Authors: John Darnton
Resultó que no se trataba de una tormenta, sino de un huracán, y la experiencia fue aterradora. Mientras en el exterior el viento ululaba y la lluvia caía a mares, en el interior del refugio los hombres se peleaban. Había muchos borrachos y ladrones, lo cual asustó a Skyler. Un hombre que hablaba solo hirió a un compañero con un cuchillo y lo expulsaron del refugio. El hombre se marchó mascullando palabrotas. Por la noche, el ocupante del camastro contiguo al de Skyler, le gruñó que su nombre era Smokey y le dijo que debía enrollar sus ropas y dormir sobre ellas para evitar que se las robaran. Skyler comenzaba a preguntarse si Baptiste no habría tenido razón: tal vez el continente no fuera más que una gran cloaca.
Los religiosos que se encargaban del asilo le dieron una camisa y unos pantalones nuevos, e insistieron en que asistiera a los servicios. Le asombró ver un crucifijo sobre el altar. Se mantuvo en silencio, observando con ojos muy abiertos por el pasmo la reverencia con que sus compañeros leían la Biblia. Los himnos, sin embargo, le gustaron.
Sus compañeros le enseñaron a ganarse unos dólares llenando bolsas en los supermercados, desherbando jardines, limpiando ventanas y recogiendo botellas vacías para canjearlas por dinero en la tienda WinnDixie. Consiguió una exigua cantidad de monedas y vivió del cereal del asilo, de sandwiches y de lo que encontraba en los cubos de basura de una hamburguesería próxima.
Durante los dos días siguientes, Skyler y Smokey se unieron a un pequeño grupo de mexicanos y salvadoreños que recogían melocotones. El primer día todos se rieron de él porque le daba terror montar en la plataforma abierta del camión que debía transportarlos.
—Pero... ¿de dónde sales? —gritó el propietario echándose hacia atrás el sombrero de paja con que se cubría—. He visto patanes, pero como tú ninguno.
Cuando el hombre se disponía a marcharse y dejarlo en tierra, Smokey les susurró algo a dos de sus compañeros, y los tres saltaron sobre Skyler y lo subieron al camión. Skyler hizo el traqueteante trayecto sentado en el suelo, entre los cestos y los sacos de arpillera. La huerta se hallaba a bastantes kilómetros de distancia. Smokey le mostró la mejor forma de llevar al hombro una gran escalera blanca, y una joven mexicana que tenía un pulgar atrofiado le enseñó cómo se arrancaban los melocotones de las ramas. A todos los recogedores les dieron tarjetas numeradas. Cuando llenaban un cesto de una fanega, lo llevaban al capataz, quien inspeccionaba la fruta y hacía una perforación en la tarjeta con un sacabocados. A Skyler le humilló que hasta los niños llenaran más cestos que él. Era un trabajo muy fatigoso que producía un fuerte dolor de espalda; la pelusilla de los melocotones se le pegaba a la piel, de forma que cuando se pasaba un brazo por la frente para enjugarse el sudor, notaba como si un millar de diminutas agujas lo pincharan.
Al final del primer día no les pagaron para que a la mañana siguiente tuvieran que volver a la huerta. Al fin, el segundo día el capataz examinó sus tarjetas y, de mala gana, comenzó a repartir billetes. Eran pequeños pero nuevos, y olían a tinta; nadie puso el menor reparo. Smokey cogió tanto su paga como la de Skyler, pero luego se separaron y el hombre estuvo dos días desaparecido. Cuando regresó, apestando a ginebra, sólo le entregó a Skyler doce dólares.
A la mañana siguiente, Skyler se cambió de ropa y caminó cuatro calles hasta Hill Street. Pasó frente a varios locales, el de la Southern Salvage Company, el de una tienda del Ejército y la Marina y el de Currie's Body Shop, hasta que llegó a dos grandes bidones oxidados que servían de base a un alto mástil del que pendía una bandera norteamericana. Al lado, un cartel azul y naranja anunciaba: HARDEE'S: DONDE MEJOR SE COME EN VALDOSTA. Y debajo, en letras más pequeñas: «Los domingos, coma en el buffet hasta hartarse.» Pero en aquellos momentos únicamente servían desayunos. Cuando regresó, unas horas más tarde, la camarera insistió en ver su dinero antes de permitirle que se sentara, y Skyler tuvo que poner todo su peculio, monedas incluidas, sobre el mostrador. Lo acomodaron en una mesa individual cercana a la puerta de la cocina. Comió vorazmente y regresó al refugio empachado.
Smokey había vivido mucho y le gustaba contar historias en las que él quedaba retratado como un hombre de mundo. Una noche, tumbado en el camastro y con la vista en el techo, le explicó a Skyler:
—¿Sabes una cosa? En esta ciudad te dan dinero sólo por marcharte. De veras. Si vas a la comisaría, los policías te acompañarán a la estación de autobuses y te comprarán un pasaje para cualquier sitio al que desees largarte. La única condición es que no se te vuelva a ver el pelo por aquí.
Skyler escapaba de la realidad soñando despierto. Por la noche, tras haber engañado al hambre con los sandwiches de mortadela y mantequilla de cacahuete que daban en el refugio, se tumbaba en su camastro, se tapaba los ojos con el antebrazo y se pasaba las horas muertas evocando recuerdos de la isla. Ni siquiera conocía el nombre de ésta, ni dónde se hallaba, y no quería hablarle de ella ni a Smokey ni a nadie.
Sobre todo, recordaba sus primeros años, cuando la vida era simple, despreocupada y alegre. Pensaba mucho en Raisin, pero no quería pensar en Julia, pues aún le resultaba excesivamente doloroso.
Una noche, los ensueños de Skyler fueron bruscamente interrumpidos. Big Al, el supervisor del refugio, un hombre que iba con el pecho al aire, exhibiendo una enorme tripa y unos gruesos hombros cubiertos de espeso vello, se acercó y golpeó con el pie una de las patas de su camastro.
—Ven conmigo —ordenó.
Skyler se puso en pie, siguió al fornido hombretón hasta su minúscula oficina y se sentó frente al escritorio, sobre el cual había un montón de guías telefónicas, varios trapos y papeles, un tintero y un oso de peluche. De la pared colgaban calendarios de talleres mecánicos en los que aparecían mujeres inclinadas para que se les marcaran bien los pechos, o bien echando hacia adelante la pelvis.
—La verdad es que no lo entiendo —dijo Al, negando con la cabeza.
Skyler se quedó confundido y se dijo que el tono de voz de Al no auguraba nada bueno.
—Venís aquí y abusáis de la hospitalidad sureña.
Skyler lo miró a los ojos, pero lo único que detectó en ellos fue exasperación.
—Supongo que a ti te parece fantástico. El escritor se deja barba y viene aquí simulando ser lo que no es.
Al se retrepó en su sillón y asumió una actitud más reflexiva, como si se dispusiera a dar a su interlocutor una lección.
—Lo que yo digo es que no importa que un hombre sea pobre. Eso no es ningún crimen. Pero lo que no soporto es que un hombre se haga pasar por lo que no es. Sobre todo, que se haga pasar por alguien que se encuentra en una situación peor que la suya. Creo que eso lo convierte en un desaprensivo. ¿Sabes por dónde voy?
Lo único que el desconcertado Skyler atinó a hacer fue negar con la cabeza.
Al se echó hacia adelante y apoyó los codos en el escritorio.
—Cuéntame de qué va la cosa. ¿Estás investigando para escribir un libro? ¿Quieres reunir...? ¿Cómo lo llamáis? Ah, sí, material.
Skyler comprendió que algo tenía que contestar.
—No entiendo nada de lo que dices. No tengo ni idea de a qué te refieres.
—No, claro que no.
Dicho esto, Al cogió un periódico y se lo tiró. Skyler lo cogió y miró la página por la que estaba abierto. Siguió sin comprender.
—Mira la foto —ordenó Al. Era el retrato de un hombre que se parecía mucho a Skyler—. Tengo que admitir que, haciéndote el torpe, casi lograste engañarme. Deberían darte el osear al mejor actor, tengo que reconocerlo. —Miró a Skyler con clara hostilidad y movió la cabeza—: Tienes diez minutos para que recojas tus cosas y te largues.
Y, al cabo de los diez minutos, Skyler se encontró en el callejón, con un pequeño hatillo bajo el brazo.
—Toma —le gritó Big Al—. Llévate este recuerdo de tu viaje por el Sur —añadió arrojándole el periódico a los pies y cerrando de un portazo.
Skyler recogió el periódico. Se llamaba
Usa Today
. Miró la foto y vio que el retratado, aunque no era exacto a él, se le parecía lo suficiente para que cualquiera lo confundiese. Aparentemente, se trataba del anuncio de un libro recién aparecido.
La máscara de la muerte
. En el texto se mencionaba Nueva York. Tras leer el nombre del autor, arrancó la página, la dobló y se la metió en el bolsillo. Luego echó a andar en dirección a la comisaría de policía.
Jude llegaba tarde al trabajo. Cuando ya estaba cerca del café de Bashir, se dijo que no tenía ganas de enzarzarse en una interminable charla con el afgano. Estuvo a punto de entrar en una cercana cafetería para comprar allí su café matinal, pero pensó que probablemente el afgano lo habría visto, pues su puesto se hallaba situado de forma que al hombre le fuera posible vigilar a la competencia. Ir a otro local habría constituido una traición y habría abierto una brecha en la relación entre los dos hombres.
—Buenos días, Bashir —saludó.
El otro le sonrió mostrando un diente de oro.
—Buenos días, patrón.
Bashir solía llamarlo así.
El afgano se secó las manos en el delantal, cogió un vaso de cartón, lo colocó bajo la espita del café y empujó la pequeña palanca negra.
—¿Cómo va todo? —preguntó.
—Muy bien. ¿Y a ti qué tal?
—Estupendamente —respondió, y el atractivo rostro oliváceo pareció nublarse. Bashir se acercó más y se inclinó hacia su cliente—. Patrón... quiero preguntarle algo. —Bajó la voz y, en tono de complicidad, dijo—: ¿Está usted bien? ¿Tiene algún problema?
—¿Cómo? —preguntó Jude desconcertado.
—¿Está usted en apuros?
—No, claro que no. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada, por nada.
Bashir vaciló, como si temiera cruzar una invisible línea divisoria.
—Lo que ocurre es que no puedo evitar ver ciertas cosas —dijo al fin.
—¿Qué cosas?
Bashir hablaba casi en susurros y miraba de un lado a otro, como si estuviera parodiando a un centinela.
—Creo que alguien lo sigue.
—¡Qué tontería!
—Lo digo en serio. He visto al hombre. Grande, musculoso, con mala pinta. Tiene un mechón blanco en el pelo, como si se lo hubiera manchado de pintura. Es inconfundible.
—¿Y por qué crees que me sigue?
—Porque lo he visto detrás de usted más de una vez.
Jude se echó a reír tratando de tomarse la cosa a broma.
—Es cierto. Lo sigue a distancia y no se despega de usted.
—Vamos, déjate de historias.
Pero a Jude le bastó echar un vistazo al rostro de Bashir para comprender que no bromeaba y realmente creía lo que estaba diciendo.
Mientras se alejaba con la bolsa que contenía su café, Jude movió la cabeza ante la disparatada idea. Sin embargo, no cabía duda de que el afgano había hablado en serio. Antes de entrar en el edificio del
Mirror
, se volvió a mirar calle arriba y calle abajo. No vio a nadie. O, mejor dicho, vio a mucha gente, pero a ningún tipo grande y musculoso con un mechón blanco en el cabello.
Sentado a su escritorio de la redacción, Jude tuvo que admitir que estaba algo inquieto. ¿Quién no lo estaría después de enterarse de que alguien lo sigue? Repasó mentalmente las posibles explicaciones. ¿Alguien a quien le sentó mal alguno de mis artículos? ¿El novio o el amante de alguna amiga mía? ¿Un viejo enemigo? No se le ocurrió nadie y decidió que resultaba inútil pensar en ello. Seguro que no ocurre nada. Lo que sucede es que Bashir es un poco... bueno, como es Bashir.
Sería de gran ayuda que le encargasen un trabajo mínimamente decente. Llevaba casi dos semanas sin tener uno, desde lo del cuerpo mutilado de New Paltz. Aquello sí había sido una buena historia, que él investigó con rapidez y escribió divinamente, aunque luego se la hicieran pedazos. Bah, qué demonios... La historia que le había quitado a lo de New Paltz la primera plana no había sido una completa pérdida de tiempo, pues gracias a ella había conocido a Tizzie. Y encontrar a Tizzie era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo.
Tras el paseo dominical por Brighton Beach, la acompañó a su apartamento en el West Side y ella lo invitó a la proverbial taza de café. Apenas hubieron dado los primeros sorbos de la bebida, comenzaron a besarse en el sofá. Era evidente que a Tizzie la habían enternecido las confidencias de Jude. Cuando hicieron el amor, se mostró apasionada y receptiva, pero, pese a ello, a Jude le dio la sensación de que la joven no deseaba entregarse del todo. En cuanto a él, se sentía excitado como un adolescente, pero no quiso pedirle más, pues Tizzie le importaba demasiado y no quería cometer errores. Quería que todo ocurriese suave y naturalmente.
Tras un cálido buenas noches, al día siguiente volvieron a verse y estuvieron recorriendo los bares de Greenwich Village. Aquella noche iban a volver a encontrarse. Para Jude, tres citas en el espacio de una semana era todo un récord.
Vio que los jefes de sección estaban conferenciando y decidió investigar de nuevo la historia de New Paltz, por si había ocurrido algo digno de un seguimiento.
Se dispuso a llamar a Raymond La Barrett, un agente del FBI que era una de sus mejores fuentes de información policial; a decir verdad, era su única fuente de información policial. Jude no hacía buenas migas con la policía ni con los federales. Conoció a Raymond tres años atrás, mientras efectuaba la investigación previa para un reportaje sobre los diez narcotraficantes más poderosos de Nueva York, tipos que se dedicaban al negocio de la droga más o menos descaradamente. La cooperación entre ambos fue intensa y exigió confianza por ambas partes. Sorteando las leyes antidifamación, Jude logró decir en el reportaje sobre los narcotraficantes lo suficiente para que a la policía no le quedara más remedio que intervenir. A consecuencia de ello, se formularon cargos contra seis personas y hubo cuatro condenas. Jude y Raymond lo celebraron tomándose unas copas en McSorley's y, a partir de entonces, trabaron una relación de trabajo que hasta el momento había resultado ventajosa para ambos.
Raymond era ocho años mayor que Jude y, valiéndose de ello, le llamaba chico. Hasta el año pasado, cuando el agente del FBI fue trasladado a Washington y puesto al frente de una división que recibía el torvo nombre de Operaciones Especiales, los dos hombres se veían una vez cada dos meses, y en un par de ocasiones hasta fueron de pesca. Trabajaron juntos en varios reportajes e incluso desarrollaron una especie de clave telefónica para concertar las reuniones: si uno de ellos decía «¿Qué tal unas cervezas?», ésa era la señal. Alternaban el lugar de encuentro, una vez se veían en un bar cerca del apartamento de Jude, y a la siguiente en un bar cerca de la casa de Raymond. «Es tan simple, que ya verás cómo funciona», comentó Raymond cuando acordaron la clave.