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Authors: John Darnton

Experimento (20 page)

BOOK: Experimento
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Durante su viaje en autobús hacia el norte, mientras contemplaba por la ventanilla el desconocido y extraño paisaje de carreteras y tendidos ferroviarios, no había dejado de pensar en la foto del desconocido Jude. El viaje había sido angustioso. Las ciudades de extraños nombres carentes para él de todo significado se sucedían unas a otras. Había permanecido todo el tiempo pegado a la ventanilla. De los orificios de ventilación situados sobre su asiento salía un aire helado que lo mantenía continuamente aterido. A su lado se habían sentado un montón de desconocidos en sucesión, unos parlanchines y otros taciturnos, pero todos almas perdidas. Una noche, cuando las luces principales del interior del autobús estaban ya apagadas, un hombre cuyo aliento olía a tabaco alargó la mano y le tocó la pierna. Skyler le apartó la mano y se cambió de asiento.

No tenía la menor idea de cómo reaccionaría Jude, en el caso de que lograse dar con él. Ignoraba si el hombre que tanto se le parecía era un amigo o un enemigo. Luego pasó ocho o diez días infernales en la ciudad, buscando comida en los cubos de basura y durmiendo en Central Park. Localizó a Jude gracias a que un vagabundo que conoció en un banco del parque le aconsejó que buscase su apellido en la guía telefónica. Fue la única vez que alguien habló con él. A fin de cuentas, era un extranjero, y no hubiera sido raro que la gente se pusiera a tirarle piedras. Llegó a sentir auténtica desesperación. En un periódico encontró un anuncio de la firma de libros y fue a la librería, pero se asustó al ver a Jude de cerca. Después esperó en las cercanías del edificio de la calle Setenta y cinco, logró meterse en el portal entrando tras uno de los inquilinos y se escondió debajo de la escalera. Decidió ponerse en manos de Jude del mismo modo que un náufrago decide agarrarse a un clavo ardiendo.

Y, además, había otra cosa. Skyler había advertido que los ordenanzas estaban siguiendo a Jude. Cuando se dio cuenta de ello, experimentó un verdadero pánico al entender que era a él a quien los hombres del mechón buscaban. Sin embargo, este descubrimiento no dejó de tener su parte tranquilizadora. Los ordenanzas no estarían siguiendo a Jude si éste fuera uno de los suyos. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, reflexionó Skyler, y de momento decidió confiar en Jude... aunque sólo hasta cierto punto.

Jude trataba de sacarle más información.

—¿Cómo me encontraste?

—Por la guía telefónica.

—Lo que quiero decir es cómo te enteraste de mi existencia.

—En un periódico encontré un anuncio de tu libro.

—¿Y dónde viste ese periódico?

—En un sitio llamado Valdosta.

—Aleluya. Al fin un nombre.

Jude preparó una cena para su inesperado huésped con sobras de comida que encontró en la nevera: pollo envuelto en papel de aluminio, arroz en un envase de plástico y ensalada. Skyler comió vorazmente, con la boca abierta, echado sobre la comida y con un codo a cada lado del plato, como protegiéndolo. Al verlo comer de aquel modo, Jude sintió primero repelús y luego fascinación. Sin decir palabra, estudió a su invitado y lo observó detenidamente de arriba abajo. Se fijó en la suciedad de su rostro, en la piel apergaminada, en los malolientes pantalones, en el barro que ensuciaba el cabello de su coronilla.

Tenía que admitirlo, su huésped era casi idéntico a él. Salvo por el hecho de que, decididamente, daba la sensación de ser algo más joven, aunque resultaba difícil decirlo a causa de toda aquella mugre. También se fijó en que los dos tenían en común ciertos gestos y ademanes. Cuando Skyler lo había mirado escrutadoramente hacía un momento, había ladeado ligeramente la cabeza, como Jude solía hacer. Y cuando se hallaba frente a la mesa de la cocina, antes de sentarse a comer, Skyler había reposado todo el peso de su cuerpo en la pierna izquierda, una postura que Jude solía adoptar y que en una ocasión una mujer le elogió como muy sexy.

Pero... ¿se parecía Skyler lo suficiente a Jude como para ser...? ¿Qué? Un pariente, quizá un hermano, o tal vez incluso algo más próximo. En el fondo, Jude estaba considerando la descabellada posibilidad de que la persona que en aquellos momentos se estaba atiborrando de comida en su cocina no fuera sino un gemelo suyo del que fue separado en una fecha que él no alcanzaba a recordar. Aquélla era la única explicación concebible, y tenía además la virtud de que aclaraba de modo racional lo que estaba viendo con sus propios ojos. Recordó la ley de Occam, el principio científico según el cual la suposición más simple es la que mejor explica lo inexplicable. Y, desde luego, lo que tenía ante sí era inexplicable.

Pero... ¿era realmente posible que aquel vagabundo fuera su gemelo? Por una parte, se dijo Jude, cosas así sucedían. En realidad, por una coincidencia que resultaba casi excesiva, él mismo acababa de escribir un artículo sobre el tema de los gemelos separados al nacer. Y, a fin de cuentas, Jude no sabía casi nada de sus padres ni de su propia infancia. Sabía que sus padres fueron miembros de una secta. Tal vez su madre dio a luz dos gemelos, y los niños fueron separados a causa de circunstancias fortuitas, o quizá incluso por decisión del cabecilla de la secta. Jude era en realidad el candidato ideal para que algo tan rocambolesco le sucediera. Gemelos evanescentes. Aquél era el término que Tizzie había utilizado. Era curioso que él lo hubiese oído por primera vez hacía tan poco.

Por otra parte, quizá todo aquello no se debiera sino a una asombrosa coincidencia, tal vez se tratase de un absurdo suceso que desafiaba toda lógica. Quizá entre ellos dos no existiera relación alguna. Quizá, sencillamente, daba la casualidad de que se parecían muchísimo. ¿No era eso posible? ¿Qué probabilidades habría de que dos personas nacidas de padres distintos y en lugares distintos tuvieran el mismo aspecto? Jude no desechaba tal hipótesis, pero cuanto más miraba a Skyler, más tentado estaba de admitir la posibilidad de que los dos fueran efectivamente gemelos. Algo en su interior le decía que aquélla era la respuesta del enigma. Era como si, subliminalmente, siempre hubiera conocido aquella verdad. De igual modo, cuando Tizzie sugirió que tal vez su zurdera significase que había compartido el útero materno con un gemelo, él tuvo la extraña sensación de que así había sido.

Esta idea hizo que Jude se sintiera mal por haber juzgado casi despectivamente a Skyler. Sin embargo, el joven tenía efectivamente una manera de comer muy desagradable. Por otra parte, parecía no saber nada de nada y estar totalmente desorientado. Aun aceptando la posibilidad de que fuesen gemelos y los hubieran separado al nacer, Jude no podía por menos de preguntarse dónde se habría criado Skyler para llegar a ser un adulto tan zafio e ignorante. Aquél era un misterio que merecía la pena resolver, y Jude sospechaba que si lograba encontrar la solución de ese enigma, conseguiría también abrirse a sí mismo la puerta de su infancia perdida.

Se acercó al aparador, sacó una botella de whisky y se sirvió un vaso. Dio un buen trago y luego, mientras esperaba que Skyler terminara de comer, siguió bebiendo a pequeños sorbos.

—Comencemos por el principio —dijo al fin tendiéndole a Skyler una servilleta para que se limpiase la boca y los dedos—. ¿Qué edad tienes?

Por primera vez, Skyler lo miró a los ojos. Con el estómago lleno parecía más tranquilo y mejor dispuesto.

—Veinticinco años o así.

—¿«O así»? ¿No conoces tu edad exacta?

—Es difícil saberla, porque no teníamos cumpleaños. Los jiminis teníamos una idea aproximada de nuestra edad, pero no la conocíamos con exactitud. Lo único que sé es que tengo alrededor de veinticinco años.

—Pero podrías ser mayor, ¿no?

—Sí, podría, pero no lo creo.

—¿No contabais los años?

—Claro que los contábamos, pero no desde el principio. Y, como acabo de decirte, no celebrábamos los cumpleaños. Nos decían que no existía ningún motivo para recibir el paso de los años con alborozo, como si envejecer fuera bueno. Nos decían que, muy al contrario, la vejez era algo que se debía combatir, algo a lo que había que oponerse con ayuda de la ciencia.

—¿Y eso quién lo decía? ¿Tus padres?

—No. Ninguno de nosotros conocía a sus padres. Nos decían que pertenecíamos al Laboratorio, y más concretamente al doctor Rincón y a Baptiste, su fiel servidor.

—¿Qué tal si me cuentas todo lo que sepas acerca de esas personas?

Y así, tras un suspiro apenas audible que supuso para él una especie de cruce del Rubicón, Skyler inició el largo relato de su vida. Habló de sus primeros recuerdos de la isla en la que había crecido, con la idea difusa y fragmentaria de cómo era la vida en «el otro lado». Explicó que sacaba las cabras a pastar y habló de sus correrías por el bosque con Raisin, de las lecciones de ciencias en el aula de conferencias, de las charlas de Baptiste, de la ley del doctor Rincón, de lo mucho que en el Laboratorio se detestaba la religión, y de la firmeza con que sus miembros creían en la prolongación de la vida y en que estaba próximo el amanecer de una nueva era dominada por la ciencia y la razón. También habló de los ordenanzas, de Kuta y de la peculiar instrucción sobre la vida y el mundo que recibió en la cabaña del negro, de sus crecientes dudas y temores. Y, por último, relató su fuga.

Mencionó las muertes de Raisin y Patrick, pero no entró en detalles, y no hizo la menor alusión a la muerte de Julia. Julia era suya y sólo suya. El amor que durante tanto tiempo había marcado su vida era algo personal e intransferible. No podía compartir con nadie el profundísimo dolor que le produjo la pérdida de Julia.

A Jude le costó un esfuerzo permanecer callado hasta que Skyler concluyó su relato, pues en la cabeza se le arremolinaban las preguntas. Pero ahora que ya estaba al corriente de los hechos básicos, le costaba romper su silencio. Se había llenado el vaso tres veces, y la agitación que lo había dominado desde el momento en que encontró a Skyler bajo la escalera ya había pasado. Se sentía más que un poco mareado y sus pensamientos no eran del todo coherentes.

—¿Qué clase de hombre era ese tal Rincón?

—Un semidiós —respondió Skyler, pues había oído aquella palabra en la televisión y le pareció que era el término adecuado.

—¿Alguna vez lo viste?

—No. Vino en una ocasión a la isla, pero no nos dejaron verlo.

Jude dio otro largo trago de whisky.

—O sea que nunca has estado en Arizona, ¿verdad?

El desconcierto que expresaban los ojos de Skyler fue suficiente respuesta.

—¿No recuerdas si, de muy niño, jugaste en las galerías de una mina abandonada?

—No, no recuerdo nada de eso.

—¿Y el desierto? ¿Un lugar que de día era muy caluroso y de noche muy frío?

—Sólo me acuerdo de la isla. Estoy seguro de que fue en ella donde pasé toda mi niñez.

—¿Alguien te dijo alguna vez que tenías un hermano?

—No —respondió Skyler. Hizo una pausa y preguntó—. ¿Crees que somos hermanos?

En vez de contestar, Jude hizo una nueva pregunta:

—¿Cómo es posible que no conocieras a tus padres y que no sepas nada sobre ellos? ¿No será que lo has olvidado?

—Uno no puede olvidar lo que nunca ha sabido. Lo cierto y verdad es que a todos nosotros nos criaron... Resulta difícil explicarlo. Los jiminis teníamos la sensación de que todos los adultos de la isla eran algo así como nuestros padres. De que todos ellos se ocupaban de velar por nosotros.

—¿Y todos eran médicos?

—Todos no, pero muchos sí.

—Parece como si el sitio fuera una gran institución clínica. ¿Podía tratarse de algún tipo de centro médico?

—No sé a qué te refieres. La isla era, simplemente, el lugar en el que crecimos. Los mayores cuidaban de nosotros con esmero, y cuando surgía algún problema inmediatamente se ponían los medios para solucionarlo.

—Pero no os querían.

—Yo creía que sí, pues, de lo contrario, ¿por qué iban a cuidar tan bien de nosotros? Pero ya he dejado de creerlo.

Jude, sin saber qué decir, apuró de un trago el contenido de su vaso.

—Cuéntame más cosas acerca de esos ordenanzas, de los tipos que os vigilaban.

—Tú ya los has visto —respondió Skyler.

Jude comprendió inmediatamente a quién se refería. Al menos resultaba un pequeño alivio tener la certeza de que su paranoia tenía una firme base de realidad.

—¿Te refieres al tipo del mechón blanco? —preguntó, y Skyler asintió con la cabeza—. Pero has hablado en plural. ¿Hay más de uno?

—Hay tres.

—¿Tres?

—Sí, y se parecen muchísimo. Sólo es posible distinguirlos por el mechón blanco. Los tres lo tienen distinto.

Así que aquélla era la explicación del enigma, se dijo Jude. Así era como el tipo del metro había logrado adelantársele. Eran dos hombres en vez de uno. Pero... ¿tres? Clavó la mirada en Skyler.

—¿Tres tipos iguales? ¿Trillizos idénticos? No sabía que existieran.

—No sé si son idénticos. Se parecen mucho, pero uno termina distinguiéndolos —explicó Skyler, y se encogió de hombros, como dando el asunto por zanjado.

—Cristo bendito.

Skyler lo miró con extrañeza.

—¿Por qué no dejas de mencionar a Cristo? —preguntó.

—¿A qué viene esa pregunta?

—Me extraña lo mucho que lo repites.

—Lo repito lo que me da la gana, y esta noche me da la gana de repetirlo muchas veces.

—Comprendo.

Jude se levantó, se dirigió a la sala y rebuscó en los estantes de su librería. Minutos más tarde regresó a la cocina y dejó sobre la mesa el voluminoso atlas que traía bajo un brazo.

—Muy bien, dices que creciste en una isla. A ver si conseguimos situarla. Fuiste a parar a Valdosta, ¿no? Eso está en Georgia.

Tras consultar el índice del atlas, lo abrió por las páginas que correspondían a la parte sur de Estados Unidos. Siguió con el dedo la línea de la costa, y se le cayó el alma a los pies al advertir la cantidad de islas existentes en la zona. Las había a docenas, y los islotes menores ni siquiera tenían nombres o, si los tenían, no figuraban en aquel mapa.

—Veamos... Valdosta... Valdosta... Aquí está.

Le sorprendió lo lejos de la costa que estaba la ciudad.

—¿Cómo era el avión en que te fugaste?

Skyler evocó sus recuerdos: la cabina con los cuatro asientos, la gorra de béisbol del piloto, los diales con agujas fluctuantes, los números luminosos...

—Pequeño. Rojo y blanco.

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