Experimento (30 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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—O sea que los soldados siempre terminan muriendo.

—Olvídese de la metáfora —dijo bruscamente McNichol—. La vida real es más complicada. En la vida real, las cosas no tienen que ser de un modo o de otro. En la vida real, mueren miles de soldados y, además, el general se rinde.

McNichol se puso en pie y comenzó a acompañar sus palabras con ademanes.

—Lo importante es que las células del anciano de setenta y cinco años eran efectivamente más viejas que las del feto. Lo importante es que Hayflick estableció que la duración de la vida de la célula tiene un límite natural, que a partir del momento de su nacimiento, se divide unas cincuenta veces y luego entra en la senectud.

—Entonces, si existe un límite natural, no es posible evitar el envejecimiento.

—Muy al contrario, eso significa que tal esperanza sí existe. En biología, las cosas no suceden porque sí. En la naturaleza, nada es tan natural como para que el hombre no pueda modificarlo. Si existe un límite es porque algo marca ese límite. Porque hay algo que hace que exista ese límite —explicaba cada vez más entusiasmado—. ¿No lo comprende? En su interior, las células tienen un reloj que les indica cuándo ha llegado su momento. Y el hecho de que exista ese reloj significa que podemos encontrarlo y manipularlo y que, con el tiempo, podemos incluso aprender a cambiarlo de hora. Podemos hacer que la célula viva más tiempo. Y eso es justamente lo que hacemos.

—¿Dónde?

—En laboratorios repartidos por todo el mundo. Los científicos están descubriendo genes que retrasan la senectud en organismos sencillos. La evolución tiene un único esquema, así que en nuestros organismos existe la misma secuencia genética. Gran parte del trabajo más importante lo realiza un protozoo unicelular que vive en las charcas y que es el que nos ha dado la clave del reloj.

—¿Cuál es el reloj?

—Los telómeros.

—¿Telómeros?

—Tiras de ADN que están en los extremos de nuestros cromosomas. Como usted sabe, los cromosomas son largos filamentos de ADN que contienen las instrucciones genéticas de la célula. Al final de cada uno de ellos hay un telómero. Han comparado a los telómeros con los pequeños remates de plástico que tienen en la punta los cordones de los zapatos para evitar que se deshilachen. Lo telómeros cumplen un cometido parecidísimo. Cada vez que se divide, la célula pierde una pequeña parte de sus telómeros, de modo que la tira se hace cada vez más corta según la célula va envejeciendo. Cuando la célula alcanza el límite Hayflick de cincuenta divisiones, el telómero ya no es más que un minúsculo fragmento. Ése es el momento en que la célula alcanza la vejez y entra en su declive. Así empieza la muerte de la célula.

»O sea que la edad de la célula no tiene nada que ver con el tiempo cronológico según nosotros lo experimentamos. Y, si reflexiona sobre ello, se dará cuenta de que es lógico, ya que, para empezar, el tiempo es una concepción humana artificial. La edad de las células está relacionada con la cantidad de trabajo que efectúan, con la cantidad de veces que tienen que dividirse. A eso se debe que la piel de una persona que se ha pasado la vida tomando el sol esté mucho más arrugada que la de otra que ha permanecido a la sombra; las células de la piel del fanático del bronceado tienen que reproducirse constantemente para sustituir a las que los rayos ultravioletas van destruyendo. Se ven obligadas a trabajar más, y por eso sus telómeros son más cortos.

—Fascinante —dijo Jude—. Pero, sea por el motivo que sea, el caso es que, en último extremo, la célula tiene que morir.

—Pero... ¿tiene realmente que morir? O, mejor dicho, ¿tiene que morir a una edad tan absurdamente temprana? —decía McNichol, en tono cada vez más melodramático—. Ocurre que las células vivas son extraordinariamente eficientes. Son creaciones magníficas, consumen comida, expulsan los deshechos, hacen su trabajo y tienen una fuerte membrana protectora. Un mundo perfectamente equilibrado en el interior de un microcosmos. Son un mecanismo tan extraordinario, que no hay ningún motivo para creer que existe un límite natural a su longevidad.

»Eso lo sabemos por nuestros estudios de las células cancerosas, que se duplican incesantemente, generación tras generación, hasta el extremo de que los experimentos para contar el número de sus divisiones son casi literalmente interminables. En los laboratorios existen células cancerígenas que viven durante décadas en un disco de Petri tras otro. Para todos los efectos prácticos, son inmortales.

—¿Y cómo lo logran?

—Sí, ¿cómo? El secreto está en una enzima llamada telomerasa, que actúa como un pequeño equipo reparador. Cada vez que un fragmento de telómero se pierde a causa de la división celular, la telomerasa lo sustituye de forma que el filamento nunca se reduzca. El cordón del zapato no se deshilacha, por así decirlo, porque le cambian la punta de plástico. La telomerasa está presente en las células cancerosas. También aparece en las células de los óvulos y el esperma porque, como es natural, esas células deben mantenerse jóvenes, puesto que han de pasar a la descendencia. Pero la enzima no se halla presente en las células normales y corrientes, aunque las células normales podrían producirla. Tienen un gen para tal fin, pero está desactivado.

—¿Quiere decir que si las células tuvieran esa enzima vivirían más tiempo? ¿Ésa es la teoría?

—No es una teoría, sino un hecho demostrable. Los científicos del Centro Médico de la Universidad Southwestern de Texas han inyectado en células humanas el núcleo de la enzima que produce el gen. Por cierto, encontraron el modo de conseguir el gen estudiando nuestro pequeño protozoo de las charcas, que produce ingentes cantidades de telomerasa. Tras la inyección, los telómeros recuperaron su longitud juvenil y las células siguieron dividiéndose tan contentas mucho después de alcanzar el límite de su media de vida. Las células resultaron rejuvenecidas.

—O sea que ya se ha descubierto la fuente de la juventud que tanto buscó Ponce de León.

—No, el envejecimiento es un proceso mucho más complicado. Por un lado, no todas las células siguen las mismas reglas. Las del cerebro y del corazón, por ejemplo, actúan de modo distinto. Pero desde luego, se trata de un primer paso importante que confirma el hecho de que el cuerpo humano, como todos los organismos vivos, posee una notable capacidad para la autoreparación. A fin de cuentas, resulta que no somos máquinas.

Concluida su disertación, McNichol volvió a tomar asiento. Aunque le interesaba todo lo que acababa de oír, Jude no acababa de entender qué relación tenía con su propio caso. Pasó una página de su cuaderno —indicio de que deseaba ir al grano—, dio un sorbo a su café, que ya estaba frío, y clavó la mirada en los ojos del forense.

—Señor McNichol... Doctor McNichol, todo eso es de lo más interesante pero, si no le importa decírmelo, ¿qué tiene que ver con los dos mechones de pelo que le entregué?

—Son antecedentes, muchacho. Antecedentes. Sin mi pequeña conferencia, y si me he extendido demasiado lo lamento, a usted no le sería posible comprender lo que hice ni cómo alcancé la conclusión a la que llegué.

—¿De qué conclusión habla?

—Como supongo que usted imaginará, todas esas investigaciones han tenido un fuerte impacto en la especialidad a la que yo me dedico. En los últimos años, la ciencia forense ha avanzado a pasos agigantados, y hoy en día estamos haciendo cosas con las que ni siquiera soñábamos en mis tiempos de estudiante de medicina.

—Sí. Vaya al grano, por favor.

—Bien. Lo que ocurrió fue que realicé una prueba normal de ADN, comparando las dos muestras de cabello. Como sabe, esa prueba consiste en cotejar secuencias genéticas y nos permite establecer si dos muestras distintas proceden de una misma persona. La posibilidad de error es mucho menor que en la prueba de las huellas dactilares. Por lo general, podemos establecer la identidad del propietario dentro de unos márgenes que excluyen la posibilidad de una coincidencia.

—Sí, ya sé. ¿Y qué averiguó?

—Pues, muy sencillo. Averigüé que el ADN de ambas muestras era idéntico. En este caso, la posibilidad de que una coincidencia así se produzca en dos personas distintas es, aproximadamente, de una entre cuatrocientas mil y, por tanto, desdeñable. O sea que el resultado que obtuve indica inequívocamente que las dos muestras de cabello procedían de la misma persona.

—Pero también podrían proceder de gemelos idénticos, ¿no?

—Sí, claro. Los gemelos idénticos no tienen las mismas huellas dactilares, ya que éstas se forman en una etapa posterior del desarrollo del feto. Pero sí tienen la misma constitución genética, de modo que dos especímenes de ADN extraídos a gemelos idénticos serían exactamente iguales. Pero en este caso descarté la posibilidad de gemelos.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Eso nos lleva de nuevo a los telómeros. Recientemente, hemos desarrollado y perfeccionado un nuevo tipo de prueba del ADN llamada RFLPS, siglas que significan polimorfismo de la restricción de la longitud del fragmento. Este procedimiento logra diferenciar los organismos analizando las pautas derivadas de la división de su ADN. La longitud de los telómeros nos permite hacer un cálculo aproximado de la edad de la persona. No se trata de algo exacto, desde luego, pero la técnica es lo bastante sofisticada como para establecer una diferencia de edad entre dos muestras. Y eso es lo que logré hacer en el caso de los mechones que usted me dejó.

—¿Y a qué conclusión llegó, doctor McNichol?

—Una de las muestras, la de la bolsa que marcó como A, procedía de una persona que era cinco años más joven que la de la muestra B. Año más, año menos.

—Pero... pero... —tartamudeó Jude—. Eso no es posible.

—Exacto. No sería posible si las muestras procedieran de gemelos idénticos. ¿Cómo pueden existir gemelos idénticos de edades distintas? Así que encontré la solución, que si lo desea puede publicar en su periódico, y la solución es...

-¿Sí?

—Que las dos muestras proceden de la misma persona, y supongo que esa persona es usted. Usted me entregó dos mechones más o menos idénticos de su cabello, sólo que uno era alrededor de cinco años más joven. O sea que se cortó el mechón hace cinco años y lo ha conservado hasta ahora.

Jude se quedó en silencio.

—Lo que se me escapa totalmente —siguió McNichol—, es cómo se le ocurrió guardar durante tanto tiempo un mechón de su cabello. Supongo que no tuvo la clarividencia de saber que, andando el tiempo, haría un reportaje sobre el tema.

Jude cerró su cuaderno de notas lentamente. Le dio las gracias a McNichol por su trabajo, le estrechó la mano y le dijo que volvería a ponerse en contacto con él si se le ocurrían nuevas preguntas. McNichol quiso saber cuándo se publicaría el reportaje en el periódico, y Jude respondió que no tenía ni idea.

Al salir vio que una recepcionista ocupaba el escritorio que al entrar había visto vacío. Era una joven de ojos penetrantes que parecían denotar inteligencia. Jude le preguntó qué organismos oficiales ocupaban aquellas oficinas.

—Varios organismos comparten el mismo espacio: federales, estatales y locales.

—¿Algunos de esos organismos son policiales?

—Pues sí.

—¿El FBI?

—Sí, el FBI entre otros. ¿Por qué lo pregunta?

Jude no respondió, y tampoco lo hizo cuando la mujer le preguntó el nombre y el motivo de su presencia allí. En vez de ello se dirigió a los ascensores y tuvo la suerte de llegar cuando las puertas de uno se abrían.

Llamó a Tizzie desde un teléfono público de Astor Place, e hizo lo posible para que su voz no denotara la preocupación que sentía. Ella no respondió inmediatamente. Jude consultó su reloj, eran pasadas las cinco. La secretaria ya debía de haberse ido. ¿Seguiría Tizzie allí? Comenzó a tabalear con los dedos sobre la repisa de la cabina.

—Vamos, contesta de una vez...

Al fin al otro extremo del hilo sonó la voz de Tizzie.

—Tizzie, escucha. Skyler ha desaparecido. Fui a su habitación y no está allí. El conserje me dijo que se largó.

—¿Por qué? ¿Adonde puede haber ido?

—No tengo ni idea. El conserje no supo decírmelo. El tipo no ha sido de mucha ayuda. Al principio creyó que yo era Skyler, y comenzó a echarme una bronca por bajar por la escalera de incendios. Me dijo que usarla está prohibido por la ley, y añadió que no quería verme más por allí. Le dije que Skyler era mi hermano menor y le pregunté si sabía adonde podía haber ido, pero el tipo no sabía nada. Lo único que dijo fue que Skyler parecía asustado y que daba la sensación de que huía de algo.

—Pero... ¿de qué iba a huir?

—Sabe Dios, pero por lo visto estaba despavorido. Más tarde hablaremos de eso. Tengo tantas cosas que contarte... Te quedarás pasmada. Algunas de las piezas del rompecabezas están encajando en su lugar. Pero antes tengo que ir a buscar a Skyler. ¿Puedes pasar por mi casa por si se le ocurre llamar? No estoy seguro, pero creo que tiene mi teléfono.

—De acuerdo.

—Y cuando vayas por allí, mantén los ojos bien abiertos. Quizá Skyler haya ido mi casa, pero si está realmente asustado, puede que no. Tal vez tema que ellos lo busquen allí.

—Jude... ¿quiénes son «ellos»?

—Luego te lo cuento.

—No seas tan misterioso. Te comportas de una manera muy rara y das la sensación de estar sumamente alterado.

—Más tarde te daré todas las explicaciones que quieras. Ahora tengo que irme.

Tizzie dijo que iría inmediatamente al apartamento.

Jude detuvo un taxi y le dijo al conductor que lo llevara a Central Park.

—¿A qué altura?

Aquél era el problema, Jude no tenía ni la más remota idea. Y como el parque se extendía desde la calle Cincuenta y nueve hasta la Ciento diez, era totalmente imposible efectuar una búsqueda minuciosa. Le dijo al chófer que lo dejara en el cruce de la Setenta y dos y la Quinta. Tendría que confiar en la suerte.

Se retrepó en el asiento pensando en ello. Bueno, ¿adonde iría yo si estuviera en su lugar? A fin de cuentas, Skyler y yo somos prácticamente idénticos. Alguna ventaja tiene que tener el hecho de que seamos... de que estemos tan íntimamente relacionados.

Ni siquiera en aquel monólogo interior se atrevía a utilizar la palabra que se le había venido varias veces a la cabeza durante su conversación con McNichol.

Mientras se hallaba en el calabozo de la comisaría del distrito Diecisiete, a Skyler le permitieron hacer más de una llamada telefónica. A fin de cuentas, estrictamente hablando, no estaba detenido.

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