencias, que sólo consiguieron desconcertar a la mujer.
—Oiga, ¿qué desea exactamente? —quiso saber.
—El juez, el juez Reilly... —comenzó Jude.
—Está viendo una causa. La tercera puerta a la derecha —dijo la secretaria, y se desentendió de él.
Entre la niebla de su asombro, Jude dio con la puerta indicada. Entró y se encontró en una sala de audiencias con las paredes revestidas de madera de roble. Los bancos estaban atestados de público. La tarde era calurosa y tres de las ventanas se hallaban abiertas, aunque por ellas sólo entraba una ligerísima brisa. En la parte delantera de la sala, sobre una tarima elevada, con una bandera norteamericana a un lado y otra azul de Nueva York al otro, se sentaba el juez, que era sorprendentemente joven. Ante sí tenía una placa con su nombre. Reilly parecía en plena forma y, lo más importante, también parecía estar sumamente vivo.