Authors: John Darnton
—¿Qué cono haces aquí?
Skyler vio que la mujer tocaba una palanca que hizo caer una cortina metálica tras el cristal, con lo que la cabina quedó en una oscuridad casi total. Notó que una mano lo agarraba por el brazo izquierdo y comenzó a retroceder. Tanteando a su espalda, encontró el tirador de la puerta y lo hizo girar al tiempo que retorcía el cuerpo, consiguiendo que la mano del desconocido le soltase el brazo. Pero el hombre lo agarró inmediatamente por la camisa. Él se retiró, oyó el sonido de un desgarro, echó a correr hacia el fondo del pasillo y salió por una puerta trasera que daba a un callejón. Corrió por él, dobló una esquina y volvió a encontrarse en la atestada acera.
Dos palabras acudieron a su mente y las pronunció sin darse cuenta siquiera de que lo hacía:
—¡Cristo bendito!
Se alejó a paso vivo, volviéndose de cuando en cuando para mirar hacia atrás. Recordó que Jude había hecho lo mismo en el metro. Cuando estaban los dos en el bar, Jude parecía sinceramente preocupado por el bienestar de Skyler. Se preguntó si debería intentar reunirse con él. ¿Podía fiarse de Jude después de la experiencia en la habitación alquilada? ¿Le habría tendido Jude una trampa?
Tras recorrer cuatro manzanas, llegó a una boca de metro y, sin pensarlo dos veces, bajó por la escalera como un conejo metiéndose en su madriguera. Oyó el estruendo de un tren que se aproximaba, se detuvo ante una garita, dejó un dólar en la ventanilla, y luego otro, y recibió a cambio una ficha que insertó en el torniquete.
—¡Eh, oiga...! —gritó el empleado mientras Skyler se hacía el sordo y se alejaba rápidamente andén abajo—. ¡Se deja usted el cambio!
El tren iba llenísimo. Skyler escrutó todos los rostros que lo rodeaban, pero no vio nada sospechoso. Ningún mechón blanco, ningún ordenanza. Fue hasta el fondo del vagón, miró hacia el interior del vagón posterior, e hizo lo mismo con el anterior. En ninguno detectó nada raro. El estruendo del tren y los traqueteos del vagón lo estaban sacando de quicio. Las náuseas se apoderaron de él. Aunque se moría de ganas de bajarse en la siguiente estación, cuando el tren se detuvo, hizo un supremo esfuerzo de voluntad y permaneció en el vagón. Tenía que seguir, debía poner más distancia entre él y el ordenanza, en el caso de que el hombre que había visto fuera efectivamente un ordenanza. Otra estación, y otra, y otra, y otra más... En cada una de ellas, el deseo de huir se hacía más fuerte, pues el vagón estaba cada vez más y más atestado y le parecía más y más asfixiante y siniestro.
Llegó al límite de su resistencia y decidió apearse. Al entrar en la siguiente estación se colocó frente a las puertas, saltó al andén en cuanto se abrieron y echó a correr entre la masa de pasajeros. Cruzó rápidamente el torniquete de la salida, subió los peldaños de la escalera de dos en dos y al fin vio en lo alto un retazo de cielo azul. Pero en cuanto coronó el tramo de escaleras y se vio al fin en la calle, una nueva multitud lo rodeó, una turba humana.
Los hombres tropezaban con él y lo apartaban lanzando gritos e imprecaciones, y Skyler fue arrastrado por la turbamulta. Vio puños que se agitaban en el aire y rostros que reflejaban pánico e indignación. De pronto sintió un golpe en las costillas. Un codo lo había golpeado fuertemente. Su propietario miró a Skyler, le dijo que lo sentía y masculló:
—¡Malditos polis!
Skyler alzó la cabeza y vio que en la calle había caballos empujando a la multitud hacia las aceras; los jinetes eran policías cuyos rostros estaban protegidos por grandes viseras de plástico transparente. Según los asustados caballos avanzaban, la multitud se replegaba y algunos hombres caían y eran pisoteados. Pero cuando los caballos retrocedían, la multitud se echaba adelante, como si estuviera deseosa de abalanzarse sobre los policías.
Skyler observó que los hombres que lo rodeaban llevaban cascos y de que algunos de ellos agitaban pancartas. Trató de salir de la multitud a codazos, pero un hombre con camiseta amarilla le cortó el paso. Luego la masa lo empujó hacia adelante y, al cabo de unos momentos, se vio justo enfrente de los caballos. Uno de los animales se le acercó y estuvo a punto de aplastarle un pie con uno de sus cascos. Skyler gritó y su grito se unió a los de los hombres que lo rodeaban. De pronto, los caballos retrocedieron como por arte de magia. Pero en su lugar apareció un pelotón de policías a pie que iban protegidos con escudos y blandían porras.
Skyler trató de huir, pero la multitud a su espalda empujaba y no dejaba de agitarse, y no logró abrir un hueco. Se volvió hacia un lado; la policía había formado un cordón en torno a los manifestantes y avanzaba hacia él empujando con los escudos y golpeando con las porras. Skyler sintió el golpe de una de ellas en las espinillas. A su lado, un hombre lanzó un grito. Skyler perdió el equilibrio y comenzó a caer hacia atrás viendo cómo una porra se alzaba en el aire por encima de su cabeza. La vio descender hacia sí como en cámara lenta, y luego sintió un lacerante dolor en la coronilla. Cayó entre un bosque de piernas que no dejaban de agitarse, y notó que alguien caía encima de él. Después se desplomó en la acera y perdió el conocimiento.
Jude fue en metro hasta el centro de la ciudad y se apeó en la estación de City Hall. Decidió matar el rato dando un paseo por el parque. Se comió un perrito caliente con col agria y reflexionó sobre su situación sentado en un banco. Se preguntó cómo le estaría yendo a su sosia, y pensó en Tizzie, en lo enternecedoramente protectora que se mostraba hacia Skyler. Pensó en Raymond, y se preguntó para qué querría hablar con él. Sin duda, para algo relacionado con lo de New Paltz. Jude también deseaba hablar con el federal, pero antes quería resolver unas cuantas dudas. Y ahí era donde encajaba McNichol. «Es curioso, —se dijo. Hace una semana ni siquiera había oído hablar de ese forense, y ahora tiene entre sus manos la clave de mi destino.»
De forma casi mecánica, no dejaba de mirar a los paseantes que iban y venían por el parque. Ninguno de ellos le pareció sospechoso. No se veía a nadie corpulento ni con un mechón blanco en el cabello. Le asombró lo pronto que se había acostumbrado a estar pendiente de si alguien lo seguía. «Ni que lo hubiera estado haciendo toda mi vida, —se dijo. Es asombrosa la rapidez con la que te acostumbras a las situaciones más disparatadas, e incluso a una tan absurda como ésta. Un día tu doble entra por la puerta y, bingo, tu vida se convierte en otra película. Qué estupendo sería despertarme de pronto en mi cama y darme cuenta de que todo esto no ha sido más que una pesadilla.»
Lanzó un suspiro y consultó su reloj: las 3.50. Sacó la agenda, comprobó la dirección y recorrió a pie las tres manzanas que lo separaban de Foley Square. El edificio al que se dirigía estaba situado cerca de los juzgados de lo criminal y era una torre de oficinas que albergaba en su interior varias agencias dependientes del gobierno del estado. Jude debía de haberlo visitado media docena de veces, siempre para investigar alguna supuesta corruptela. Subió en el ascensor hasta el piso 32, y se encontró ante una acristalada oficina en cuya puerta no aparecía nombre alguno. En la sala de espera, el escritorio de la recepcionista estaba vacío. Se metió por un corredor de suelo enmoquetado que tenía en las paredes anacrónicos ceniceros metálicos, y lo siguió hasta encontrar el despacho que buscaba, el 3209. Abrió la puerta.
Encontró a McNichol sentado a un escritorio, con un montón de carpetas ante sí. La habitación era una mezcla de despacho y laboratorio. Contenía varios archivadores metálicos y una larga repisa sobre la que había un ordenador y varias piezas de equipo básico: un microscopio, cajas de portaobjetos, un separador centrífugo. Desde la amplia ventana se divisaban los concurridos puentes del East River y las casas y las chimeneas de Brooklyn.
Tras los saludos preliminares, que por algún motivo fueron extrañamente formales, McNichol le ofreció un café y Jude aceptó encantado. Mientras servía el café en una taza adornada con el dibujo de unos conejos fornicando, el forense explicó que solía hacer trabajos sueltos para los depósitos de cadáveres de la ciudad.
—Debido a la reducción de la cifra de homicidios, han tenido que despedir a cierta cantidad de forenses auxiliares... Lo cual es uno de los efectos indeseables del descenso de la criminalidad. Faltan cadáveres para mantenerlos ocupados a todos. Pero de pronto hay rachas inesperadas en las que a la gente le da por matar más de la cuenta, y los cuerpos se amontonan. Entonces me llaman a mí.
Jude se dijo que lo mejor era comenzar con una buena andanada de halagos, ese movimiento de apertura cuyos felices resultados nunca dejaban de sorprenderlo. Le agradeció efusivamente a McNichol el favor que le había hecho, y añadió que siempre había estado seguro de que si en el mundo había alguien capaz de resolver el enigma de las dos muestras de cabello, y de decirle si procedían o no de la misma persona, ése alguien era, sin duda, el forense de Ulster County.
—Bueno, bueno —respondió McNichol—. Admito que fue un reto. Por mucho que pensaba, no se me ocurría por qué me había sometido usted a esa prueba. Hasta que de pronto lo comprendí todo, y estoy seguro de que no me equivoco.
Jude se limitó a alzar ligeramente las cejas perplejo, indicando con ello a su interlocutor que continuase.
—Me acordé de un reportaje que su periódico publicó hace años sobre los diez mejores jueces y los diez peores jueces. Un trabajo muy interesante, por cierto. Estuvo muy bien el truco de enviar un mismo acusado ante cada uno de los jueces. Así que supongo que están ustedes haciendo algo parecido con los forenses de la ciudad y sus alrededores, para ver cuáles son los mejores y cuáles los peores. Porque en otro caso, sus motivos para pedirme lo que me pidió, querido amigo, escapan totalmente a mi comprensión.
Jude no confirmó ni desmintió las alegaciones del forense. No quería hacer nada que pudiera irritarlo, pues se estaba aproximando el crucial momento en el que la información sale al fin a la luz.
—¿Y a qué conclusión llegó usted? —preguntó con voz suave.
—No tan de prisa. No tan de prisa. —dijo McNichol alzando una mano en actitud de guardia deteniendo el tráfico—. Déjeme hablarle primero del viaje, y luego le contaré a qué destino me llevó.
El forense cruzó los brazos sobre el escritorio, como si se dispusiera a emprender un largo relato, y Jude se retrepó en su sillón, dispuesto a escuchar.
—¿Le suena a usted el nombre de Leonard Hayflick? —inquirió McNichol como si aquélla fuera la pregunta más natural del mundo.
Jude, que había sacado su cuaderno pero no estaba tomando notas, negó con la cabeza.
—Lástima. El tipo no es ni más ni menos que el anatomista más destacado de la época moderna. Fue un coloso de la investigación sobre el envejecimiento. ¿Quién dijo que el mundo era justo? Todos conocen a James Watson y Francis Crick, Universidad de Cambridge, 1953... El mito completo, hasta lo de que luego se fueron a un pub y declararon que habían desentrañado el secreto de la vida... Cosa que, indiscutiblemente, era cierta.
—Supongo que se refiere usted al descubrimiento del ADN. La doble hélice.
—Exacto. El singular suceso que abrió una nueva era en la genética. Hayflick realizó una proeza similar, sólo que en el campo de la gerontología.
—¿Qué hizo?
—Le extrajo unas células a un feto y las cultivó en un disco Petri. Lo hizo en 1961, y actualmente nos resulta difícil recordar lo rudimentarios que eran por entonces nuestros conocimientos. En aquellos días se consideraba que el envejecimiento era un proceso irremediable, controlado por el destino biológico. Uno envejece porque el cuerpo se le gasta, como una máquina cuyas partes terminan cayéndose a pedazos a causa del uso. La piel se arruga, el pelo se cae, el cerebro se encoge, las arterias se obstruyen. No se puede evitar. La gente nacía, vivía un cierto número de años y luego se moría. Y eso, más o menos, era todo. Naturalmente, hasta cierto punto, las personas podían alargar o acortar esos límites. Normalmente, vivía más una bibliotecaria abstemia que un poeta maldito que se inspiraba atiborrándose de ajenjo. Pero en términos generales, se consideraba que la duración de la vida era algo prescrito. Cien años como máximo. Tal era el dictado de la naturaleza. Naturalmente, hoy en día sabemos que todo eso eran paparruchas.
—Sí, eso me acaban de decir.
—Pues le han dicho bien. Créame, los avances en el terreno de la prolongación de la vida que se producirán en los próximos cincuenta años lo dejarán atónito. Las generaciones futuras evocarán con consternación esta época, en la que la esperanza de vida no alcanzaba los ochenta años. ¿Ha hecho usted el recorrido de los cháteaux del Loira? Cuando el guía muestra a los turistas las camas que no miden más de metro y medio y las minúsculas armaduras de los caballeros medievales, todos se sorprenden de lo bajita que era antes la gente. Bueno, pues en el futuro se evocará nuestra época del mismo modo. ¿Recuerda la sorpresa que le produjo enterarse de que Alejandro Magno murió a los treinta y tres años? Las generaciones futuras sentirán la misma sorpresa por el hecho de que Einstein murió a los setenta y seis.
El forense clavó la mirada en Jude y, tras una pausa, continuó:
—Y todo comenzó con Hayflick. Él fue quien le puso el cascabel al gato del envejecimiento. Él hizo la pregunta clave: ¿por qué se produce el envejecimiento? ¿Se debe a que las células individuales se agotan y llegan a incapacitar todo el organismo humano? ¿O se produce porque algún deterioro relacionado con la edad que se produce en alguna parte del organismo hace que las células se agoten? ¿Cuándo pierde un ejército una batalla decisiva? ¿Cuando son tantas las bajas que los soldados que quedan ya no pueden mantener el terreno, o cuando un general comprende que sus tropas van a sufrir una derrota aplastante y da la orden de rendición? La metáfora, por cierto, es mía, no de Hayflick.
»Lo que Hayflick hizo fue realizar un experimento que, como todo los grandes experimentos, visto en retrospectiva parece muy sencillo. Colocó las células del feto en el disco Petri para ver cuánto vivían por su cuenta. No tenían que hacer nada, no tenían que efectuar ningún trabajo en beneficio de ningún organismo humano. Únicamente tenían que hacer lo que a las células les resulta natural hacer, dividirse y multiplicarse. Cosa que hicieron. Unas cincuenta veces. Y luego murieron. Después Hayflick repitió el experimento con células extraídas de una persona de setenta y cinco años. Antes de morir, las células también se dividieron, pero sólo veinte o treinta veces.