Authors: John Darnton
Algo en el tono de la joven hizo que Jude sintiera la convicción de que decía la verdad. Y le gustó el hecho de que ella, en vez de contrita, se mostrase indignada.
—Lo de que tu especialidad es el estudio de los gemelos, ¿es cierto?
—Claro. ¿Cómo iba a fingir una cosa así?
—Pues menuda coincidencia.
—No creo que sea coincidencia. Siempre me interesaron las investigaciones sobre los gemelos separados al nacer. Y ahora, naturalmente, comprendo por qué. Inconscientemente, yo sabía que tenía una gemela.
Jude aguardó medio segundo antes de hacer la siguiente pregunta.
—Dime una cosa —comenzó—. Cuando cenamos juntos en Brighton Beach, cuando hicimos el amor por primera vez... Todo era real, ¿verdad? Quiero decir que nadie lo planeó.
—Claro que no. Ellos se limitaron a propiciar nuestro encuentro, como el de dos protozoos en un disco de Petri. Simplemente, dejaron que la naturaleza siguiera su curso... Dios mío —exclamó Tizzie de pronto—. Hay algo que no se me había ocurrido. Ellos tenían motivos para creer que nos enamoraríamos. Porque eso es lo que ocurrió entre Skyler y Julia. Sabían lo que iba a ocurrir. Fuimos como... marionetas.
Jude la observó un momento. No cabía duda de que Tizzie era una mujer atractiva. Pero él se resistía a considerar la posibilidad de que sus sentimientos hacia ella estuvieran determinados por los genes.
Le pareció oír un sonido en la distancia, pero no dijo nada. La tomó entre sus brazos, y ella apoyó la cabeza en su hombro. Permanecieron así varios minutos, hasta que Tizzie se retiró secándose los ojos con el dorso de la mano.
—Hay algo en lo que tienes razón —dijo Jude—. Los tipos a quienes nos enfrentamos, quienesquiera que sean, son poderosos. Se consideran invencibles. Si nos enfrentamos a ellos, nuestras probabilidades de éxito son muy escasas. Pero tenemos algo a nuestro favor.
—¿El qué?
—No saben a qué carta quedarse con nosotros. Creen que tú estás de su lado... o que podrías estarlo si te presionasen un poco. En cuanto a mí... No lo entiendo, pero parecen creer que, de algún modo, puedo serles útil. Supongo que por eso no me han matado todavía.
Jude se disponía a formular otra pregunta pero no llegó a hacerla.
En aquel momento, el lejano sonido se hizo más intenso, se convirtió en un amenazador estruendo y la pequeña cueva en la que se hallaban se estremeció perceptiblemente. Jude miró a Tizzie y vio el temor reflejado en sus facciones. Una corriente de aire apagó la vela.
Localizaron a tientas sus linternas y las encendieron.
—¿Qué ha sido eso? —murmuró Tizzie.
—¡Un derrumbe!
Salieron corriendo del escondite, enfilaron el pasadizo que habían utilizado poco antes, llegaron a la gran caverna del laboratorio y luego al túnel principal. Tras recorrer dos metros se detuvieron frente a una gran nube oscura, una cortina de polvo que los envolvió y entró en la caverna.
—¡Volvamos atrás! —gritó Tizzie.
Retrocedieron hasta el interior de la gran cueva para esperar a que el polvo se asentase. Jude sintió que sus temores crecían hasta convertirse en un claustrofóbico pánico, el inmencionable terror a ser enterrado vivo. Los músculos de su abdomen se crisparon, y sintió como si por sus venas circulase metal fundido.
—Me resulta imposible creer que haya sido un accidente —dijo Jude—. Alguien nos oyó. O sabían que estábamos aquí dentro. Ellos provocaron el derrumbe.
—No les habría sido difícil hacerlo. Pero, cuando pasé por él, ese túnel ya me pareció muy inseguro. Quizá sólo fue un accidente.
Él la miró escéptico.
—¿Desde cuándo tienes esa fe en las coincidencias?
El polvo se había posado formando una fina capa que cubría una mesa metálica próxima. Jude miró hacia la boca del túnel, ya perfectamente visible una vez la nube de polvo se convirtió en una fina niebla cuyas partículas relucían a la luz de las linternas.
Se metieron en el túnel para investigar, con buen cuidado de no tocar las paredes y avanzando de puntillas, como si estuvieran caminando sobre una frágil capa de hielo. Tizzie entró primero y Jude no hizo nada por impedírselo. Cada vez le costaba más respirar. La joven se detuvo, él se le acercó y ambos dirigieron los haces de las linternas hacia el montón de tierra y cascotes que tenían ante sí. Esperaban ver algún hueco, pero no fue así. El muro de piedras y tierra, que llegaba desde el suelo hasta el techo, parecía impenetrable. Tizzie lo rozó con la punta del pie.
—Cristo —murmuró Jude—. Ahora sí que estamos listos.
—Quizá podamos salir excavando con cuidado. Podríamos amontonar la tierra en el interior de la gruta.
Jude apuntó la linterna hacia el techo, por una de cuyas grietas seguía cayendo un fino chorro de polvo.
—A lo mejor, pero lo más probable es que sólo consigamos empeorar nuestra situación. Una vez el techo ha cedido, no hay nada que le impida que la tierra siga cayendo.
—Regresemos —propuso ella, y Jude sintió un considerable alivio al salir del túnel.
De nuevo en el interior de la caverna, procedieron a examinar todas las paredes en busca de un hueco, de un resquicio, de cualquier cosa que pudiera indicar la existencia de una salida. Lo único que encontraron fue el túnel que conducía a su escondite. Tizzie entró a investigar, pero Jude permaneció en la caverna, observando cómo el haz de la linterna de sus compañera iluminaba las paredes de piedra debilitándose cada vez más y más hasta que desapareció por completo.
Le apetecía muchísimo un cigarrillo, y se palpó el bulto de la cajetilla en el bolsillo, pero sabía que fumar sería un acto estúpido y egoísta. No podía malgastar el poco oxígeno que les quedaba. Volvió a mirar en torno tratando de calcular el tamaño de la caverna. ¿Cuánto les duraría el aire?
A falta de algo mejor que hacer, comenzó a pasear de arriba abajo considerando qué posibilidades tenían de salir con bien de aquello. Llegó a la conclusión de que éstas eran escasas, casi nulas.
Tan enfrascado en sus pensamientos estaba que no advirtió el regreso de Tizzie y, cuando ésta habló, respingó a causa del sobresalto.
—Nada —dijo la joven en tono de resignación—. No hay modo de salir de aquí.
En cuanto despertó en la habitación del motel, con las sábanas arrugadas y empapadas en sudor, Skyler comprendió que algo malo, terrible, le ocurría. Su malestar se había agravado de un modo espantoso. Otras veces se había sentido enfermo, pero jamás se había encontrado tan mal.
La cabeza le ardía y sentía un dolor terrible en el pecho. La violencia de los accesos de dolor lo asustó. Le castañeteaban los dientes y toda la cama parecía estremecerse con sus temblores. Sintió un frío febril y se envolvió en las mantas; luego sintió un calor sofocante y tuvo que quitárselas de encima. Tenía la garganta seca y estaba muerto de sed.
Cuando los escalofríos pasaron, se incorporó, desnudo. Poco a poco, se fue desplazando hacia el borde de la cama y logró poner en el suelo los pies, que le pesaban como si fueran de plomo. Apoyándose en el cabecero, se levantó y fue tambaleándose hasta el vestíbulo. Consiguió llegar al baño, encendió la luz y abrió un grifo. Retiró la cubierta de plástico de un vaso, lo llenó de agua y lo vació de un trago. Se bebió otro. De pronto se sentía exhausto. Alzó la vista hacia el espejo y le horrorizó la imagen que vio reflejaba. Sus ojos parecían carentes de vida, eran como dos globos vidriosos hundidos en el fondo de las cuencas y rodeados de oscuros círculos. La piel estaba pálida y macilenta, y parecía colgar de las mejillas hundidas. Sus labios no eran más que unas líneas rosadas y blancas, flanqueadas por escamas de piel reseca.
Una nueva oleada, no supo bien si de calor o de frío, lo envolvió de nuevo. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas al suelo. El vaso se le escapó de la mano y se rompió contra el lavamanos. Se dejó caer del todo, se hizo un ovillo en el suelo y así permaneció hasta que el espasmo hubo pasado. Los escalofríos fueron perdiendo intensidad, y Skyler, intentando recuperar el sentido del equilibrio, fijó la mirada en el soporte para cepillos de dientes que había en la pared.
Transcurrido más de un minuto, salió a gatas del baño, se quedó un rato sentado sobre la moqueta, recuperó parte de sus fuerzas, logró llegar a la cama y se desplomó, exhausto, sobre ella. Permaneció unos momentos semiinconsciente y finalmente abrió los ojos. Las sábanas estaban llenas de manchas. Enfocó la mirada y vio que las manchas eran de color rojo oscuro. Sangre. Se miró las pantorrillas, los muslos, los brazos. Tenía sangre en el pecho. La sangre procedía de la mano. Se había cortado con un cristal.
Volvió la cabeza y se fijó en la mesilla de noche, sobre la que había una lámpara y un teléfono. Alargó la mano, levantó el receptor y se lo apretó contra la oreja. No oyó la señal de línea. Sobre la mesilla había una cartulina con instrucciones. La cogió pero fue incapaz de leer las borrosas letras. Tiró del aparato por el cordón y pulsó números al azar. En el receptor sonó un extraño sonido. Era inútil. Dejó el teléfono, giró sobre sí mismo hacia la pared, cerró el puño y comenzó a golpear en ella. Sin duda, Tizzie lo oiría y acudiría a ayudarlo. Pero no fue así. Se tumbó boca arriba y trató de pensar. Se puso un brazo sobre la frente y de pronto notó que un líquido le corría por el rostro. Se incorporó, vio que la pared que había golpeado tenía manchas de sangre, y se dio cuenta de que el tabique no comunicaba con el dormitorio de Tizzie, sino con el baño de su propia habitación. Le pareció oír que el agua seguía corriendo.
Se derrumbó sobre las sábanas y se quedó adormilado. Pero su sueño no fue tranquilo y reparador, sino agitado y angustioso. Se despertó una vez, vio que en la habitación había menos luz y volvió a perder el sentido. Tuvo una pesadilla: volvía a estar en la isla y lo perseguían los ordenanzas y los perros. Él corría desesperadamente a través de las marismas, pero el agua le obstaculizaba los movimientos y sus perseguidores estaban cada vez más y más cerca. Llegó a un claro y los perros se abalanzaron sobre él. Lo rodearon, lo hicieron recular hasta un árbol. Los animales gruñían y mostraban los dientes... estaban a punto de lanzársele a la garganta... Se incorporó en la cama jadeante y sudoroso.
Miró en torno intentando orientarse. La luz del baño estaba encendida, iluminaba la moqueta del exterior y arrojaba sombras alargadas sobre la pared. Oyó el rumor de agua corriendo. Encendió la lámpara de la mesilla y vio que las sábanas, la pared y su propio pecho estaban manchados de sangre seca. Alzó la mano y examinó la herida, sobre la que se estaba formando una gruesa costra. Debía de haber perdido mucha sangre. Quizá por eso se sentía tan débil.
Trató de incorporarse, notó de nuevo el dolor en el pecho, se recostó y volvió a intentarlo minutos más tarde. Esta vez fue capaz de ponerse en pie y permaneció casi inmóvil unos segundos, inclinándose primero hacia un lado y luego hacia el contrario. A duras penas llegó a la silla en la que había dejado los pantalones. Trabajosamente, se apoyó en la pared y, no sin esfuerzo, consiguió sentarse y ponerse los pantalones. Descansó unos momentos intentando recordar lo que deseaba hacer. Estaba totalmente desorientado.
Se levantó de nuevo, siempre tembloroso, y caminó muy despacio hasta la puerta, que tenía echada la cadena. Trató de soltarla, pero la mano le temblaba de tal modo que le resultó imposible hacerlo. Hizo girar el pomo; la puerta se abrió diez centímetros y quedó bloqueada. A través del resquicio, Skyler divisó parte del estacionamiento y notó que el aire era cálido y seco. Ya estaba anocheciendo.
Cerró la puerta y apoyó un hombro en ella. Luego, con la otra mano y concentrándose al máximo, logró descorrer la cadena. Agarró de nuevo el tirador y lo hizo girar lentamente. Al retroceder un paso estuvo a punto de perder el equilibrio. Abrió del todo la puerta. El aire, caliente y pesado, lo abofeteó. Salió a la galería, se agarró a la barandilla con ambas manos y se dobló sobre ella. Utilizándola como apoyo, echó a andar como si estuviera borracho y comenzó a descender posando cada vez los dos pies en el mismo peldaño.
Tardó largo rato en bajar la escalera. Hizo tres o cuatro paradas para descansar, siempre agarrando el pasamanos con todas sus fuerzas, consciente de que si se sentaba, si cedía al abrumador deseo de descansar, no volvería a levantarse. Cuando logró llegar al final del tramo tuvo que enfrentarse a un nuevo dilema. Estaba en terreno abierto, sin nada a lo que agarrarse. No se veía a nadie en las inmediaciones. ¿Cómo iba a cruzar el estacionamiento ?
Se llenó los pulmones de aire y se lanzó hacia adelante, obligándose a adelantar los pies para evitar desplomarse. Terminó casi corriendo, echado hacia adelante como un árbol a punto de caer. De este peculiar modo, descalzo, con el pecho al aire y cubierto de sangre, logró cruzar el estacionamiento. Se abrió paso entre las ramas de un seto e irrumpió en la oficina del motel. Alzó la vista justo a tiempo para ver cómo la boca de la recepcionista formaba un óvalo perfecto. El grito no salió inmediatamente de la garganta de la mujer, pero cuando lo hizo fue ensordecedor, y rompió la calma del crepúsculo como un hachazo.
—¿Estás segura de que has mirado bien? ¿En cada grieta, en cada orificio?
Jude preguntaba por preguntar, por hacer algo, para tener la sensación de que se estaban enfrentando juntos al problema en vez de sumirse cada cual en su desesperación.
La joven, que estaba sentada sobre la mesa metálica, en vez de responder se limitó a negar con la cabeza con aire ausente. Jude no dejaba de ir de un lado a otro, mirando con ojos nuevos cada uno de los objetos de la caverna, tratando de discurrir alguna forma de usarlos para escapar del encierro.
Por encima de todo, intentaba apartar la obsesión de que respirar le resultaba cada vez más difícil, de que el oxígeno se estaba agotando. No era capaz de calcular ni el cubicaje métrico de la caverna ni el tiempo de vida que les quedaba. Estaba convencido de que antes los mataría la asfixia que el hambre. Le espeluznaba pensar en que ambos terminarían dando boqueadas, tratando de respirar aire e inhalando en su lugar mortíferas bocanadas de dióxido de carbono.
Miró a Tizzie, sentada en la mesa, con el cabello revuelto y las piernas colgando. La joven alzó la vista y sus ojos se encontraron. Le sonrió, débil pero animosamente. Él le devolvió la sonrisa, se aproximó a la mesa, se sentó junto a la joven y la abrazó, tanto para tranquilizarla como para tranquilizarse él mismo.