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Authors: John Darnton

Experimento (34 page)

BOOK: Experimento
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—Ésta es
Tracey
—siguió—. La produjeron en el Instituto Roslin, el mismo lugar en el que crearon a Dolly. La han hecho portadora de un gen que produce una enzima llamada alfa uno antitripsina, que se encuentra en su leche, y ordeñando a Tracey es posible extraerla. Se trata de algo de gran importancia, pues ésa es la proteína que les falta a los que sufren de enfisema pulmonar.

»Se están realizando otros muchos trabajos para eliminar enfermedades, producir proteínas farmacéuticas y posibilitar el trasplante de órganos entre especies distintas. En muchos aspectos, los cerdos son donantes ideales, pero el cuerpo humano rechaza sus órganos. Si pudiéramos modificar las células porcinas, tendríamos un suministro ilimitado de órganos para trasplantes. ¿Sabían ustedes que en Estados Unidos todos los años mueren tres mil personas que se hallan en la lista de espera para conseguir un trasplante, y que otras cien mil mueren antes de entrar siquiera en esa lista?

»Los ganaderos siempre tratan de producir animales campeones. Una vaca perfecta. Imaginen lo que supondría poder producir cientos de vacas como ésa. O quizá se podría invertir el proceso. Producir millares de embriones en el laboratorio y escoger luego los que se deseen, modificándolos aquí y allá añadiendo o quitando un gen. Y luego, cuando se haya conseguido la vaca auténticamente perfecta, por medio de la clonación se podrían producir infinitas copias.

»E1 factor clave es el número. La modificación genética es un proceso difícil. No se sabe dónde hay que insertar el gen, ni tampoco se sabe dónde va a terminar. Pero si pudiéramos cultivar en el laboratorio miles de millones de células, no sería necesario insertarlas con precisión. Ni siquiera nos hace falta saber exactamente cómo funciona el proceso. Sólo es preciso identificar la célula indicada. Luego se seleccionarían únicamente las células portadoras de la modificación que necesitamos. Cuando se dispone de millones de células, se pueden modificar todas en bloque, y buscar luego las que se necesitan.

—O sea que, básicamente —dijo Jude—, es como imitar el proceso de evolución, sólo que haciéndolo todo a la vez.

—En efecto —dijo Hartman con una resplandeciente sonrisa.

—Y el que efectúa la selección es usted, y no la naturaleza, ni Dios, ni el medio ambiente, ni las circunstancias.

—Así es.

—¿Y esos experimentos nunca salen mal?

Hartman sonrió.

—Mire, no voy a decir que no existan problemas. El asunto es complicado. Lo cierto es que sometemos a una pequeña célula a un montón de manipulaciones. La violentamos y la hacemos pasar por una importante operación quirúrgica. Implantamos un conjunto de cromosomas extraños y quizá los cromosomas no se encuentren en estado de reposo, quizá se dividan de forma asincrónica con las células embrionarias. Es inevitable que muchos embriones mueran. Los doctores Wilmut y Campbell produjeron a
Dolly
pero, antes de conseguirlo, en distintas etapas del proceso murieron doscientos setenta y seis embriones.

—¿Y no se producen ejemplares que viven pero con anomalías?

—Desde luego. De ellos no se oye hablar, como es natural. Circulan todo tipo de informes y rumores acerca del gigantismo.

—¿Gigantismo? ¿En qué consiste?

—Simplemente, en que los animales crecen demasiado. A veces son excesivamente grandes para que la madre sustituía pueda alumbrarlos. La mayor parte de los clones de reses producidos por la compañía Grenada de Texas padecieron esa anomalía. Aún no sabemos qué la causa.

»Compréndanlo, la vida no es perfecta. Los errores se dan incluso en la naturaleza. O especialmente en la naturaleza. Llega un momento en que uno tiene que inclinarse ante ese hecho. Se sabe que el cuerpo cambia con la edad. ¿Qué supone eso para las células individuales? Ellas también cambian. Se reproducen una y otra vez, y en el proceso aparecen pequeños errores. Las proteínas interpretan o copian mal todos esos kilómetros de ADN. Es como una fotocopiadora que está constantemente en funcionamiento y cuyas copias no sólo se hacen crecientemente difusas, sino que pierden letras en algunos lugares o las ganan en otros. Cuando ya se han efectuado millones de copias, el documento resulta poco menos que ilegible.

»Entonces, ¿qué ocurre si le quitamos el núcleo a una vieja célula y lo ponemos en el interior de un óvulo nuevo? ¿Conseguimos realmente un óvulo fertilizado nuevecito dispuesto a enfrentarse a los retos de la vida? ¿O lo que conseguimos es un viejo y fatigado núcleo en el interior de un óvulo joven? La respuesta a esa pregunta no la conoce nadie. ¿Y sabe usted cuándo la conoceremos?

Jude negó con la cabeza.

—La conoceremos si comienzan a aparecer muchos seres humanos de extraño aspecto.

Concluida la visita guiada por el laboratorio, Hartman se sentó a una mesa de madera próxima a su escritorio.

—Dígame una cosa, doctor Hartman, ¿es posible clonar seres humanos? —preguntó Skyler, que había permanecido casi todo el rato en silencio.

La sonrisa de Hartman sugería que al hombre le habían hecho la misma pregunta infinidad de veces.

—Lo cierto es que las condiciones necesarias están dadas. La fertilización in vitro, que es con mucho lo más esencial, es un hecho desde 1971. La técnica de enucleación del ADN no hace sino avanzar. La congelación de células espermáticas y ovulares se efectúa desde hace años. O sea que disponemos ya de todas las herramientas esenciales. Si podemos hacerlo con mamíferos menores, podemos hacerlo con seres humanos. En realidad, sólo existe un obstáculo.

—¿Cuál?

—La oposición del público. La ética. Muchas personas consideran que ese tipo de cosas van contra la naturaleza o contra los designios de la naturaleza.

—Pero... Si hubiera un grupo que hiciera caso omiso de las consideraciones éticas, ¿le sería posible, por ejemplo, producir un niño, clonarlo, congelar el clon y luego, años más tarde, reactivarlo?

—Desde luego. Ya se dispone de la tecnología necesaria. A lo que usted se refiere es a combinar dos procedimientos que ya existen y que se conocen perfectamente: la clonación y la criopreservación. En marzo de 1988 en Los Ángeles nació un niño de un embrión que había permanecido congelado siete años y medio. Creyeron que habían batido un récord hasta que se enteraron de que un niño nacido en Filadelfia procedía de un embrión que había permanecido congelado cuatro meses más.

»Naturalmente, para efectuar una clonación retardada haría falta tener razones de peso. ¿Quién iba a querer tener un niño para luego, años más tarde, producir un duplicado exacto? Para una cosa así, sólo se me ocurre una razón aceptable.

—¿Cuál? —preguntó Jude.

—El dolor. Si quisiera usted muchísimo a un hijo, y ese hijo muriese, y la pérdida se le hiciera insoportablemente dolorosa, tal vez tratara usted de recrearlo. Naturalmente, conseguirlo al ciento por ciento sería imposible, ya que el proceso de clonación desatiende los factores psicológicos y los demás elementos fisiológicos que forman una personalidad. Y, de todas maneras, tal posibilidad presupone que el progenitor piensa ya en la sustitución del niño antes de que éste nazca, lo cual es llevar las cosas demasiado lejos hasta para un pesimista rematado.

—Ha dicho que sólo se le ocurre una razón aceptable —dijo Skyler—. ¿Cuál sería una razón inaceptable?

—Resulta demasiado absurda. Pertenece al ámbito de la ciencia ficción y nunca podría plasmarse en la realidad.

—Pero, aunque sea hablar por hablar, ¿cuál sería esa razón?

—Crear un banco de órganos de repuesto. Antes hablábamos de los trasplantes de órganos. Pese a todos nuestros progresos, a ese respecto todavía estamos en la prehistoria. Aún tenemos que atiborrar al paciente de drogas inmunodepresoras que unas veces producen el efecto deseado y otras no. Creamos grandes bancos de datos informáticos para buscar esa médula ósea que necesitamos entre mil. Ponemos a la gente en listas, esperando que otra gente sufra accidentes fatales. Imaginen lo que supondría poder efectuar un trasplante sin el temor de que el sistema inmune del organismo lo rechace. El órgano trasplantado no sería ajeno, ya que tendría una constitución genética idéntica a la del órgano al que debía sustituir. Todos esos millares de maravillosos centinelas que están adiestrados para combatir a los intrusos, los leucocitos antígenos y los linfocitos T, se quedarían tranquilos y el cuerpo daría la bienvenida con los brazos abiertos al nuevo órgano. Ése ha sido el sueño de los cirujanos durante treinta años, desde el momento en que Christian Barnard introdujo el corazón de una mujer de veinticuatro años muerta en un accidente automovilístico en el pecho de un hombre de cincuenta y cinco años, Louis Washkansky, concediéndole con ello dieciocho años más de vida.

Hartman se había apasionado hablando y parecía un poco azorado por ello. Jude y Skyler permanecían en silencio.

El científico cogió un papel de su escritorio y, con uno de los bolígrafos que llevaba en el bolsillo superior de su bata, escribió algo en él y se lo tendió Skyler.

—Podemos seguir hablando. Ésta es mi dirección. Vengan esta noche a cenar. A las siete en punto. Excuso decirles que la cena será informal.

—Una última pregunta —dijo Jude—. ¿Existe un registro de trasplantes? Se puede acceder a la lista que usted acaba de mencionar y ver cuántos trasplantes se han realizado.

—Desde luego —respondió Hartman—. El banco de datos del sistema informático contiene todos los trasplantes que se han efectuado en todos los hospitales del país. Si lo desea, le puedo conseguir un permiso para acceder a él.

—Sí, se lo agradecería mucho.

Tizzie tomó un taxi para ir a su casa y mientras el vehículo avanzaba por Lake Drive, una avenida flanqueada por robles, la joven sintió el aguijonazo de la nostalgia. Reconocía cada uno de los árboles, cada uno de los recodos del camino. Todos ellos encerraban recuerdos para ella, incluso recuerdos tan remotos que Tizzie no alcanzaba a precisarlos, pero sabía que estaban allí. El mundo de su niñez, tan seguro y ahora tan lejano, seguía ejerciendo un fuerte influjo sobre ella.

Había crecido como hija única, y nunca alcanzó a comprender el gesto de conmiseración que hacía la gente al enterarse de tal circunstancia. Para ella había sido fantástico ser el centro del cariño de sus padres, y que no hubiera nadie que compitiera por su afecto y ni siquiera por su atención. Podía hacer pucheros a los quince años o dárselas de persona madura a los doce. Cuando por la noche le entraba miedo y lloraba, su padre y su madre acudían corriendo. A veces, sólo lloraba para ponerlos a prueba, y ellos nunca fallaron. Los dos acudían a consolarla, pero cuando Tizzie evocaba tales incidentes, siempre eran las manos de su padre tendidas hacia ella lo que recordaba.

La familia pasó sus primeros años en el oeste, pero Tizzie era a la sazón demasiado pequeña para tener recuerdos claros de aquella época, y luego sus padres compraron la casa en White Fish Bay. No recordaba gran cosa del lugar del que procedían, pero sí el día que llegaron, la emoción de la mudanza, de ver todas las pertenencias familiares metidas en un inmenso camión. Los otros niños del vecindario se reunieron en la acera para echarle un vistazo a los muebles y enseres de los recién llegados, y Tizzie hizo como si no los viera. Pero al cabo de un par de días, todos los chiquillos eran ya amigos suyos.

Su padre era médico y, durante algún tiempo, tuvo su consulta en un anexo de la casa. A ella le encantaba aquel lugar, los olores de los medicamentos, el maletín negro, el estetoscopio, la balanza... En un par de ocasiones se metió allí a hurtadillas y se escondió en un armario para espiar mientras su padre examinaba a los pacientes. Años más tarde, cuando el número de pacientes aumentó, el doctor se trasladó a una clínica que tenía pabellones de ladrillo y zonas verdes, y Tizzie se quedó con la antigua consulta como cuarto de juegos. Cubrió las paredes con pósters de The Carpenters, Abba y, posteriormente, de grupos de heavy metal.

Su infancia había sido idílica, salvo por una época en la que sufrió terribles pesadillas y los anocheceres eran un período de incipiente terror. Pánico nocturno fue un término que oyó en una ocasión de labios de su padre mientras éste hablaba en privado con su esposa. Tizzie lo oyó teorizar en el sentido de que tales terrores eran causados por el impacto que sobre la mente infantil tenía el concepto de la muerte. El tío de Tizzie había fallecido hacía poco y en el funeral la pequeña tuvo ocasión de ver el inmóvil y frío cadáver. Su padre había dicho que lo de las pesadillas no era más que una fase pasajera, y así fue, pero Tizzie era consciente de que, de algún modo, la experiencia la había dejado marcada.

Ben, el fallecido, había sido su tío favorito. Aparecía en la ciudad al volante de un descapotable rojo y se la llevaba a dar paseos en los que superaba con mucho el límite de velocidad permitido. Era como hacer novillos. Si Ben era el hijo pródigo, el otro tío de Tizzie, Henry, era su polo opuesto, la seriedad personificada. Apenas dirigía la palabra a su sobrina y ni siquiera parecía advertir su presencia. En las pocas ocasiones en las que Henry le habló, ella se sintió como si estuviera ante la directora de su colegio. Sin embargo, era un hombre importante en aquella casa y tuvo una gran influencia en la crianza de la niña. Cuando Henry iba a visitarlos, los padres de Tizzie siempre estaban pendientes de él y bebían sus palabras. La pequeña tenía muy claro que nunca debía mostrarse descortés con él.

Como muchos hijos únicos, Tizzie estuvo muy mimada y protegida. La salud de la pequeña era la consideración preponderante. Le daban vitaminas y complejos dietéticos; su padre la examinaba cuando tenía el más mínimo síntoma y sus vacunas siempre estaban al día. Las rayas a lápiz en la pared que señalaban su crecimiento no eran una frivolidad, sino el indicador de un organismo saludable. Su padre le prometió regalarle un reloj de oro si cumplía los dieciocho sin haber encendido un solo cigarrillo, y amenazó con tenerla castigada un mes en caso contrario. Tizzie se ganó el reloj.

No obstante, predecible y proverbialmente, la adolescencia de Tizzie fue tempestuosa. Comenzó a pelearse con sus padres —sobre todo con su madre, pero también con su padre— y a amenazar con irse de casa. Y un día lo hizo, tras haber ahorrado el dinero para el pasaje de autobús hasta San Francisco. Su sueño era unirse a los hippies, sólo que, naturalmente, llegó a la ciudad con quince años de retraso. North Beach se había convertido en un erial poblado por drogadictos y vagabundos. Una noche, hallándose Tizzie alojada en un hotelucho de mala muerte, dos hombres la asaltaron y le robaron. Al día siguiente la muchacha llamó a su familia y su padre le mandó dinero para volver a casa. Después de eso, ya no volvió a marcharse lejos hasta que tuvo que ir a la universidad. Y cuando se fue a Berkeley tuvo la desagradable sensación de que abandonaba a sus padres.

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