Experimento (46 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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Corrió tras ella y la vio plantada en el centro de la habitación, demudada, con la boca aún abierta. Alzó una mano y abarcó con vago ademán toda la habitación: la cama revuelta, la ropa tirada por todas partes y las paredes amarillentas manchadas de sangre.

Skyler despertó ofuscado en una extraña habitación estéril en la que todo era blanco. Se sentía como si flotase en el aire, cerca del techo. Aunque en realidad estaba recuperando el conocimiento, a él le daba la sensación contraria: creía que estaba dormido. Y no sólo dormido, sino soñando. Y no sólo soñando, sino teniendo una pesadilla.

Veía como a través de un filtro de gasa blanca, y todo le parecía difuso, de otra dimensión. Los ruidos sonaban amortiguados. Las personas se movían con lentitud, como si se encontrasen bajo el agua, y hablaban en una extraña jerga. Todas vestían impecables uniformes blancos que parecían refulgir bajo la luz. Por debajo de la cofia de una mujer que evolucionaba silenciosamente por la sala, asomaba un halo de cabello rubio. Ese detalle en particular golpeó con peculiar fuerza al joven, que hizo un desesperado esfuerzo por salir de su estupor.

Lo que se le acababa de ocurrir era tan espantoso que no deseaba otra cosa que despertar inmediatamente de aquella pesadilla, pero cuanto más espabilado se sentía, más aterradora le resultaba la situación. No deseaba despertarse y descubrir que la sala estaba realmente allí, que todo aquello estaba sucediendo de veras. Porque la pesadilla consistía en que él había vuelto a la isla y estaba dentro de la casa grande, en el quirófano del sótano.

¿Por qué, si no, iba a hallarse en aquella cama y rodeado de médicos?

¡Médicos! Sólo de pensar en aquella palabra, la sangre se le congelaba en las venas.

Decidió mover un pie como prueba. Lo hizo y notó que el tobillo se doblaba, que los dedos se encogían, percibió el tacto de la sábana. No estaba dormido. «¡Esto está sucediendo de veras!»

La neblina se estaba disipando. Skyler comenzaba a ver con mayor claridad. Lo de arriba eran las baldosas acústicas del techo. Distinguía las formas y las junturas. Una gran cortina blanca corría por el centro de la sala, dividiéndola en dos. En un rincón, colgado del techo, había un televisor en funcionamiento.

«¿Dónde estoy?»

Había una enfermera vuelta de espaldas a él; movía el codo como si estuviera escribiendo, y Skyler alcanzó a ver la parte inferior de una tablilla. La mujer dio media vuelta y fue hacia él. Skyler cerró los ojos y se hizo el dormido.

Notó que la mujer se inclinaba sobre él y percibió su aliento, que olía a almendras.

—¿Estás despierto? ¿Estás despierto? ¿Me oyes?

Su voz tenía un extraño acento que le resultaba desconocido.

—¿Me oyes? Si me oyes, abre los ojos. ¿Hablas inglés? Skyler se hizo el muerto.

—¿Hablas inglés? ¿Español?

Skyler no movió ni un músculo. Mantuvo los ojos cerrados, tratando de no apretar demasiado los párpados, y se esforzó en respirar acompasadamente. No le resultó fácil, y no estaba seguro de poder seguir fingiendo mucho tiempo, ya que el deseo de hacerse un ovillo para protegerse era cada vez más intenso.

«¿Qué estará haciendo esa mujer?»

Afortunadamente, la enfermera se apartó; Skyler oyó sus pasos yendo hacia los pies de la cama y se arriesgó a abrir un ojo. La mujer volvía a estar de espaldas. Su piel era color canela y su uniforme, blanco e impoluto.

Entró otra figura borrosa. Un hombre, al parecer.

Skyler cerró los ojos y contuvo los deseos de saltar de la cama y gritar: «¿Quiénes sois? ¿Qué sitio es éste?»

—¿Aún no se ha despertado? —dijo el hombre.

—No —respondió ella con aquel extraño acento—. Sus constantes mejoran, pero no recupera el conocimiento.

—Es el caso más raro que he visto en mi vida. Lo trajo una ambulancia y nadie tiene ni idea de quién es. No lleva documentación y, encima, no reacciona.

Ahora Skyler comenzaba a sentir cosas, una opresión en el pecho, un peso en el brazo derecho, que estaba tendido sobre la cama y fuera de su vista. A lo lejos se oían otros sonidos, la risa enlatada de un concurso de televisión, un murmullo de voces, y algo más... algo que jamás había oído y que consistía en una serie de pitidos y chasquidos.

—Yo creo que se trata de una reacción violenta a algún narcótico de nuevo cuño. Sea lo que sea, espero que su consumo no esté extendido. Eso era lo que nos faltaba. Otra droga tóxica en las calles —se quejó el hombre con claro desagrado—. Hoy en día, la gente se mete cualquier cosa en el cuerpo.

El hombre y la mujer se dirigieron juntos a la puerta y salieron de la habitación.

Skyler se incorporó. Notó un tirón en el pecho y se miró. Le habían adherido con esparadrapo unos cables que se prolongaban por encima del blanco cobertor de algodón. A su lado había un artilugio, una especie de perchero metálico sobre ruedas del que colgaba una gran bolsa de plástico. Parece sangre. Pero lo que mayor terror le infundió fue que de la bolsa de sangre salía un tubo, y que el tubo estaba pegado a él. Podía ver el líquido rojo bajando por el tubo y desapareciendo por debajo de un vendaje. Alzó el brazo y el flujo del líquido se hizo más lento. «Se está metiendo en mi cuerpo.»

Resiguió los cables con la mirada. Luego cerró la mano izquierda en torno a ellos y los levantó. Los cables se curvaban hacia abajo y luego otra vez hacia arriba, terminando en una máquina que tenía dos pantallas verdes, en las que unas líneas y unos puntos se movían de forma reiterativa. Aquélla era la máquina que producía los pitidos y los chasquidos.

Trató de calmarse. «No estás en la isla. Tú conoces el quirófano de la casa grande y no es como esto. Estás en otro lugar.»

Intentó recordar cómo había llegado allí, qué había ocurrido. No lo consiguió. Sólo sabía que había estado en la habitación del motel. Se esforzó por recordar algo más pero no pudo; veía el rostro de Tizzie y después el de Julia.

Notó que el pánico aumentaba en su interior. Se dijo que no debía ceder a él. No obstante, no pudo evitarlo, pues era como una ola que se iniciaba en su interior y luego se abalanzaba al exterior. No dejaba de crecer, hasta que se convirtió en algo inmenso, tan grande como la sala, amenazando con aplastarlo. Los médicos, las enfermeras, los uniformes...

«¡Tengo que salir de aquí!»

Tiró violentamente de los cables arrancándoselos del pecho y notó que la carne se desgarraba. ¡Los sonidos! Los intermitentes pitidos se convirtieron en uno agudo y continuo. ¡Biiiiiip!

Agarró el tubo y tiró de él. No cedió, así que cogió un borde del vendaje, lo rompió... y contempló con horror la aguja de cristal que le perforaba la vena. El pitido continuaba. ¡Biiiiiip! Cogió la aguja y tiró de ella. Comenzó a brotar sangre por todas partes, de su vena y del tubo. Éste comenzó a moverse como una manguera suelta, poniéndolo todo perdido de líquido rojo: el blanco cobertor, el suelo, su brazo, su pecho. El sonido se hizo ensordecedor.

«¡Lo van a oír! ¡Lo van a oír!»

No le quedaba más alternativa que huir. Saltó de la cama, vestido con una especie de pantalones de pijama, y trató de caminar, pero de pronto se sentía débil, muy débil... ¿o era que no podía sostenerse en pie porque resbalaba en la sangre? Perdió el equilibrio y cayó de nalgas. Permaneció unos momentos en el suelo, desde donde, por debajo de la cama, podía ver pies corriendo y oír el sonido de voces alarmadas. Notó que unos brazos lo levantaban y volvían a ponerlo sobre la cama. Unas personas lo obligaron a mantenerse tumbado... Aquellos uniformes y aquellas caras de nuevo, demasiado próximas a él. Una jeringa hipodérmica.

Un súbito pinchazo en el brazo.

—Bueno, con esto se calmará.

Las manos seguían sujetándolo, sólo que ahora también parecían empujarlo, así que no tardó en encontrarse en el fondo de un pozo, hundiéndose bajo el peso del agua. Esta hacía que todo pareciese borroso, los rostros, la cofia blanca de la enfermera. Y también amortiguaba los sonidos. Se estaba hundiendo, volviendo a su sueño, a su pesadilla.

Quizá, a fin de cuentas, sí que estaba en la isla, en el sótano de la casa grande. «Quizá..., se dijo, y éste fue su último pensamiento antes de perder la conciencia, ¡quizá nunca llegué a salir de ella!»

CAPÍTULO 23

Jude y Tizzíe irrumpieron en la sala de urgencias en el momento en que atendían a un joven moreno y picado de viruela de una herida de arma blanca. Estaba borracho y no dejaba de debatirse, e hicieron falta dos enfermeros para sujetarlo a la mesa de curas mientras un médico, con las enguantadas manos manchadas de sangre, desinfectaba la herida.

Habían llegado al hospital en un dos por tres, una vez la propietaria del motel se hubo calmado lo suficiente para explicarles lo que había ocurrido. En cuanto los vio, la mujer les gritó que se había llevado un susto de muerte al ver aparecer a Skyler sangrando en la oficina de recepción, y su susto no hizo sino aumentar cuando el hombre cayó redondo al suelo.

—Su amigo estuvo a punto de morir —dijo—. Resultó que él mismo se había cortado. Pero también estaba enfermo. ¿Cómo se les ocurrió dejarlo solo todo el día?

La mujer había llamado a una ambulancia, lo cual provocó una desagradable visita de la policía. Los agentes le hicieron un montón de preguntas y cumplimentaron un montón de papeles. Todo se complicó muchísimo debido al hecho de que ella no sabía nada en absoluto de sus huéspedes, aparte de los nombres garrapateados en el libro de registros. Lo de que Jude había pagado las habitaciones por adelantado y en efectivo les interesó particularmente a los policías.

Sin embargo, cuando miró bien a Tizzie y advirtió la angustia que reflejaba su rostro, la actitud de la propietaria se dulcificó, y llegó al extremo de ofrecerle una taza de café de una cafetera de filtro situada en lo alto de una estantería. Tizzie no la aceptó. Mientras la mujer le daba la dirección del hospital, Jude fue a su habitación a ponerse una camisa y unos pantalones limpios.

Ahora, en la sala de urgencias, los dos trataban en vano de conseguir que el médico les hiciera caso. Tizzie carraspeó.

—Dispense —dijo lo bastante alto como para hacerse oír por encima de los gruñidos y resoplidos del borracho, que seguía debatiéndose.

—Lo siento, pero ahora estamos ocupados —dijo el médico hablando por encima del hombro—. Y, de todas maneras, ustedes no pueden estar aquí.

Cruzaron unas puertas batientes y llegaron a un mostrador, donde preguntaron si habían atendido recientemente a un hombre con una mano herida.

—Hace un par de horas —respondió una enfermera, tras teclear en un ordenador y echarle un vistazo a la pantalla—. Aquí está. Ingresado a las 18.20 horas. Internado a las 19.10. No llevaba documentación y no logramos sacarle su nombre. —La mujer alzó la vista, miró escrutadoramente a Jude—. Es usted su hermano, ¿no? —le preguntó, y Jude asintió con la cabeza—. Ya me parecía. Pueden entrar a verlo si quieren. Habitación 360, en el tercer piso. El ascensor está al fondo del pasillo a la izquierda.

Jude y Tizzie hicieron ademán de irse.

—Un momento —dijo la enfermera—. Necesito un nombre. Y la dirección. Y los datos de su seguro médico.

—Ahora volvemos y nos ocupamos de todo eso —contestó Jude, tomando a Tizzie por el codo—. Primero queremos ver a mi hermano y cerciorarnos de que está bien.

Las puertas del ascensor se abrieron y ambos entraron en la cabina.

La puerta de la habitación 360 estaba cerrada. Tizzie y Jude la abrieron sigilosamente y se deslizaron al interior. El cuarto estaba a oscuras, salvo por la lamparita de noche de la cama más próxima, que estaba desocupada. Más allá había una cortina echada y, tras ella, se oía el agudo sonido de un monitor cardíaco. Tizzie se adelantó y miró al otro lado de la cortina.

Skyler dormía como un leño.

Tenía una mano vendada, estaba entubado, recibiendo el contenido de una bolsa de plástico llena de sangre que colgaba de un soporte situado junto a la cama, y tenía un tubo de oxígeno en la nariz. En la mesilla de noche, el monitor seguía emitiendo pitidos mientras el punto verde se movía rítmicamente en la pantalla.

—Así, dormido, no parece capaz de destrozar el cuarto de un motel —comentó Jude.

Tizzie se acercó a la cama y tomó en la suya la mano buena de Skyler.

—Debió de tener una crisis de pánico —dijo la joven—. ¿Qué le ocurrirá?

—Sabe Dios. Habiendo crecido en esa isla, lo más probable es que haya montones de enfermedades a las que jamás se ha visto expuesto. Puede tener cualquier cosa.

Jude tocó con la palma de la mano la frente de Skyler y la notó ligeramente febril.

—El corte se lo hizo él mismo —continuó—. En la pila del baño había cristales rotos y mucha sangre. Probablemente, tuvo miedo de desangrarse, fue presa del pánico y salió a toda prisa.

Miró a un rincón, en el que se hallaban los vaqueros de Skyler, que en realidad eran de Jude, arrugados sobre una silla. Estaban manchados de sangre.

—Para él debe de haber sido todo un trago —dijo Tizzie—. Ya sabes cómo detesta a los médicos, lo mucho que le asustan debido a sus recuerdos de infancia.

En aquel momento entró un atildado joven con el rostro cubierto de pecas. Les sonrió cordialmente y les tendió la mano.

—Soy el doctor Geraldi. Me alegro de que nuestro paciente tenga visita. No sabemos nada sobre él. Ni siquiera su nombre.

Se estrecharon las manos. El médico miraba escrutadora-mente a Jude.

—Sí —dijo Jude—. Somos parientes.

—¿Hermanos?

—Sí.

El doctor miró a Skyler y luego, con un movimiento de cabeza, indicó a los dos visitantes que salieran al pasillo. Jude y Tizzie lo siguieron hasta una oficina. Geraldi les hizo seña de que se sentaran y a continuación procedió a bombardearlos con preguntas: la edad de Skyler, su historial médico, sus síntomas recientes. ¿Sabían si era drogadicto? ¿Se había comportado últimamente de forma extraña? Jude y Tizzie le dijeron todo lo que sabían, lo cual era muy poco, pero no le hablaron del auténtico pasado de Skyler.

El doctor Geraldi no dejaba de mover la cabeza.

—Nunca había visto nada como esto. No sé a qué atenerme.

—Ha perdido mucha sangre —dijo Jude.

—Ya, pero hay otra cosa. El corte que tiene en la mano es bastante feo, pero no es el problema principal. Estoy aprovechando la transfusión para administrarle urocinasa.

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