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Authors: John Darnton

Experimento (25 page)

BOOK: Experimento
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—No estamos seguros de que lo que está sucediendo sea eso —dijo Jude.

El periodista percibía la dicotomía que se estaba produciendo en Tizzie. La científica parecía fascinada por la posibilidad de que fueran gemelos idénticos, mientras que la mujer enamorada parecía preocupada, angustiada.

Y Skyler parecía angustiado por la angustia de Tizzie.

Jude consideró que había llegado el momento de tomar las riendas de la situación.

—Escucha —dijo mirando a Skyler—. Lo primero que tenemos que hacer es encontrar un sitio en el que estés seguro. Aquí no lo estás, porque probablemente ellos, quienes demonios sean, saben que estás aquí. Mañana tendremos que buscarte un sitio para vivir. Y creo que también deberíamos cambiar tu apariencia. No estoy seguro de si es una ventaja o un inconveniente que te parezcas a mí y que todos te confundan conmigo, pero, teniendo en cuenta todo lo sucedido, tiendo a creer que es un inconveniente.

»Tizzie, deberías quedarte esta noche aquí. Así, mañana a primera hora podremos comenzar temprano a hacer las diligencias necesarias.

Jude quería que se quedase por la propia seguridad de la joven, y también le confortaba que le afectase tanto el hecho de que tuviera un gemelo. Sin duda, los sentimientos que Tizzie albergaba hacia él eran muy profundos. Quizá se había equivocado al pensar que la joven no estaba segura de seguir adelante con la relación.

Pero Tizzie insistió en marcharse. Dijo que llevaba varios días ausente y le apetecía dormir en su casa.

—Por cierto, ¿adonde fuiste? —preguntó Jude mientras bajaba las escaleras con ella.

—A Milwaukee —respondió ella—. Estuve en casa de mis padres.

—¿Cómo se encuentran?

—Nada bien. Sólo tienen los achaques propios de la edad, pero... Están envejeciendo tan de prisa...

Jude paró un taxi y se inclinó para besarla en la mejilla. Tizzie le sonrió falsa y valerosamente.

Poco rato más tarde, mientras se desnudaba para acostarse —esta vez sería Skyler el que durmiera en el sofá—, volvió a sentirse impresionado por lo absurdo que era cuanto había sucedido en los dos últimos días. Cada vez estaba más seguro de que Skyler era su hermano y quizá su gemelo. Nadie habría supuesto que algo así podía suceder, y sin embargo había sucedido. Y, para colmo, todo ocurría entre un cúmulo de coincidencias. Había conocido a Tizzie mientras investigaba para un reportaje sobre los gemelos idénticos, y luego resultaba que tenía un gemelo idéntico. Fue a cubrir la historia de un asesinato, y luego resultó que la víctima del asesinato tenía alguna relación con Skyler. ¿Qué posibilidades había de que cosas como aquéllas sucedieran por casualidad?

Hacía unos minutos, mientras los tres se hallaban reunidos en la sala, Jude había tenido una extrañísima sensación. En torno a ellos estaban sucediendo tantas cosas inexplicables, y entre ellos mismos estaban quedando tantas cosas por decir... Era como si los tres estuvieran encerrados en un fantasmal laberinto, como si el destino los hubiera escogido para algún inescrutable cometido.

Jude se levantó temprano, se preparó un café bien cargado y buscó una habitación barata en la sección de alquileres del periódico. Tres o cuatro de los anuncios le parecieron prometedores y trazó un círculo alrededor de cada uno. El de una habitación situada en los alrededores de Astor Place parecía especialmente prometedor: un dormitorio parcialmente amueblado, disponibilidad inmediata, ni fumadores ni animales de compañía, ochocientos dólares al mes.

Tras dejarle una nota a Skyler, se puso la chaqueta y salió del edificio. Antes de montar en su coche, miró cuidadosamente hacia ambos extremos de la calle. No vio nada sospechoso. Era un hermoso día de junio. El cielo estaba casi despejado, salpicado sólo por pequeñísimas nubes, y en las calles laterales la luz del sol se filtraba entre las copas de los árboles.

Como aún faltaba para la hora punta, no tardó en llegar a Astor Place. Un fornido individuo en camiseta estaba sentado junto a la entrada de un ruinoso edificio de apartamentos. Apoyaba la silla en la fachada de estuco, cubierta de
graffiti
, y las inscripciones parecían fundirse con los tatuajes que el individuo tenía en los hombros.

—¿Es usted el conserje? —preguntó Jude.

El hombre, impertérrito, gruñó algo ininteligible y lo miró de arriba abajo. Al fin, se puso en pie y entró en el edificio indicando a Jude que lo siguiera.

El apartamento se hallaba en la parte posterior del tercer piso. Sobre la puerta se acumulaban tal cantidad de capas de pintura color gris plomo que sólo era posible abrirla dándole una patada; el suelo, cubierto de linóleo, era desigual y estaba lleno de grietas. La primera habitación era la cocina, provista de un viejo fogón de gas y una nevera no menos vetusta. A un lado había un angosto baño con una media bañera rodeada por una cortina de plástico floreada. La habitación del fondo era un dormitorio que contenía una mesa cuadrada, un gran baúl vertical con cajones y un amplio sofá cama de dos plazas. La ventana daba a una salida de incendios que a su vez daba a un callejón.

El lugar estaba limpio y Jude decidió alquilarlo.

—Supongo que querrá usted referencias —dijo Jude mirando las grietas del techo de escayola—. Puedo traérselas.

El conserje se encogió de hombros.

—No.

—¿Le importa que el contrato de alquiler se haga a nombre de otra persona?

—Mientras no fume, me da lo mismo quien sea —gruñó de nuevo el hombre.

—No, por eso no se preocupe.

Jude extendió un cheque por el primer mes de alquiler y luego otro por la misma cantidad para cubrir la fianza.

—El nombre es Smith —dijo—. Jim Smith.

—Qué original —comentó el conserje con indiferencia.

Dos horas más tarde, Jude se hallaba sentado a su escritorio de la redacción del
Mirror
, tratando de esquivar a Judy Gottman, la encargada de asignar los trabajos, que merodeaba por los pasillos con un papel en la mano, como en busca de una presa. Cuando Jude la vio acercarse a su cubículo, descolgó el teléfono y se lanzó a una encendida e imaginaria conversación. Hizo ver que estaba sacándole los detalles más truculentos de un caso a un ayudante del fiscal de distrito que no tenía demasiadas ganas de hablar. Judy se detuvo junto a su escritorio, mascando chicle con evidente impaciencia.

—Quiero la exclusiva de esto, ¿entendido? —ladró Jude al teléfono en tono amenazador. Luego miró a Judy, enarcó las cejas como si no la hubiera visto hasta aquel momento y, tapando el micro con una mano, dijo en un susurro—: Lo siento, no puedo hablar. Esto podría ser importante.

Judy siguió su camino para acorralar a otro reportero.

Jude había pospuesto varias veces una llamada que irremediablemente debía hacer. Al fin, aspiró profundamente y descolgó el teléfono.

—Operaciones Especiales.

—Con Raymond La Barrett, por favor.

—¿Quién lo llama?

—Jude Harley.

—Un momento.

El periodista dedicó la breve pausa a repasar lo que pretendía conseguir. Necesitaba averiguar si el FBI se había hecho cargo del asesinato de New Paltz y qué pensaban los federales del caso.

—¿Qué tal, chico? ¿Cómo te va? —lo saludó Raymond con su habitual desenfado.

Durante unos momentos, los dos hombres hablaron de temas triviales. Jude reparó en que Raymond no le preguntaba desde dónde llamaba; quizá ya lo supiera.

—Raymond —dijo al fin Jude—. Vuelvo a necesitar tu ayuda para el caso de New Paltz. Ese asunto es un cúmulo de despropósitos.

—¿Y eso?

El tono de voz de Raymond seguía siendo relajado.

—En cuanto me enteré de la identidad de la víctima (tuvo buen cuidado de no decir: «En cuanto tú me facilitaste la identificación de la víctima»), fui a New Paltz a confirmarla.

-¿Y...?

—Y me quedé de una pieza, porque la víctima no es la víctima.

—¿Qué quieres decir?

—El supuesto difunto era juez, ¿recuerdas? Bueno, pues está vivo. Así que el muerto tenía el mismo ADN que el juez.

—Imposible. McNichol debió de equivocarse al hacer la prueba del ADN, eso es todo.

—Eso mismo pensé yo. Pero McNichol está seguro de que los resultados son correctos.

—¿Hablaste con él?

—Sí, y aún no te lo he contado todo.

—¿Qué más hay?

En la voz de Raymond había aparecido una nota de precaución. Jude vaciló, pero al fin se dijo que ya puestos a hablar, se lo contaba todo.

—Días antes del asesinato, unos obreros que trabajaban frente a la casa del juez vieron a un tipo que se parecía a la víctima merodeando por los alrededores.

—¿Te lo describieron?

—No muy bien. Sólo supieron decirme que llevaba una camisa roja.

—¿Y qué sacas tú en claro de eso? —quiso saber Raymond tras una brevísima pausa.

—No lo sé —respondió Jude—. Quizá el tipo tuviera algún motivo para querer ver al juez.

—¿Qué motivo iba a tener?

—No lo sé. Pero están sucediendo demasiadas cosas raras.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

—No sé decírtelas.

—¿No sabes o no quieres?

—Quizá las dos cosas.

—Escucha, chico, no sé lo que has estado fumando, pero te aconsejo que olvides este asunto. Es una pérdida de tiempo. Se trata de un simple asesinato sin resolver y de un forense chiflado que metió la pata en la prueba del ADN. Eso es todo.

—¿Os encargáis vosotros del caso?

—Digamos simplemente que seguimos con atención lo que ocurre. Un homicidio como éste, en el que el cuerpo ha sido mutilado y desfigurado, puede ser un crimen de la mafia. Así que procuramos estar informados. Pero eso no quiere decir que el FBI lleve el caso, ¿comprendes?

—Comprendo que no tienes nada que añadir.

—Nada significativo.

—Bueno, pues gracias de todos modos. Si averiguas algo, ¿me llamarás?

—Cuenta con ello. Y otra cosa, chico...

-¿Sí?

—No te metas en líos. ¿Qué tal unas cervezas?

A Jude se le secó la boca.

—De acuerdo —dijo—. ¿En tu casa o en la mía?

Raymond se echó a reír.

—En la mía.

—De acuerdo. Hasta luego.


Ciao
. Cuídate.

Cuando oyó el clic, Jude colgó el receptor. Raymond quería verlo. Algo había ocurrido, pese a la naturalidad con que Raymond había hablado. ¿Y desde cuándo terminaba Raymond una conversación telefónica recomendándole que se cuidase? Aquello no era propio de él. ¿Se trataba de un comentario sin importancia o de una advertencia?

Llevado por un súbito impulso, Jude llamó a su apartamento. Dejó que el teléfono sonase tres veces, colgó y volvió a llamar. Skyler contestó con voz nerviosa. Comentó que el teléfono se había pasado toda la mañana sonando. Jude le dijo que él no tardaría en llegar y le ordenó que se quedase allí.

Cuando colgó, se fijó en que Judy seguía al acecho, así que permaneció unos momentos con el teléfono pegado a la oreja. Y entonces oyó con toda claridad un segundo clic. Por ciertos reportajes que había hecho, sabía que aquel sonido sólo podía significar una cosa: alguien que había estado escuchando la llamada acababa de colgar. El teléfono de su casa estaba intervenido.

CAPÍTULO 15

Aunque deseaba volver cuanto antes a su apartamento para cerciorarse de que Skyler estaba bien, Jude aún tenía que hacer otra cosa. Conectó su ordenador portátil con la base de datos Nexis y, utilizando la contraseña que empleaba el Departamento de Investigación del periódico, accedió a «Nexis en profundidad», una base de datos que contenía artículos y gacetillas aparecidos en todos los diarios, revistas y publicaciones profesionales de importancia. Necesitaba echar las redes en una zona muy amplia, pues no sabía gran cosa acerca del pez que trataba de pescar.

Buscó los nombres de todas las islas del litoral, y luego el de Valdosta, Georgia. Había cientos de artículos —demasiados para examinarlos en detalle—, pero, aunque se esforzó por estrechar al máximo la búsqueda, no encontró nada que le fuera útil. Después probó con los nombres que Skyler había mencionado. En «Baptiste» no encontró nada; había docenas y docenas de documentos con aquel título, pero sin conocer el apellido resultaba imposible delimitar la búsqueda. Les echó un buen vistazo, pero ninguno de ellos parecía estar relacionado con una organización científica. Buscó «Rincón, doctor». Encontró un solo documento, que correspondía a un tal doctor Jacob Rincón, de Santa Mónica, California, arrestado hacía tres años por la malversación de unos fondos destinados al servicio de salud pública. Aquello no parecía encajar con nada. Buscó «Laboratorio», y en la pantalla apareció un pequeño aviso: «Su búsqueda ha obtenido 0 resultados. Pruebe en otra categoría.»

Jude se desconectó del servicio. Dejó encendida la pantalla de su ordenador, sacó de un cajón un viejo cuaderno de notas y lo dejó abierto encima del escritorio, sobre cuyo tablero repartió también libros y un bolígrafo. Después fue a su taquilla, sacó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. Hecho todo esto, salió de la redacción, descendió en el montacargas hasta la planta baja, cruzó el vestíbulo y bajó por la escalera hasta el sótano, donde se había reubicado el antiguo archivo. El archivo era el banco de memoria del periódico y contenía artículos aparecidos en el
Mirror
desde 1907, que fueron cuidadosamente recortados a mano y clasificados por empleados que ya llevaban años jubilados o muertos. En el pasado, el archivo ocupó un puesto de honor en la planta principal del periódico, pero a partir de 1980, cuando fue sustituido por Nexis, dejó de ser lo que era y fue relegado al purgatorio del sótano. Raros eran ya los que visitaban aquel departamento subterráneo, cuyos pasillos, apenas iluminados por bombillas que colgaban del techo, estaban flanqueados por filas y filas de archivadores llenos de amarillentos recortes tan quebradizos que se rompían al tocarlos como las alas de viejas mariposas.

El archivo contaba con su propio fantasma de la ópera. Su encargado era J. T. Dunleavy, un dispéptico individuo de edad incierta cuyo atributo más conocido era un privilegiado cerebro que, si bien no le permitía recordar los contenidos de los cientos de miles de expedientes allí guardados, sí le servía para comprender la lógica interna del sistema, de manera que él y sólo él era capaz de decir dónde podía encontrarse una determinada información.

Lo malo de Dunleavy era que sólo atendía bien a los que le caían en gracia. Afortunadamente, por alguna desconocida razón, siempre había mostrado simpatía hacia Jude. Tal vez porque Jude era uno de los escasos reporteros que manifestaban un cierto respeto hacia los tiempos pretéritos. El propio Dunleavy iba más allá del respeto hacia el pasado, ya que llegaba a sentir por él una reverencia casi religiosa.

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