Authors: John Darnton
Jude no utilizaba con facilidad el término paranoico. Siendo un purista en lo referente al uso del lenguaje, consideraba que la palabra se utilizaba con excesiva frecuencia. Sin embargo, si alguien le hubiese preguntado cómo se sentía, y si él hubiera contestado a la pregunta con sinceridad, su respuesta habría sido: «Paranoico.»
Durante el fin de semana, el domingo, Tizzie y él tuvieron su primera pelea.
El sábado por la noche estuvieron en un restaurante de la Tercera Avenida. Durante toda la cena Tizzie se mostró distante y distraída. En cierto momento, Jude advirtió que su compañera miraba algo por encima de su hombro y también notó que, antes de apartar la vista, hizo un gesto de sorpresa. Jude se volvió y, a través de la ventana, le pareció ver a alguien, quizá un hombre, o tal vez sólo una sombra, fundiéndose con la oscuridad. Tizzie no le dio importancia al incidente y dijo que no había sido nada, sólo un hombre de horrible aspecto que miraba hacia el interior del local. Poco después, salieron del restaurante.
A la mañana siguiente, Jude se sintió indispuesto y decidió quedarse en la cama. Tizzie acudió al apartamento, utilizando para entrar la llave que él le había dado hacía poco. Para Jude eso fue indicio de que habían llegado a un punto crucial en su relación, mientras que ella consideró que simplemente era una cuestión de comodidad. A él, por su parte, y aunque se abstuvo de comentarlo, le dolió que ella no le hubiera dado una llave de su propio apartamento.
Jude tenía unas décimas y Tizzie se metió en la cocina para prepararle sopa y té. Cuando ella le llevó la comida, él no quiso tomar nada. Entonces Tizzie trató de ponerle el termómetro y él no quiso. Le puso otra manta y Jude se la quitó. Todos aquellos cuidados, aquella solicitud tan femenina, no lograron sino fastidiarlo.
—Lo único que necesito es que me dejen en paz —dijo de forma casi grosera.
Tizzie respingó y por su rostro cruzó una expresión dolida que inmediatamente se convirtió en enfado. La joven giró sobre sus talones y salió del apartamento dando un portazo.
¿Por qué demonios había tenido que portarse de aquel modo?, se reprendió Jude.
Más tarde la llamó para disculparse. Pareció que aceptaba la disculpa, pero su tono siguió siendo frío, lo cual era intranquilizador. A Jude le inquietaba lo mucho que Tizzie había llegado a importarle. Se conocían desde hacía menos de dos semanas, y él —cosa absolutamente insólita—, ya se preocupaba por ella más que por sí mismo. Se dijo que tal vez eso se debiera a que Tizzie le gustaba demasiado y, a causa de ello, le costaba aceptar sus cuidados.
Por primera vez se sentía cómodo con una mujer, era capaz de hablar y actuar con sinceridad y abandonar las poses que había adoptado con otras. Descubrió, no sin cierta sorpresa inicial, que a ella parecía gustarle él, y no la imagen de él que ella se había forjado, y le encantaba la fluidez que eso daba a la relación entre ambos. Quizá Tizzie consiguiera que se abriese totalmente a ella, cosa que otras muchas mujeres habían intentado antes en vano.
Pero... ¿eran recíprocos tales sentimientos? Aquélla era la gran pregunta. A él le parecía que las cosas iban viento en popa. Por él, comenzarían inmediatamente a vivir juntos, pero no se atrevía a proponérselo por temor a que ella no aceptase. En Tizzie había algo misterioso que quedaba fuera del alcance de Jude, y éste temía que su interés por él no tardara en desvanecerse.
«Haz frente a la realidad, se dijo, tú estás más colado por ella que ella por ti.» Quería saberlo todo acerca de Tizzie: cómo fue su niñez, dónde pasó sus vacaciones, qué tal día había tenido, qué estaba pensando. Pero ella no parecía dispuesta a dar explicaciones. Se había producido una especie de inversión de papeles, pues antes el acusado de ser inescrutable solía ser él.
Y ahora estaba a punto de comenzar una nueva semana y Tizzie estaba de viaje y ni siquiera le había dicho adonde había ido. Se reprendió de nuevo por estar actuando como un idiota. Se prometió que, cuando Tizzie volviera, se mostraría especialmente solícito con ella.
El lunes, ya casi repuesto, Jude dedicó el día a hacer promoción de su libro.
Seguía sintiéndose un poco perplejo por el éxito de
La máscara de la muerte
, un éxito que en gran medida se debía a la gran cantidad de publicidad que la novela había recibido. La editorial, que, por cierto, era otra de las empresas de Tibbett, había llegado al extremo de enviar por correo pequeñas máscaras blancas de la muerte a los principales críticos. Jude tenía que reconocer que aquel alarde publicitario lo tenía impresionado.
Durante el día concedió entrevistas a diversos colegas. Hacerlo le resultó fatigoso, ya que estaba acostumbrado a formular preguntas, no a contestarlas. Además, le molestaba darse cuenta de que en todas las entrevistas caía en la misma palabrería. Cuando escuchaba sus declaraciones grabadas, reconocía las palabras y recordaba haberlas pronunciado, pero la voz le parecía la de un extraño. Era como contemplar su foto en los anuncios de prensa; cuando la vio por primera vez, su reacción fue extraña. Le pareció que la foto era de un desconocido, de alguien casi totalmente ajeno a él.
«Caramba, se dijo, procura tranquilizarte.»
Por la tarde asistió a la firma de ejemplares de su novela en la librería Words Ink del SoHo. Fue un auténtico desastre. Jude llegó tarde porque estuvo atrapado durante veinte minutos en el sofocante y oscuro interior del tren número 6, que se quedó detenido en un túnel, entre dos estaciones. Por el sistema de megafonía se anunció a los pasajeros lo que éstos ya sabían: que el tren había sufrido un retraso. Jude salió del metro en Astor Place, y en aquel preciso momento comenzó a caer un auténtico diluvio.
Corrió hasta la librería y llegó jadeando, con el cabello pegado a la cabeza y la ropa empapada. La encargada, una cincuentona huesuda que llevaba el pelo recogido en un pequeño moño, lo recibió con un apretón de manos y una sonrisa forzada. Cerca de la ventana habían colocado un escritorio con el tablero cubierto de cuero sobre el cual había un montón de ejemplares de
La máscara de la muerte
. A un lado había un cartel en el que aparecía su retrato y la ubicua máscara blanca. A la izquierda del escritorio se veía un buffet con una fuente de galletas saladas y otra con pedacitos de queso. Junto a ellas, varias botellas verdes de vino y un batallón de vasos de plástico. A Jude le bastó un vistazo para darse cuenta de que había muchísimos más vasos que público.
La encargada le siguió la mirada y adivinó lo que estaba pensando.
—Por lo general, no tenemos firmas de... —titubeó la mujer buscando la palabra adecuada— de libros como el suyo.
La frase sonó a acusación y, por si no había quedado suficientemente claro, el siguiente comentario de la mujer disipó cualquier duda:
—Los de nuestra oficina central insistieron mucho en que usted firmase ejemplares aquí.
Jude aún estaba tratando de contestar algo ocurrente cuando la mujer lo tomó por el brazo y lo condujo hacia el escritorio.
—¿Por qué no se sienta aquí? —preguntó en el oficioso tono de una maestra recibiendo en su clase a un nuevo alumno.
—Un vaso de vino me vendría bien para calmar los nervios.
«Dado que ella me trata como si yo fuera Jeffrey Archer, se dijo Jude, no tengo por qué no comportarme como si fuera Dylan Thomas.»
—Desde luego. Ahora se lo traemos.
Jude se preguntó por qué la mujer usaba el plural. Aparte de ellos dos, en el local sólo había otro empleado y unos cuantos compradores en la sección de libros de viaje y biografías. Aquello era la pesadilla de cualquier autor hecha realidad: un montón de libros por vender y nadie a quien dedicárselos. Apuró el vino de un trago y tendió el vaso de plástico para que se lo volvieran a llenar. La mujer torció el gesto y fue con el vaso hasta el buffet.
Jude colgó del respaldo del sillón la chaqueta mojada y se sentó al escritorio, que era de caoba y tan cómodo que casi le dieron ganas de ponerse a escribir algo, quizá a mano y con una pluma de ave. Deseó que apareciera algún comprador para dedicarle unos renglones bien floridos. En la calle seguía lloviendo a mares. Cogió un libro de la parte alta de la pila, abrió una página al azar y comenzó a leer. El texto le pareció enrevesado y torpe, así que volvió a dejar el libro donde estaba, y se bebió otro vaso de vino. Esta vez, fue él mismo al bufé a llenárselo de nuevo. Al regresar al escritorio cogió de un estante un ejemplar de
Trampa 22
.
Una joven que llevaba una trinchera verde con el cinturón hecho un nudo se acercó al escritorio, miró el póster, a Jude, y de nuevo el póster.
—Sí, soy yo —dijo él, con una sonrisa.
—¿Quiere decir que es usted escritor?
—Pues sí.
—¿Y qué clase de escritor es usted?
Jude no esperaba esa pregunta y respondió lo primero que se le vino a la cabeza.
—Popular. Escribo para las masas.
—Ya.
La joven cogió un libro y lo hojeó con el entrecejo fruncido. Jude trató de adivinar qué significaba el ceño, ¿interés o desdén? Luego vio con asombro que la mujer iba con la novela hasta la caja, la pagaba y volvía para que se la dedicase.
«Jude Harley —escribió él con florida caligrafía—. El pueblo vencerá. Aprovechad el día.»
—Tiene usted un nombre muy raro.
—Es la abreviatura de Judas. Me lo pusieron por Judas Priest, la banda de heavy metal. Mi madre era fanática del rock.
Tras dirigirle una desconcertada sonrisa, la joven cerró el libro y salió del local cerrando la puerta suavemente a su espalda. Jude bebió otro vaso de vino. Se sentía de maravilla. Judas Priest. Tenía que volver a gastar aquella broma.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, por la librería desfilaron una docena de personas, y tres de ellas compraron su libro. Entre venta y venta, Jude hojeó
Trampa 22
y asumió una afectada actitud de
poèt maudit
. Con todo el vino que había bebido, se sentía en la gloria.
Y de pronto se produjo un insólito suceso. Un autobús de turistas estacionó en la calle, y la librería fue invadida por un tropel de personas que huían de la lluvia y que reían y charlaban con fuerte acento del Medio Oeste. El grupo apenas cabía en la tienda. En cuanto los turistas lo vieron sentado al escritorio se acercaron con una mezcla de curiosidad y cautela, como si fuese un animal exótico.
—Vaya, fijaos en esto —dijo un caballero que llevaba gafas sin montura.
Jude sonrió inseguro.
Una mujer de cabello entrecano hizo que dos amigas suyas se colocaran a su lado y les tomó una fotografía. El flash de la cámara cegó momentáneamente a Jude.
Después de hacer la foto, la mujer se acercó al escritorio, cogió un libro y lo sopesó como si fuera un pepino.
—¿De qué va esto, joven? —preguntó.
—De Nueva York en los noventa —respondió Jude tras pensarlo unos momentos—. Las criaturas de la noche, los bares, el bajo mundo. La vida en el interior del vientre de la Bestia.
—¿Hay sexo y violencia?
—Un poco.
—¿Un poco, de qué?
—De cada cosa.
—Vendido —proclamó la mujer en tono de subastadora, y sus acompañantes se echaron a reír.
En torno al escritorio no tardó en formarse un nutrido corrillo y fueron muchas las manos que se alargaron hacia los libros. Jude comenzó a firmar como un poseso, charlando, dando respuestas ingeniosas, preguntando los nombres de pila, escribiendo «para Vicky», y «para Hermán», y «para Babe», y «con mis mejores deseos», y «afectuosamente», y «con recuerdos de Nueva York», e incluso reproduciendo alguna que otra cita de
Trampa 22
.
Y entonces miró accidentalmente hacia la ventana.
La lluvia se había convertido en un auténtico diluvio que inundaba de agua las calles. Era como mirar hacia fuera a través de una cascada, todo parecía difuminado y borroso, como un cuadro impresionista. De pronto, en el centro del cuadro apareció un rostro. Jude se quedó petrificado al verlo. Una voz interior le dijo que aquella imagen difusa iba a ser de trascendental importancia para él. Aguzó la vista. Era un hombre, empapado y con la espalda encorvada. Bajo la lluvia, la figura se acercó más al escaparate y sus facciones se concretaron. Jude se quedó boquiabierto. El rostro del hombre era idéntico al suyo. Se sintió como si se estuviera mirando al espejo. La cara era, quizá, algo más joven, pero resultaba difícil decirlo, porque su propietario iba sin afeitar y estaba desencajado y macilento. Los ojos de ambos se encontraron por un instante, y a Jude le pareció advertir un brillo de reconocimiento en las pupilas del vagabundo. Luego el hombre dio media vuelta y su imagen volvió a difuminarse. Terminó desapareciendo tan rápidamente como había aparecido.
Jude saltó del sillón y corrió a la puerta. No logró abrirla inmediatamente y por el rabillo del ojo vio que la encargada iba hacia él. Al fin consiguió abrir y salió a la lluvia. En cuanto lo hizo se quedó calado hasta los huesos. Miró en todas direcciones, pero no vio a nadie. Corrió calle arriba, se detuvo, dio media vuelta y corrió en la dirección opuesta. Pero fue inútil; la aparición se había esfumado. Permaneció largo rato metido en un portal, tratando de dilucidar qué hacer.
Cuando volvió a la librería, los turistas, que ya estaban marchándose, lo miraron con recelo. Permaneció bajo la lluvia hasta que todos hubieron salido y entró de nuevo en el local. La encargada estaba jugueteando con uno de los botones de su blusa. Jude se dirigió al escritorio, recogió su chaqueta y se quedó de pie frente a ella, sobre un pequeño charco de agua. Murmuró una lacónica disculpa, pues estaba demasiado desconcertado para extenderse más y descubrió que la mujer lo miraba con auténtica simpatía.
Jude caminaba ofuscado por la oscura estación de metro de Times Square. Encima se hallaba «la encrucijada del mundo», el lugar en el que uno podía encontrarse con cualquier persona de cualquier lugar. Pero ningún encuentro podía compararse con el que acaba de tener, pues se había encontrado consigo mismo.
En el SoHo comió algo y se bebió tres tazas de café para contrarrestar los efectos del vino. Sentado en la cafetería, no lograba olvidar aquella imagen. Era una imagen que llevaba toda su vida viendo: la de su propio rostro. En ciertos momentos, la recordaba con toda nitidez, era como si su propia imagen hubiera salido del interior de un espejo para agarrarlo por el cuello. Lo que más le había impresionado eran los ojos. Durante el milisegundo en que los miró, le pareció contemplar los recovecos de su propia alma.