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Authors: John Darnton

Experimento (33 page)

BOOK: Experimento
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»El tipo se metió en líos en alguna facultad de medicina. No sabemos exactamente cuál, porque los expedientes han desaparecido, cosa que, por cierto, es típica de ese grupo. Saben cubrir bien sus huellas. Ni siquiera conocemos la identidad del líder. El caso es que el tipo realizaba investigaciones sumamente avanzadas sobre el tema de la longevidad, o sobre la ingeniería genética, o sobre la biología molecular. No sé lo que ocurrió pero, al parecer, el fulano se pasó de la raya con sus experimentos e infringió todas las normas que supuestamente controlan ese tipo de estudios. El caso es que, una de dos, o le dieron la patada, o el tipo recogió sus bártulos y se largó con ellos a otra parte. Y varios científicos se fueron con él. Se establecieron en Arizona y allí siguieron durante algún tiempo. Luego se pusieron en contacto con gente muy acaudalada, sobre todo de California. Hubo un multimillonario en particular, un tal Samuel Billington. Al tipo le salía el dinero por las orejas, pero por lo visto no quería que la muerte lo despojara de su riqueza. Era uno de esos chiflados que se consideran por encima de todo, incluso por encima de las leyes biológicas. Así que, durante una época, en los años setenta, se hizo cargo de la financiación. Lo cual no le sirvió de mucho, porque al cabo de poco tiempo falleció.

Raymond se quedó en silencio. Jude pensó que su compañero sólo había hecho una pausa, pero por lo visto ya había dicho todo lo que tenía que decir.

—Y luego ¿qué?

—Apenas nada. El rastro del grupo desaparece.

—¿O sea que los del FBI no sabéis nada más?

—Apenas nada. Nadie siguió ocupándose del asunto. No era de alta prioridad.

—O sea que ni siquiera conocéis el nombre del tipo, ¿verdad?

—No. Conocemos el nombre que utilizó posteriormente, doctor Rincón. Suponemos que se trata de un alias, ya que en ninguna parte hemos encontrado constancia de que exista un médico llamado así.

—Pero... ¿y la isla? ¿Sabéis dónde está o lo que allí ocurre?

Raymond se encogió de hombros.

—La verdad es que ése es un expediente cerrado. Los grupos o sectas de ese tipo abundan. No existe motivo alguno para reabrir la investigación. No parece que nadie esté quebrantando ninguna ley.

—Pero esos tipos, los ordenanzas...

—Un par de sujetos con aspecto de matones que viajaban en el metro. Eso no significa nada.

—Raymond, por Dios... Skyler es idéntico a mí. Pero más joven que yo.

—Sí, ya sé lo del reconocimiento médico.

Jude se sorprendió pero se abstuvo de decir nada.

—¿Qué conclusión sacas tú? —le preguntó a Raymond.

—Dime tú lo que piensas.

A Jude comenzaban a irritarle las evasivas de su compañero.

—Alguien lo creó, por el amor de Dios. Skyler es un clon.

Raymond ni siquiera parpadeó.

—Y estoy seguro que tú lo sabías —siguió Jude—. Y también estoy seguro de que querías que yo estableciese la conexión. ¿Por qué, si no, me ibas a facilitar la identidad del juez?

—No seas absurdo. ¿Cómo iba yo a saber que tu doble tenía un tatuaje en el muslo?

Pero Jude tenía la certeza de que sus sospechas no iban desencaminadas.

—Quieres que me implique en el asunto, ¿verdad? —preguntó—. Quieres que trabaje para ti, que sea la liebre que hace correr a los galgos.

Raymond se irguió y miró hacia la parte de proa.

—Escucha. No disponemos de mucho tiempo. Esto es lo que debes hacer. Cuéntame dónde está ese tal Skyler, y tal vez al menos podamos protegerlo.

—No, eso no te lo puedo decir.

Raymond lo miró mal.

—O sea que desconfías. Con todo el tiempo que llevamos conociéndonos y con todas las cosas que hemos pasado juntos, y tú recelas de mí.

—No es eso, Raymond. Lo hago por él. Cuanto menos sepa la gente de Skyler, mejor.

Jude se dio cuenta de que el otro no creía en sus palabras. Raymond no dejó la menor duda al respecto.

—No me vengas con cuentos —dijo.

—Lo siento. Estoy haciendo lo que honradamente considero mejor.

Raymond volvió a mirar por encima del hombro.

—Bueno, ya hemos llegado —dijo en tono algo desabrido, como si creyese que Jude estaba cometiendo un gravísimo error—. Tengo que largarme.

Dio media vuelta dispuesto a alejarse, pero Jude lo agarró por un brazo.

—Vamos, Raymond, por favor. Lo que está en juego es mi propia vida. Necesito información, ayuda.

Raymond se sacudió la mano de Jude.

—No puedo hacer nada por ti ni darte información —le dijo en voz baja—. Pero estás con la mierda hasta el cuello. Has agarrado a un monstruo por la cola. No sabes de qué clase de monstruo se trata, ni sabes lo peligroso ni lo grande que es, ni lo afilados que tiene los dientes. Ándate con ojo, con muchísimo ojo. Actúa con sensatez. Piensa bien todo lo que hagas. Y no te fíes de nadie. Absolutamente de nadie, pese a lo próximo que pueda estar a ti.

Raymond bajó a la cubierta de vehículos y Jude se quedó observando cómo los coches desembarcaban en Staten Island. Después tuvo que esperar quince minutos a que se iniciara el viaje de regreso a Manhattan. Mientras el ferry cruzaba la bahía, permaneció apoyado en la barandilla, mecido por el barco. Pensó en todo lo que le había dicho Raymond y volvió a sentirse dominado por la exasperación.

Llamó al encargado de la sección de Local para decirle que no iría por el periódico en un par de días, quizá más. El hombre le preguntó qué le pasaba y, cuando Jude contestó que estaba resfriado y que quizá tenía la gripe, lo hizo con plena conciencia de que su voz no sonaba como la de un enfermo. Colgó convencido de que el «Que te repongas» de su compañero había sido inequívocamente sarcástico. Al demonio. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.

Hizo rápidamente el equipaje para él y para Skyler. Tras meter un par de camisas y un par de pantalones en una bolsa, fue en el coche hasta el domicilio de Tizzie, donde su clon había optado por quedarse, pues no deseaba volver a la habitación de Astor Place. Tizzie y Skyler lo estaban esperando en la escalinata de entrada, tomando el sol como si no tuvieran una sola preocupación en este mundo. Qué imagen tan incongruente, se dijo Jude mientras estacionaba. Tizzie lo saludó moviendo los brazos, se puso en pie como de mala gana y se desperezó echando hacia atrás la espalda. La joven llevaba unos pantalones cortos color caqui y una camisa azul anudada por encima del ombligo. Jude pensó que estaba guapísima. Se apeó y le tiró las llaves del coche. Ella abrió el maletero, metió su pequeña bolsa de viaje y fue a acomodarse en el asiento delantero. Cuando Jude accionó el encendido, Tizzie hizo girar el dial de la radio hasta que encontró una estación que emitía música de Mozart. Skyler subió en la parte de atrás y Jude puso el coche en movimiento.

Bajó por la Undécima Avenida y se metió por el túnel Lincoln sin dejar de mirar el retrovisor para ver si los seguía algún vehículo. Una vez abandonaron el túnel por la sinuosa rampa de salida y se encontraron en los campos de Nueva Jersey, Jude se sintió más a gusto. La ciudad ya había quedado atrás. Miró a Tizzie, que le sonrió, y se dio cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que la veía sonreír. Desde que todo aquel asunto comenzó, se había mostrado extraña y distante.

—Qué gusto da alejarse de todo —dijo Jude—. Arizona, allá vamos.

—Tres personas en busca de un turbio y sombrío secreto —comentó ella.

Jude miró por el retrovisor a Skyler, quien, serio y preocupado, miraba por la ventanilla hacia las refinerías de petróleo.

—Vamos, Skyler, anímate. Si te portas bien, quizá te lleve a ver el Gran Cañón.

Skyler lo miró a través del retrovisor y respondió con una ligera sonrisa. Jude experimentó una leve pero familiar sensación: el deseo de protegerlo, de cerciorarse de que nada malo le ocurría. Pensaba en él como en un hermano menor.

Conducía a gran velocidad, con un brazo reposado en la ventanilla abierta y el pie sobre el acelerador, entrando constantemente en el carril rápido para adelantar a cuanto coche aparecía ante sí. Por un lado, quería dejar atrás Nueva York; y por otro, resultaba estupendo, casi terapéutico, ir al volante de un coche potente, sin pensar en nada que no fuese la carretera y la conducción. No pararon a comer hasta que estuvieron dentro de la zona amish de Pennsylvania. Abandonaron la autopista de peaje por una de las salidas, y no tardaron en encontrar un restaurante de carretera en el que servían grandes hamburguesas saturadas de cebolla.

Tizzie se sentó al volante y se puso las gafas, pues era miope. De regreso a la autopista, rebasaron un coche de caballos en cuyo pescante iba un hombre vestido de oscuro que ni siquiera los miró.

—¿Quién era ése? —preguntó Skyler.

Tizzie le habló de los amish y de sus creencias religiosas, que los hacían repudiar todo modernismo. Y, respondiendo a la pregunta de cuál era su religión, le explicó que había crecido en una familia de ateos, pero que últimamente había comenzado a leer la Biblia y cada vez la atraían más sus enseñanzas.

—Pero yo creía que la ciencia contradecía a la religión —dijo Skyler—. ¿Cómo puede ser religiosa una persona que cree en la ciencia?

—No hay ninguna contradicción —respondió ella—. Muchos grandes científicos son personas religiosas. Algunos de ellos dicen que cuantas más cosas aprenden y descubren, más firme es su fe en que el universo está gobernado por fuerzas que rebasan nuestra comprensión.

—Me alegro de oírlo —comentó Skyler tras reflexionar sobre ello—. En la isla no nos permitían leer la Biblia. La única persona que hablaba de ella era Baptiste, que a veces nos leía pasajes del libro del Apocalipsis. Decía que en él se profetiza el final del viejo mundo y el triunfo de la ciencia.

—Es un texto alegórico, y la gente lo interpreta como mejor le parece.

Aquel intercambio hizo sonreír a Jude. «Tizzie se ha erigido en mentora y guía del chico, se dijo. Y tengo que admitir que él aprende de prisa.» Y lo más extraño era lo orgulloso que él mismo se sentía de Skyler.

CAPÍTULO 18

Jude y Skyler aguardaban sentados en un banco de la Unidad de Atención a los Animales de la Escuela de Agricultura de la Universidad de Wisconsin. El día antes habían llegado en coche a Chicago. Tizzie había ido a visitar de nuevo a sus padres, que vivían en Milwaukee, y ellos habían decidido entrevistarse con otro de los científicos recomendados por el encargado de la sección de Ciencia del periódico. Jude había llamado de antemano para concertar una cita so pretexto de hacer unas entrevistas para un trabajo periodístico.

El campus, situado al borde del lago Mendota, era inmenso. La Escuela de Agricultura, situada en el 1675 de Observatory Drive, era una especie de pequeña granja, con un silo y un gran establo rojo conectado con los corrales para los animales. Sin embargo, constituía la vanguardia de los trabajos de investigación que estaban conduciendo la embriología hacia nuevos y brillantes horizontes.

Por el corredor se acercaba un joven cuyo largo cabello le rozaba los hombros; vestía camisa a cuadros, pantalones negros y calzaba botas vaqueras. Hasta que el joven les ofreció la mano, no comprendieron que aquél era el hombre al que habían ido a visitar. El doctor Julián Hartman era un biólogo especializado en células eucariotas, y tenía tal pericia en transferir núcleos de una célula a otra que lo llamaban «el hombre de las manos de oro». También se decía de él que un día no muy lejano sería galardonado con el premio Nobel.

Hartman debió de notar la expresión de sorpresa de los dos hombres.

—Ya sé —dijo de buen humor—. Todo el mundo me imagina más viejo de lo que en realidad soy.

El científico les mostró rápidamente el laboratorio, que era mucho menor de lo que esperaban y constaba únicamente de tres salas. Una albergaba un gran congelador con veinte pequeñas puertas dirigido por medio de un sistema computerizado de control de temperatura. Las otras dos salas estaban dedicadas a trabajos de laboratorio. Cada una de ellas tenía dos grandes microscopios invertidos de doble visión provistos de sistemas hidráulicos de manipulación.

En una pared había un panel iluminado similar a los que usan los radiólogos, pero que, en vez de radiografías, mostraba fotos aumentadas de óvulos. La mayoría de éstos estaban adheridos por succión a un dispositivo de retención de punta roma. Otros estaban perforados por una pipeta de cristal fina como una aguja que se asemejaba al tubo de un aspirador. Y el núcleo que estaba extrayendo parecía una pequeña pelota que encajaba a la perfección en su interior.

En pie ante las fotos, Hartman explicó paso a paso cómo se extraía el núcleo de un óvulo no fertilizado y se colocaba en su lugar otro núcleo al que luego se sometía a una pequeña descarga —1,25 kilovoltios durante 80 microsegundos— para completar la fusión y darle el impulso inicial al proceso de división celular.

—Una descarga eléctrica para empezar. Cuando uno piensa en Frankenstein, resulta irónico, ¿no? Quizá, a fin de cuentas, Mary Shelley no iba desencaminada.

No lejos de ellos colgaba un tablero lleno de fotos de animales. Había reses, ovejas, conejos e incluso ratones blancos. Muchos aparecían en grupos de dos, tres y cuatro. Jude los examinó de cerca y se dio cuenta de que todos los animales del mismo grupo tenían exactamente el mismo aspecto.

—Mis hijos —dijo Hartman, que había seguido la mirada de Jude—. A mi esposa le saca de quicio que hable así de ellos.

Señaló un retrato de dos ovejas que miraban estúpidamente a la cámara desde detrás de un pesebre lleno de paja.


Mabel y Muriel
. Mi primer éxito. Aún están vivitas y coleando. En realidad, ahora las dos ya son madres. Yo no he producido todos los animales de las fotos. En todo el mundo, los científicos que nos dedicamos a estas investigaciones no somos más de tres o cuatro, y siempre que obtenemos un éxito le enviamos una foto a los demás. Nos gusta lucirnos.

—Pero... ¿por qué? —preguntó Skyler—. No me refiero a por qué mandan fotos, sino a por qué hacen estos experimentos. ¿Qué esperan conseguir?

—Las aplicaciones prácticas potenciales son incontables —respondió Hartman—. Imagine, por ejemplo, que fuera posible mantener células congeladas para conservar el material genético de las especies en peligro. Podríamos recuperarlas siempre que quisiéramos y crear tantos animales como fueran necesarios.

El científico tomó la foto de una oveja.

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